“El heroico contralmirante Casto Méndez Núñez, gallego de nación que venció a las baterías del puerto traidor peruano de El Callao, es recibido en Madrid como héroe”, decían en 1866 las gacetillas que aún consideraban Hispanoamérica como Las Españas.
El almirante era de nación gallega. Pero Galicia no era su nación, sino España. De hecho, cada español es de nación de cualquiera de los diecisiete comunidades y dos ciudades autónomas españolas.
Y si se termina definiendo Cataluña nación, cualquier otra comunidad podrá reclamar serlo también, porque el término que exige la Generalitat regida por Maragall acoge a todos los españoles.
A este demanda socialnacionalista se suman ahora los políticos gallegos que rigen la nueva Xunta. Gallegos haciendo maragalladas, que son resaca de las catas místicas que conducen a exaltaciones patrióticas.
Maragalladas tan insultantes e inoportunas que están facilitando que reaparezcan campañas de boicot a los productos catalanes mientras gobiernen Maragall y sus aliados.
Esos boicots no arruinan empresas, pero las dañan haciéndoles perder mercado, como le ocurrió al cava catalán las pasadas navidades.
Galicia no tiene la potente infraestructura económica de Cataluña. Sus finanzas son frágiles y sumamente dependientes del resto de España. Si no fracasa, el empeño nacionalista de inventarse una nación singular y cambiar hasta el nombre de la comunidad –imponer Galiza en lugar de Galicia— creará antipatías entre muchos de los generosos consumidores de bienes y servicios gallegos.
Con el apoyo socialista, los nacionalistas, perdedores electorales de votos y escaños, pueden dañar patrióticamente a los ciudadanos gallegos de nación.
Nación: en último extremo, y de aceptar las tesis maragallianas, y socialnacionalistas gallegas, las Españas serán la nación de 44 millones de naciones, y habrá 44 millones de Españas.
En lugar de decir Viva España usaremos el Viva Yo, políticamente más correcto.