Una de las joyitas de mi biblioteca es el libro infantil Ленин и дети, es decir Lenin y los niños, que compré durante mi estancia en la URSS. Por aquel entonces, como todo el mundo sabe, la presencia de Vladimir Ilich Ulianov era ubicua en todos los aspectos de la vida del ciudadano soviético, y la literatura infantil no era una excepción. En consecuencia, el aura divina que envolvía al, sin embargo, entrañable y campechano Vladímir hacía poco menos que imposible que un niño solitario e inseguro no llegara a enamorarse de él. Y eso es lo que le sucedió a Gary Shteyngart, el autor de estas divertidas y emotivas memorias.
Se podría decir que no es un hombre guapo, pero es un hombre muy serio. Tal vez llegara a reírse alguna vez, pero si fue así, yo nunca lo vi. Nadie se cruza por la calle con Vladímir. Y nadie se toma a broma sus ideas. Su nombre completo es Vladímir Ilich Lenin, y yo lo adoro.
La gestación de un escritor es la más larga del mundo animal, y es muy difícil determinar en qué momento tiene lugar la concepción. No obstante, parece bastante claro que en el caso de Shteyngart, todo empezó con la lectura de El maravilloso viaje de Nils Holgersson, de Selma Lagerlöf, con el amor por Lenin y con la pasión por el queso, un queso soviético "muy duro, grueso y amarillento".Y así, cuando su abuela Galia descubre la gran afición de Ígor (el nombre del autor antes de americanizarlo como Gary) por la lectura, le hace la siguiente propuesta:
Por cada página que escribas -me dice-, te daré un taquito de queso. Y por cada capítulo que termines, te haré un sándwich con mantequilla y queso.
Y así nació Lenin y el ganso mágico, la primera obra de un escritor en ciernes.
Pero antes de que el pequeño Ígor llegue a convertirse en escritor, tienen que pasar muchas cosas, algunas de ellas muy gordas. Por ejemplo, que esta familia de judíos soviéticos emigre a los EEUU gracias a un acuerdo entre Jimmy Carter y Leónidas Brezhnev para intercambiar judíos por cereales y tecnología. Atrás queda entonces la familia de la madre, el camarada Lenin, el queso correoso y la tranquilidad que da la certidumbre de la mentira. Por delante, la vida con unos padres permanentemente abocados al divorcio, el estigma de provenir del imperio del mal, y la incertidumbre consustancial a occidente.
Mi padre y yo estamos sentados sobre la fea colcha de nuestro apartamento. (...) Y mientras tanto él me cuenta todo lo que sabe. Todo era mentira. El comunismo, el Lenin latino,la liga juvenil del Komsomol, los bolcheviques, el jamón con demaiada grasa, el Canal Uno, el Ejército Rojo, el el´ctrico olor a caucho en el metro, la contaminada neblina soviética que flotaba sobre los perfiles estalinistas de la Plaza de Moscú, todo lo que nos dijimos, todo lo que fuimos.
Nos estamos pasando al enemigo.
-Pero, papá, el Tupolev 154 sigue siendo más rápido que el Boeing 727, ¿no?
En tono tajante:
-El avión más rápido del mundo es el Concorde SST.
-¿Es uno de nuestroa aviones?
-No. Pertenece a British Airways y Air France.
-Entonces... Eso significa... Quieres decir...
Ya somos el enemigo.
Los Shteyngart no tardan en descubrir que también en América la mentira tiene las patas muy largas. Se dan cuenta de ello cuando, por uno de esos maravillosos golpes de suerte que a veces acontecen en el mundo capitalista, les cae del cielo una fortuna. El feliz acontecimiento se les comunica en forma de carta: "¡¡¡SR. S. SHITGART, ACABA DE GANAR UN PREMIO DE DIEZ MILLONES DE DÓLARES!!!" Los Shteyngart se lo creen, y esa tragicómica escena refleja perfectamente el tono del libro, donde abundan los momentos en que uno se indigna y se compadece de las vicisitudes por las que pasa nuestro héroe y su familia, al tiempo que no puede evitar reírse de su ingenuidad. Shteyngart va un poco más lejos en su autoironía, que cabría casi llamar autoburla, y parece no importarle que el lector se ría tanto con él como de él, pues él es el primero en hacerlo. Naturalmente, en ello hay también una buena dosis de narcisismo, como muy bien señala el Dr Franzen (sí, Jonathan) en este divertido book trailer de la obra.
Cuando estuve viajando por Argentina, un día, buscando un hotel barato en Buenos Aires, me presenté en una especie de pensión llamada, si no recuerdo mal, "hotel rosa", que me imagino que existe en todas partes, y que consiste en un lugar donde van las parejitas a a refocilarse durante un par de horas. El recepcionista, al verme ahí, solito con mi mochila, preguntando por una habitación, debió de confirmar sus prejuicios sobre la estupidez de los gallegos. Y es que enfrentarse a una cultura desconocida es arriesgarse a hacer el ridículo, la peor pesadilla de los españoles. No así, afortunadamente, de Shteyngart, que con su retrato de la experiencia del emigrante, o, sencillamente, del que se encuentra perdido en una cultura extraña, nos proporciona momentos tan divertidos como el día en que su padre lo llevó al cine a ver "una película francesa, de modo que debe de ser muy culta".
La película se titula Emmanuelle, las alegrías de una mujer y puede ser interesante averiguar lo alegres que están esas mujeres francesas, sobre todo si se tiene en cuenta su exquisito patrimonio intelectual ("Balzac, Renoir, Pissarro, Voltaire", me recita mi padre mientras vamos al cine).
(...) Los siguientes ochenta y tres minutos discurren con la peluda mano de mi padre tapándome los ojos y la hercúlea tarea que me impongo de intentar quitármela de encima. (...) A pesar de los esfuerzos de mi padre, ese día consigo ver en la pantalla unas siete vaginas, siete más de las que conseguiré ver en muchos años.
La tragedia del inmigrante, que tan de cerca podemos observar estos días, no se limita a las penurias económicas o a la discriminación sufrida en el país de acogida. Con frecuencia, y sobre todo entre la segunda y tercera generación, el verdadero conflicto es el que atañe a la identidad personal. Shteyngart se enfrenta a dicho conflicto en más de un frente. Así, no sólo se esfuerza en deshacerse de su origen como ciudadano soviético y lucha durante años por quitarse de encima su acento de malo de la película, sino que percibe incluso su condición de judío como un castigo. Gary, que se ve obligado a vestir ropa donada, se siente atormentado por su pobreza en un colegio hebreo lleno de pijos, y mortalmente aburrido por el estudio del hebreo. Y la cosa sólo puede ir a peor:
Al año siguiente, me hacen el regalo que todos los niños esperan: una circuncisión.
Así como hoy el cine vive un festival de remakes y precontracuelas, durante la década de los 80 uno de los recursos preferidos de los productores norteamericanos era la propaganda antisoviética. No sólo películas como Rambo o Rocky IV, sino títulos bastante más explícitos como Amanecer rojo o Escorpión rojo, arrasaban en la taquilla. Esta paranoia colectiva también tuvo consecuencias para nuestro héroe, a quien los matones de la escuela hebrea apodaron el "jerbo rojo", entre otras lindezas. No debe sorpender, pues, el mecanismo de defensa que adoptará nuestro héroe. Su padre, de manera comprensible, habiendo disfrutado toda su vida del paraíso comunista, se ha convertido en un republicano a ultranza y reaganista hasta la muerte, mientras que, a los once años, el propio Gary se enamora de Reagan, se suscribe a una revista de corte conservador, y es nombrado miembro de pleno derecho por la Asociación Nacional del Rifle. Unos años más tarde, lo tenemos participando como voluntario en la campaña presidencial de George Bush padre. Pero parece que ni eso basta para desprenderse de su sovietez, su judaísmo y su aura de perdedor. El día de las elecciones, en el cuartel general del partido, donde Gary sueña con conocer a una chica republicana rica, blanca y decente, las dos rubiazas que se le acercan le piden un ron con coca-cola.
Los años de universidad de Shteyngart están marcados por la virginidad crónica, por el consumo de alcohol y marihuana a mansalva, y por el desesperado intento de integrarse, de tener un grupo, de dejar de ser un bicho raro. Y ése es, en mi opinión el tema central del libro. Algunos (entre ellos el propio Shteyngart, que se equivoca) han señalado que Pequeño fracaso es la historia de la vocación literaria del autor. Otros se inclinan por el contraste entre el país de los sóviets y los EEUU, y una visión personal y certera de los 80 y los 90. No faltan los que dicen que, ante todo, este libro es una declaración de amor a la ciudad de Nueva York. Evidentemente, todo ello es cierto, pero lo que hace que tantos lectores se identifiquen con este judío neurótico, feúcho, peludo, bajito y perdedor es su perfecto retrato del miedo que tiene el niño perdido en un mundo incomprensible, de la cándida pasión y el desconcierto del adolescente acomplejado que anhela dejar de ser un chihuahua solitario, y del adulto que acaba aceptando la vida como es, a sus padres como son, y a su tierra de origen como fue.
Doy aquí un gran salto por encima de muchas páginas divertidas, memorables, embarazosas, trágicas e incluso violentas, que me han hecho pasar muy buenos ratos, pero que prefiero dejar que descubráis por vosotros mismos. Y aunque son tantas que, al repasarlas, me dan ganas de volver a leer este libro, hay que decir, no obstante, que es probable que el estilo, o mejor dicho, la personalidad (uno y otra son inseparables en este autor) de Gary Shteyngart no sea del gusto de todos los lectores. ¿Verdad que conocéis a alguien que detesta no ya las películas, que también, sino la sola mención del nombre de Woody Allen? A Shteyngart se le ha comparado con el cineasta, y es cierto que ambos parecen compartir la idea de que no hay nada más serio que el humor, pero también es cierto que si Allen te pone de los nervios con su neurosis, su ingenio y su verborrea, Shteyngart no es para ti.
A modo de despedida, merece mención especial, en primer lugar, el soberbio e impresionante último capítulo. Aquí Shteyngart, sin ponerse en absoluto solemne, sí abandona el tono irónico, sarcástico o, sencillamente, despiadado, de las páginas anteriores y regresa con sus padres a su ciudad natal, hoy tan diferente de la que conoció como el nombre San Petersburgo lo es de Leningrado. Se trata de un emotivo viaje a la memoria familiar, e incluye en su itinerario algunos de los recuerdos más triviales de nuestra infancia, que, como sabemos, acostumbran ser los que más nos marcan. Shteyngart se reconcilia con sus orígenes, con el trágico pasado de su padre, y con un doloroso recuerdo que hasta ahora era incapaz de comprender y que, en un círculo perfecto, nos lleva de nuevo a esa librería neoyorquina en la que, en la escena inicial, el autor sufre un inexplicable ataque de pánico.
Y quiero destacar, en segundo lugar, la impecable traducción de Eduardo Jordá, algo digno de celebrarse en los tiempos que corren.
Quizá algunos consideren Pequeño fracaso una lectura interesante y divertida. En mi opinión, Shteyngart ha conseguido mucho más, aunque de ello me ha dado cuenta sobre todo al terminar la lectura y volver la vista atrás. Como sucede con la vida misma.
Y por cierto, las gachas de alforfón son un desayuno exquisito.