Todos tenemos un George Kaplan con el que puedan confundirnos, otro que en realidad no existe en ningún plano de la realidad, ni siquiera en el verificable, el de las colas en los autobuses o el café en un barra de un bar mientras se ojea el periódico. En cierto modo todos somos Roger O. Thornhill, un buen hombre con una vida tranquila, ocupada en vestir trajes buenos y lucirlos con una percha impecable mientras sale y entra de los taxis o discute con su madre sobre asuntos irrelevantes o levanta la mano cuando alguien, en un cafetería, pregunta por él, por Kaplan, y ese gesto, el de levantar la mano casual y ajenamente, hace que lo crean Kaplan y le secuestren y acabe escapando, Luego está la escena del campo de trigo y la avioneta fumigadora y antes, creo recordar que antes, pero hace tiempo que no retomo la trama, Kaplan o Thornhill (tiene que ser uno de los dos) se prenda de una rubia (las hay con frecuencia en las películas de Hitchcock), que es en realidad un agente secreto infiltrado en la red del malo, llamado Vandamn. La escena final es la del monte Rushmore, el de las caras de los presidentes, no puede ir a mitad del metraje, ni puede haber ninguna otra que la continúe. En realidad Kaplan no existe, es un agente ficticio, un virus que se extiende sin que se la pueda poner freno. Lo heroico de la huida de Thornhill es que desempeña con absoluta solvencia el papel del espía impuesto a la realidad, el falso, el fantasma. Thornhill avanza a trompicones, avanza con perplejidad, incluso avanza con la muerte en los talones (mal título el usado aquí por el más críptico y hitchcockniano North by Northwest, que tampoco es un gran título, pues no tiene un significado claro, pero es el original, qué le vamos a hacer) pero nunca deshace la hechura cabal de su traje. Todos somos Thornhill o, en ocasiones, en esos trampantojos narrativos de la realidad, podemos ser Kaplan, pero quién se atreve a ser Cary Grant.
Todos tenemos un George Kaplan con el que puedan confundirnos, otro que en realidad no existe en ningún plano de la realidad, ni siquiera en el verificable, el de las colas en los autobuses o el café en un barra de un bar mientras se ojea el periódico. En cierto modo todos somos Roger O. Thornhill, un buen hombre con una vida tranquila, ocupada en vestir trajes buenos y lucirlos con una percha impecable mientras sale y entra de los taxis o discute con su madre sobre asuntos irrelevantes o levanta la mano cuando alguien, en un cafetería, pregunta por él, por Kaplan, y ese gesto, el de levantar la mano casual y ajenamente, hace que lo crean Kaplan y le secuestren y acabe escapando, Luego está la escena del campo de trigo y la avioneta fumigadora y antes, creo recordar que antes, pero hace tiempo que no retomo la trama, Kaplan o Thornhill (tiene que ser uno de los dos) se prenda de una rubia (las hay con frecuencia en las películas de Hitchcock), que es en realidad un agente secreto infiltrado en la red del malo, llamado Vandamn. La escena final es la del monte Rushmore, el de las caras de los presidentes, no puede ir a mitad del metraje, ni puede haber ninguna otra que la continúe. En realidad Kaplan no existe, es un agente ficticio, un virus que se extiende sin que se la pueda poner freno. Lo heroico de la huida de Thornhill es que desempeña con absoluta solvencia el papel del espía impuesto a la realidad, el falso, el fantasma. Thornhill avanza a trompicones, avanza con perplejidad, incluso avanza con la muerte en los talones (mal título el usado aquí por el más críptico y hitchcockniano North by Northwest, que tampoco es un gran título, pues no tiene un significado claro, pero es el original, qué le vamos a hacer) pero nunca deshace la hechura cabal de su traje. Todos somos Thornhill o, en ocasiones, en esos trampantojos narrativos de la realidad, podemos ser Kaplan, pero quién se atreve a ser Cary Grant.