Quizá no haya en toda la historia del teatro español un momento tan alto como el que alcanzó Lorca en la plenitud de su escritura dramática, en los años treinta.
Una circunstancia aún más llamativa si se tienen en cuenta los dubitativos tanteos de sus comienzos, la torpeza juvenil y modernista de El maleficio de la mariposa o el seguidismo del teatro histórico-poético que hizo en Mariana Pineda.
Pero desde la superación de esas dudas iniciales la escritura teatral de García Lorca es un continuo y asombroso camino de perfección en el que se conjugan el talento y el trabajo, la gracia y las lecturas en una búsqueda exigente que explora las raíces tradicionales y neopopularistas de la farsa para guiñoles (Tragicomedia de don Cristóbal, Retablillo y Los títeres de Cachiporra) o para personas (La zapatera prodigiosa y Amor de don Perlimplín) o afronta con radicalidad los experimentos superrealistas en El público, Así que pasen cinco años y Comedia sin título.
Lo culto y lo popular, la tradición y la vanguardia, Shakespeare y la lírica tradicional, lo andaluz y lo universal no son en Lorca más –ni menos- que la materia primordial con la que el dramaturgo construye un universo dramático intenso y personal, de potente imaginería verbal e inconfundiblemente suyo: el que culmina en Bodas de sangre, Yerma y La casa de Bernarda Alba.
Poesía que se levanta del libro y se hace humana, como decía el propio Lorca, su mundo teatral está vinculado en la superficie y en una compleja red de relaciones subterráneas con su mundo poético.
Ni Lope, cuyo genio no estuvo dotado para la tragedia, ni el adusto ceño filosófico de Calderón, ni el expresionismo distorsionante de Valle están a la altura de esas cimas lorquianas.
La asequible y muy cuidada edición del Teatro completo de García Lorca que acaba de publicar Galaxia Gutenberg /Círculo de Lectores, exenta de notas y aparato crítico, recupera la edición que Miguel García Posada publicó en esta misma editorial hace quince años.
Santos Domínguez