ASÍ pasaron las horas. Demasiado jóvenes para ese jaleo, pero con todos los efectos secundarios del prospecto. Los chavales eran fieles devotos del caballo y tenían un concepto del tiempo que no cuadra en tus baremos. El tiempo no era ni corto ni largo, ni templado ni frío, ni alegre ni aburrido. El tiempo colgaba de un gancho y ellos estaban metidos en el saco, un tiempo que funciona con una lógica cartesiana... como el pajarito de palo que permanece encerrado en el reloj de cuco: la maquinaria marcha con una precisión matemática, cuando toca te escupe fuera y tú tienes que hacer el ¡cu-cú! quieras o no quieras. Son las reglas del juego y si no las cumples ya sabes lo que te espera. Otros adoran a Satán, le dan los ahorros al Opus, se compran la pandereta del Hare Krishna o se lanzan en parapente. Ellos en cambio Adoraban La Heroína, y cuando estás en esa timba ya no importa cómo vaya la partida mientras tengas el caballo que alimenta tu sentencia. Eran las reglas del juego, la lección era igual para todos y aprendías la letra con sangre. Necesitaban el caballo si no querían que el tiempo fuese un infierno, necesitaban la aguja para desconectarlo. Entonces el tiempo podía pasar como quisiera, en lunes o en viernes, en domingo o en jueveres, vestido de primavera o travestido de carnavales, podía pasar con sol o con nieve, con bajas presiones o chubascos dispersos, cargado de fiestas o sembrado de entierros. El tiempo podía pasar como quisiese porque estaban vacunados y no les afectaba el encierro.
Gabriel Oca Fidalgo. Una novela quinqui. Ediciones Lupercalia, 2016.