Baltasar Garzón ha recusado a cinco de los siete jueces que deberían juzgarlo el 29 de noviembre por ordenar escuchas ilegales en prisión de conversaciones entre los procesados del “caso Gürtel” y sus abogados, alegando que están contaminados por haber intervenido antes en esa causa.
El pasado junio el Tribunal Supremo había aceptado la recusación por similar motivo de otros cinco magistrados que deberían juzgarlo por investigar los crímenes del franquismo en contra de varias leyes, especialmente la de la Amnistía de 1977.
Todavía le queda un tercer y feísimo proceso por favorecer presuntamente, a cambio de dinero, a empresas sometidas a causas bajo su jurisdicción.
La situación ha llegado a estos extremos porque ni siquiera el Consejo General del Poder Judicial se atrevió en su día a frenar el creciente ego del juez, hoy suspendido, que manipulaba la ley según su voluntad.
Esa voluntad había protegido al actual Gobierno al esconder el caso Faisán. Algún día podría emplearlo como hizo con el GAL, que resucitó porque no fue nombrado ministro tras aparecer como número 2 de Felipe González en las elecciones generales de 1993.
Un año después dimitió y se lanzó contra sus excompañeros del Ministerio del Interior, rechazando todas las recusaciones que le presentaban, basadas en que había mantenido malas relaciones con ellos.
Pero ahora estamos ante algo más peligroso que Garzón para una justicia independiente.
Estamos ante una ley con carácter retroactivo aprobada en septiembre con la mayoría absoluta de PSOE y PP que facilita la entrada en política de los jueces y magistrados, al garantizarles la vuelta inmediata a la judicatura conservando derechos y antigüedad.
Podrán aparecer así muchos Garzón con información privilegiada, venales y/o corruptos, que juzgarán a los ciudadanos según sus intereses y egoísmos personales.
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SALAS