Revista Cultura y Ocio
No basta con ser un cronopio todo el tiempo. En ocasiones uno debe esmerarse y adquirir rango de fama. Leí a Cortázar cuando me importaba muchísimo ser una cosa o ser la contraria, cuando imaginaba (con inocencia, con ignorancia) que los demás medían mi influencia bajo el criterio del libro que estuviera leyendo o por la ristra de autores que fuera capaz de nombrar en una conversación de bar y de los que extrajese alguna frase memorable. Todos los letraheridos de entonces (lo éramos) teníamos recursos, cierta facilidad en dar con un pasaje o con una frase deslumbrante. Hace treinta años de esas escaramuzas intelectuales de medio pelo. No sé ahora si Cortázar tiene frases memorables. Está la travesía de La Maga por París, el andábamos sin buscarnos, pero andábamos para encontrarnos y poco más. Lo importante en Cortázar era la actitud combativa con el lenguaje, esa composición del encuadre narrativo en donde importa más el modo de contar las cosas que todo lo demás o donde, bien mirado, solo era remarcable cierta impresión global, no los detalles, la trama decimonónica, el listado de circunstancias favorables al relato, bien ensambladas. Rayuela está adorablemente mal ensamblada o, escrito de otra forma, no hay novela que esté mejor ensamblada que Rayuela. Hubo un momento en que me dije no volver a leerla nunca. De momento, a mi desgracia, cumpliendo a rajatabla compromiso tan absurdo, no he vuelto a perderme en su delirio topográfico, en toda esa rendición de lugares y de sucesos que se atropellan y convierten la lectura en un viaje, como casi todos. Hay mucho que leer y a veces conviene distraerse con las novedades, pero ya no hay clásicos. Uno mira a Cortázar y ve a Dostoievski o a Mann o a Proust. Se tienen a los cuatro en la misma balda, compartiendo la gloria perdurable, no el esplendor efímero de las ventas o el capricho evanescente de una moda. Yo creo que es el tiempo el que juzga. Nunca ha sido de otra manera. Es el que deja todo en su sitio, en el sitio al que cada artefacto cultural o cada emoción privada y personal debe estar. No he dejado de escuchar a Charlie Parker desde que me lo descubrió la novia de un primo mío. Recuerdo la fascinación del hallazgo, la ingesta dulce de esas briznas de gozo, que no gozo entero aún, toda la promiscuidad del jazz colándose como un torrente de luz, iluminando.