Ayer volví a ver Fresas salvajes. Me intrigaba verla con la perspectiva nueva que supone haberle perdido , en parte, el entusiasmo (y hasta el afecto) a Bergman. La había visto hace unos años y anoche se las componían felices para darle otra vuelta. La puse tarde (me acosté tardísimo) y la vi en absoluta soledad, iluminado por las sombras de los personajes. Debía ser otra la trama del profesor a punto de recibir un merecido homenaje en su universidad que se sueña muerto en una ciudad despoblada. Lo relevante del cine de Bergman es que es nuevo en cada visionado. Hay matices que no se apreciaron. Gestos que pasaron desapercibidos. Isak Borg, el profesor de repente arrojado a su propia memoria, es un personaje épico. De una épica melancólica, ataviado con pequeños trozos de recuerdos que, a la luz del ahora, recompone y engarza hasta formar una imagen fiable, si es que es posible gobernar el pasado, de todo lo que ya no está. Al final de la travesia, cumplido el trayecto, sacado el DVD de la bandeja y comprobado que el corazón se remansaba y regresaba a su manso estado previo, volví a caer en la cuenta de las razones que hacen que uno se quiera de vez en cuando aislar de Bergman, retirarse voluntariamente del influjo de su cine metódico, limpio, hondo, relevante, puro y apabullantemente trascendente. Atrae el Bergman agnóstico, el que se cuestiona a Dios y no acepta que la muerte lo borre todo, el que dibuja la vida como un acto sencillo, de una mansedumbre hiperbólica, exenta de héroes y de villanos. Aturde ese emboscarse de bruces en la urdimbre del alma, comprender que se nos está vendiendo un instante en la eternidad. Porque una película de Bergman no termina jamás. Se amarra adentro, se adensa, se incorpora a esa red personalísima de nombres y de objetos, de ideas y de emociones que nos hace ser como somos. Pero con tiento, maestro, con tiento...
Ayer volví a ver Fresas salvajes. Me intrigaba verla con la perspectiva nueva que supone haberle perdido , en parte, el entusiasmo (y hasta el afecto) a Bergman. La había visto hace unos años y anoche se las componían felices para darle otra vuelta. La puse tarde (me acosté tardísimo) y la vi en absoluta soledad, iluminado por las sombras de los personajes. Debía ser otra la trama del profesor a punto de recibir un merecido homenaje en su universidad que se sueña muerto en una ciudad despoblada. Lo relevante del cine de Bergman es que es nuevo en cada visionado. Hay matices que no se apreciaron. Gestos que pasaron desapercibidos. Isak Borg, el profesor de repente arrojado a su propia memoria, es un personaje épico. De una épica melancólica, ataviado con pequeños trozos de recuerdos que, a la luz del ahora, recompone y engarza hasta formar una imagen fiable, si es que es posible gobernar el pasado, de todo lo que ya no está. Al final de la travesia, cumplido el trayecto, sacado el DVD de la bandeja y comprobado que el corazón se remansaba y regresaba a su manso estado previo, volví a caer en la cuenta de las razones que hacen que uno se quiera de vez en cuando aislar de Bergman, retirarse voluntariamente del influjo de su cine metódico, limpio, hondo, relevante, puro y apabullantemente trascendente. Atrae el Bergman agnóstico, el que se cuestiona a Dios y no acepta que la muerte lo borre todo, el que dibuja la vida como un acto sencillo, de una mansedumbre hiperbólica, exenta de héroes y de villanos. Aturde ese emboscarse de bruces en la urdimbre del alma, comprender que se nos está vendiendo un instante en la eternidad. Porque una película de Bergman no termina jamás. Se amarra adentro, se adensa, se incorpora a esa red personalísima de nombres y de objetos, de ideas y de emociones que nos hace ser como somos. Pero con tiento, maestro, con tiento...