Galería de favoritos 28 / Raymond Carver

Por Calvodemora


1Lo difícil, en la escritura, es hacer sencillo lo extraordinario, manejar con ingredientes muy livianos asuntos de una hondura asombrosa. Lo contrario, lo fácil, es vestir con hechuras sofisticadas lo que en apariencia se advierte como sencillo. Raymond Carver hace lo que otros eluden: escarbar en lo real y extraer su complejidad sin interponer en esa investigación instrumentos violentos, aunque sean sintácticos o léxicos, ingredientes vistosos. Carver hace que la literatura sea verdaderamente un juego en el que importa su transcurso, las peripecias con las que se exhibe y no, al modo clásico, insistiendo en la supremacía narrativa de un final rotundo, de un cierre plausible a una trama. Las suyas son retazos de vida extraídos con una cirugía no invasiva, de ésas que apenas rozan el cuerpo intervenido. Carver explica el mundo sin que esa explicación lo vulnere, sin que su giro se ralentice o acelere. Carver fue un creador insólito, un entomólogo sutilísimo que coleccionaba piezas de una normalidad absoluta, de las que ocurren a diario y ocurren a cualquiera. Como si excluyera las mariposas y tan solo buscara moscas. Las primeras son las exuberantes, las que hechizan el ojo, aunque después narren una trama hueca, de vuelos limpios, que me perdone Nabokov. Las moscas, sin embargo, las intrépidas y molestas moscas, poseen una biografía increíble. Se podría levantar toda la novela decimonónica alrededor de la vida de una de ellas. a pesar de su brevedad o precisamente por esa circunstancia. Cruzan todos los paisajes, se posan en todos los veladores, no se esmeran en ser hermosas, incomodan con absoluto oficio, hacen que uno saque de adentro su lado animal. Prefieren lo turbio, lo desechado, lugares donde planea la amenaza de un cese abrupto, de un final terrible. No sé si hay moscas en los cuentos de Carver. Bien pudiera haber, se ajustan bien a la mecánica de sus tramas.

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Hay algunos cuentos de Carver en donde no pasa absolutamente nada. Yo mismo tengo días que son como cuentos de Carver. Días invisibles, sin presagios ni acontecimientos relevantes, invertidos en la sola empresa de que transcurran ajenos a sobresaltos, construidos sobre la firme creencia de que lo asombroso y lo fantástico sucede siempre en las novelas, en los cuentos o en las películas. De una variedad temática notable, a pesar de que todo nos parezca cercano y familiar, son cuentos en los que se entablan diálogos de una intimidad absoluta. No hay un propósito que privilegie al lector o que indague en la naturaleza metalingüística de la obra. Lo que hay es un raspado brutal de lo real, una constatación inapelable de la épica de lo cotidiano. Como si se taquigrafiasen las pequeñas fotografías que, hiladas, ensambladas unas a otras, forman la realidad.

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El lector de Carver caza resplandores. Los caza sin que exista tampoco una voluntad de hacerlo. El escritor carece de apego hacia lo que escribe: no es que no lo mime (en los cuentos de Carver hay un deseo infatigable de pulcritud, a pesar de la desnudez y la esquemática presentación de las frases, áridas a veces) sino que lo observado ya es así. La historia está dentro de lo que ocurre. El mérito del escritor es captarla, estar ahí en el momento en que transcurre. El de Carver en particular consiste en la consistencia casi artesanal de ese volcado, en cierta pureza que predispone a la confianza de lector, a la sensación de que no hay impostura en lo contado, en que las historias no precisan de la obligación clásica de solucionar los conflictos. Carver se limita a exponerlos. Los airea. Apunta más que indaga. Las verdaderas historias no están a mano o, al menos, no se puede inferir nada contundente del texto. Lo que el lector saca en conclusión procede, en cierto modo, de la experiencia que trae cuando lo lee. Es, en este aspecto, un escrito que dura más que la lectura que se hace de su obra. Hoy, sin ir más lejos, he pensado en Carver un par de veces. He asistido a un sinfín de hechos insignificantes que me han sugerido la posibilidad de un cuento y de cómo se harían carverianamente.

4Los libros, en especial los que te afectan de verdad, tienen la virtud de modificar la forma en que te relacionas con los demás. Piensas en términos narrativos. Actúas de un modo narrativo. Eres narrativo. Haces como si todo pudiese ser registrado en un texto. No importa (o importa de un modo secundario y casi siempre irrelevante) que no sea una buena historia. De hecho, la mayoría de las historias son malas. Las pule quien las cuenta. Gana la impresión (durable, lúdica, íntima) de que los cuentos de Raymond Carver son un poco así. Cuentos secos. Que se impregnan adentro sin que depositen nada maravilloso. No hay prodigios, milagros, belleza, aunque existan esas cosas larvadamente, sin que emerjan y se exhiban. En esos cuentos existe (subrepticiamente) un desinterés productivo, uno apoyado sobre personajes anodinos, cuando no estúpidos, que de pronto se convierten en asesinos (Diles a las mujeres que nos vamos, De qué hablamos cuando hablamos de amor) o en individuos deshumanizados (Catedral, mismo título). Gente de los márgenes, gente escandalosamente trivial, que bebe cerveza en el porche de sus casas mientras el camión de la basura espanta a unos gatos o gente que se despierta en mitad de la noche, sale al jardín, fuma un cigarrillo y vuelve después a la cama sin que se nos invita a ingresar en ninguna historia. El personaje es la historia. Todos, al cabo, tenemos una adentro. Grandiosa, tétrica, criminal, tierna. Y a diferencia de otros autores que prescinden de la poesía, entendida como hallazgo, como revelación metafísica casi, Carver la invita a su prosa de un modo admirable. Siempre me ha parecido que la poesía en su efecto y en la manera en que se compone, se encuentra más cerca de un relato que el relato de una novela. De una imagen, a partir de una evidencia visible, se levanta una catedral de sugerencias. Ninguna es determinante, ninguna vincula de un modo absoluto. Lo que hace que los cuentos de Carver sean prodigiosos es la forma en que impregnan al lector. Poseen un asombroso sentido de la concisión y, sin embargo, se expanden casi viralmente, acceden a un territorio brumoso, conectan con cierta parte del lector que, convenientemente activada, penetra en la trama y se sienta asimismo una parte vinculada a ésta.

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No hay finales felices en Carver. Tampoco tristes. Hay finales insólitos, hay finales que no lo parecen en absoluto. Uno desea que avance más lo contado pero, por otro lado, cree que no tendría que ser siempre así y que vale ese finiquito inesperado. Finales que piden un extra narrativo que a veces solo provee el propio lector. Está entonces esa sensación poco explicable de no saber exactamente a qué atenerse. A lo mejor no hay que atenerse a nada. Vivir es un cuento de Carver. No sabes qué pasará, no tenemos ni idea del lugar en donde empiezan las cosas y el lugar en donde finalizan. Quizá Carver a lo que aspira es a que nos perdamos en tramas alarmantemente parecidas a las que suceden en la vida real, de la que se alimenta ferozmente. No hay indicios de que exista una mínima posibilidad de piedad en el trato a los personajes. Se pueden extraviar y no habrá un gesto paternalista que los rescate. Se pueden malograr completamente y no habrá nada que los redima. En la vida, en los breves episodios que la forman, no hay una providencia de recursos que presagie la bondad de sus días o la salvación de sus almas. Carver es un dios impío, una especie de demiurgo infame para sus criaturas. Y es precisamente esa malignidad (noble, por otra parte) lo que me fascina de su escritura, su absoluta falta de pudor para explicar la perplejidad de lo humano. Al alma, a la pobre alma,  Carver la saquea, la exprime, le pide todo cuanto se le antoja y espera pacientemente a que se rinda y lo ofrezca.

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Los cuentos de Raymond Carver deberían leerse en las escuelas o deberían ocupar las editoriales de los periódicos o incluso acompañar a los prospectos que suelen traer las cajitas de fármacos. Hay cuentos de Carver que iluminan partes de uno mismo que jamás habían visto la luz antes. No hay ninguno que no produzca la zozobra necesaria para cuestionarse cada pequeña cosa que sucede alrededor nuestra. El mundo, al ser interrogado, ofrece matices que permanecían ocultos. Un cuento de Carver, unos más que otros, todos a su manera contribuyendo un poco, hace que el mundo gire mejor, pero no hay políticas que fomenten estas iniciativas. No tenemos en la administración al devoto de Carver de turno. Los hay que veneran a las vírgenes de los templos (más de uno, créanme) o a los padres de la iglesia, pero gente como Carver queda fuera.