Salvo el nombre y una sorprendente habilidad cibernética, estos movimientos no desvelan un “corpus” doctrinal o programático que clarifique a los interesados sus intenciones, saber a qué se comprometen, más allá de aprovechar la coyuntura que los hace posible y les posibilita el acceso al Estado, sin tener que batirse en debates confrontando proyectos ni demostrar ninguna experiencia previa de gestión política. Aspiran a todo sin arriesgar nada y apenas aportar soluciones.
Es difícil, sin criterio, sustraerse de eslóganes que nos aseguran que “podemos”, que es imposible que no “ganemos” esta batalla contra una “casta” que ha pervertido la política en beneficio de una élite corrompida y parasitaria del poder, un poder que esas nuevas formaciones convierten en un fin en si mismo, sin explicar qué políticas aplicarían una vez lo conquisten. Nos hacen partícipes de ese sueño izando banderas contra las desigualdades, contra los abusos de la economía, contra la Unión Europea, contra la OTAN, contra la Iglesia, contra los toros, contra el modelo educativo, contra los medios de comunicación, contra los desahucios, contra los políticos y contra todas las injusticias que afloran en épocas de crisis y quiebra social.
Llevan razón cuando cuestionan los males que aquejan a la democracia, pero su ataque a la democracia representativa no ofrece una alternativa viable, sino el populismo y un modelo asambleario que no respeta la pluralidad existente en la sociedad y que ha deacatar las directrices emanadas de la cúpula dirigente, a la que se subordina toda participación. Despotrican de la democracia representativa cuando es la única que permite garantizar la pluralidad social y política, la que respeta el mantenimiento de la diversidad y la equidad de la vida en común, en colectividad.
No confío en estos partidos cibernéticos, dispuestos a encabezar todas las manifestaciones que produce el desarraigo político, pero que no ofrecen una visión duradera y global, que alcance el futuro, de lo que pretendemos conseguir como individuos de una comunidad diversa y plural, que exige ordenar reivindicaciones contradictorias, priorizar actuaciones controvertidas, distinguir necesidades enfrentadas y gestionar políticamente la diversidad con responsabilidad en función de un modelo social coherente, estable y satisfactorio para la inmensa mayoría de los ciudadanos que así lo han decidido.