Fotografía: Richard Avedon
La mayor parte del agua que John Ford bebió en su vida estaba destilada y se llamaba Canadian Club, Johnnie Walker o Jim Beam. Sus películas, unas más y otras menos, contienen whisky suficiente como para tumbar al elenco entero, incluyendo las damas puritanas, las abstemias. El decimotercer hijo de un pastor irlandés tuvo dos amores a los que no abandonó jamás: las armas y las letras. Dedicarse al cine hizo que no abandonara ninguna de las dos. Quizá por eso se inclinó al western. El género del Oeste le daba la épica fundamental para que interviniesen las pistolas y los diálogos trascendentes. También amó los caballos y los valses y si uno se para a pensar hay de ambos en sus películas. Hizo muchas, más de la cuenta, a decir de algunos de sus detractores. Claro que los hay. Le hubiese dado igual que lo criticaran. Su único empeño era hacer cine. No paró de contar historias. Algunos son más épicas que otras; en algunas hay más valses que en otras y hasta hay alguna en la que no hay ni un solo disparo, pero todas fueron pequeñas criaturas suyas. Hasta en las que trabajó por encargo, no las que él hubiese deseado filmar, existe esa voluntad de hacer las cosas bien hechas y no escatimar talento, pero brilla en las que podía hacer las cosas más a su manera, si es que eso es enteramente posible en el Hollywood de entonces. Tuvo fama de testarudo y hubo estrellas de la pantalla que juraron no volver a trabajar con él. Siempre habría reemplazos, pudo pensar. Incluso él mismo era prescindible, pensaría también. Vendría otro que pensaría los encuadres y la duración de las tomas, otro que echara a correr los caballos por Monument Valley. John Ford tuvo el suyo, su paisaje doméstico, el de su Irlanda en El hombre tranquilo y el de su país de acogida en Centauros del desierto. Fue una especie de divinidad caprichosa y rudimentaria. un dios mira su obra y piensa en hacer otra. John Ford contempla el azar y las causas, los arcanos y las evidencias, el terrible solo de sangre que barre el aire como una letanía. Y ese Dios renuncia a entenderla. Sospecha que se le vendrá en su contra. Tiene las botas sucias y la corazón henchido. Sin embargo, a pesar del vértigo y de la fiebre, la siente suya y piensa que no había otra forma de imponerla a la realidad. Como si le dictaran los travellings. Como si la trama ya estuviese escrita y él únicamente se hubiese dedicado a transcribirla. Dios está siempre solo y nadie puede comprenderlo. Un amigo me dijo en cierta ocasión que John Ford era un hombre bueno. No le contradije. A pesar del gesto adusto y la fama de gruñón, debía ser bueno. En sus películas hay bondad, la hay a espuertas, fluye en una sola dirección, atraviesa de parte a parte la historia. Quiso contar la bondad. Es posible que ese fuese su empeño más irrenunciable