Garzón y la puerta de barba azul

Publicado el 06 febrero 2012 por Samdl

Como en el cuento popular Barba Azul, en el que el berrendo barbudo le advierte a su mujer que no abra la puerta que esconde los cadáveres de sus anteriores esposas y que, naturalmente, ésta acaba abriendo, cabría advertirle de igual a todos esos corderitos con más canas que decoro que andan balando por las calles de nuestro país a razón de los juicios a Garzón, que no se prestasen a abrir la cancela del patio trasero del franquismo y demás causas abiertas, pues corren el riesgo de darse de bruces con una auténtica sentina. Claro que ya sabemos lo que ocurre cuando se le advierte al crío que no meta los dedillos en el enchufe: no dejará de hacerlo hasta ver sus falanges negras como hollines de chimenea. Y como resulta que la vejez es una infancia con conciencia de muerte, que dijera el pobre Joaquín de Unamuno, en esas andan los nostálgicos abuelitos, jugando como niños a buenos y malos a falta de zanjas y hormigoneras que contemplar.
Lo visto a lo largo de estas últimas semanas por parte de los alabarderos sindicalistas y los ya conocidos abajofirmantes -con la consabida columna del IMSERSO haciendo racimo- viola las más elementales normas de higiene intelectual y sentido cívico. Un retorno a Atapuerca sin billete de vuelta, un ramoneado de meninges, un brochazo sepia sin gotelé ni artificios estéticos. Pura caverna sin luces. Y es que la principal diferencia entre el mundo de Mowgli y un Estado de Derecho moderno es que, en el primero, prevalece la ley de la selva y, en el segundo, la Ley a secas, sin adjetivos ni aderezos mayores. Por ello, atacar indiscriminadamente a salas completas del Tribunal Supremo llamándolas «franquistas», tal y como venimos contemplando semanas atrás, no deja de ser cuando menos sintomático y nos perfila el tipo de sociedad al que aspira semejante tropa de drungarios, oxidados como viejos soldaditos de plomo recién salidos del trastero.
Comenzaron abriendo salvas de cañón a raíz del primero de los juicios a Garzón, el referente a las escuchas ilegales a los abogados de imputados en la trama Gürtel mientras se entrevistaban con sus clientes en los locutorios de prisión. Unas escuchas que la Ley sólo contempla bajo supuestos de terrorismo y con autorización de un juez, por la inexcusable razón de que puede existir un riesgo para la vida de terceras personas. Pero ocurre que Garzón, como San Cristóbal, se halla encomendado desde las alturas a cumplir esa suerte de misión divina por la cual ha de llevar sobre sus hombros el peso del mundo, con sus vicios y pecados, a fin de vadear el río aun tanteando las piedras y conducirnos a la otra orilla, la santa y proba. Y así, tropezando con sus propios vicios y charcos, se echó sobre los lomos, cual acémila de carga, plomizas gavillas de cizaña, prostituyendo derechos y garantías a fin de coger con las manos en el maíz a quienes se disponían a esconder las ganancias del pillaje bajo una piedra allá por los Alpes suizos. Un hecho que le llevó a tropezar con el rabo durante el juicio, reconociendo, primero, que había ordenado las escuchas como medida profiláctica y, segundo, que de nada sirvieron, puesto que se encargó de pasarlas por el tamiz para que los derechos a la defensa no se viesen vulnerados. Algo que los propios policías negaron, al dejar claro que no se les dio ningún tipo de instrucción respecto a la criba que tendrían que realizar con las grabaciones. Es por ello por lo que Jose Antonio Choclán, abogado de Correa, llegó a apostillar durante su intervención que «la Ley no permite relativizar los derechos constitucionales de los ciudadanos en función de quiénes son o de la gravedad de los delitos que se le imputan», que es lisa y llanamente lo que hizo el juez de Torres. Y es que el bueno de Garzón, además de compartir con el Bien lo mismo que el chile con el merengue, es torpe como una gallina atada. Ya puestos a reconocer que es capaz de violar la Ley si de atrapar a una legión de chorizos horteras se trata, ¿qué mejor manera de persuadirlos y hacerlos cantar que recurriendo a las astillas de cáñamo bajo las uñas y demás métodos chekistas? Si el fin justifica los medios, pues hasta el fin con ellos. Sin embargo, y según parece, el resto de compañeros de gremio no lo ve tan así. Ni cheka ni Gran Hermano. La Santa Ley en la mano para todos por igual, como si de las tablas de Moisés se tratara. Es por ello que se le acusa de prevaricación y delito contra las garantías constitucionales, al negarle el derecho a una defensa justa a los acusados en una burda y garbancera aplicación de la justicia de Peralvillo.
Pero como el vicio alimenta al vicio, en menos de una semana se vio de nuevo sentado en el banquillo por la que es su auténtica perdición glotona: el dinero. La segunda de las causas abiertas contra el juez Baltasar Garzón fue la referente al cobro de «generosos patrocinios» de bancos y empresas que «habían sido testigos o imputados en procedimientos instruidos por el propio Garzón». De esta manera, haciéndose valer de su condición de juez, se enriqueció personalmente de manera indirecta a través de los patrocinios que reclamaba para sus seminarios en la Universidad de Nueva York. Entre las empresas y bancos se encontraban el Banco Santander, BBVA, Endesa o Repsol. Según el juez Marchena, el bandolero Garzón rebosó sus escarcelas con más de dos millones y medio de dólares. Además, subraya con trazo grueso que no sólo se enriqueció a través de los patrocinios cobrados indirectamente al clásico estilo «mamá, dame un euro para el pan y cincuenta céntimos me los gasto en gominolas», sino que también cobró a través de retribuciones en especie. Tal es el caso del pago de la matrícula de su hija en la Escuela Internacional de las Naciones Unidas, por un importe de más de veinte mil dólares y que el Banco Santander, cual Médicis, puso a disposición del Centro Rey Juan Carlos, adscrito a la Universidad de Nueva York. Por ello, se le acusa de cometer un delito de cohecho impropio.
Con todo, resulta que el Tribunal Supremo anda convertido en una suerte de Dicasterio Fascista empeñado en condenar a Garzón y apartarlo de la judicatura. Fue, sin embargo, la sala de pleno y uno de sus buenos amigos, Luciano Varela, impulsor de la plataforma progresista Jueces para la Democracia, quienes sentaron al otrora dueño y señor del Juzgado de Instrucción Número 5 de la Audiencia Nacional, Baltasar Garzón. Y es éste juicio, el referente a la causa contra el franquismo, el que más que cualquier otro ha puesto en pie de guerra a los abuelitos nostálgicos y montoneros de la izquierda de la izquierda. El clímax llegó cuando más de seis mil personas se manifestaron sobre el anfelio del Supremo, entre gritos, gañidos, rebuznos y relinches de todos los colores, pero siempre con ese rebozo cavernícola y atávico del que juega a la guerra sin guerra. Dos cosas quedaron claras por encima de todas. Por un lado, que en el momento que la justicia no le peina las canas a los allí atrincherados ni los invita a una sesión de sauna y masaje tántrico, todos, es decir, todos y cada uno de los jueces que se pronuncien en contra de su voluntad, automáticamente son arrastrados al muladar de los apestados, convertidos en siervos de la gleba franquista. Y por otro lado, que tal y como advirtiera Malraux, «aquel que ha trabajado en hacer la revolución ya no puede dedicarse a otra cosa en su vida». Lo de los revolucionarios de chichinabo allí alzados lo ratifica, al tiempo que demuestra el maniqueísmo tan anacrónico que muchos siguen siendo capaces de portar sobre su espalda. O con nosotros o en nuestra contra. No cabe más, por más que la Ley sea diáfana en este sentido concreto.
Y es ésta, la Ley, la que los jueces andan dispuestos a aplicar con escrúpulo y mimo de reparador de relojes. Una Ley que otros muchos arrojan por la borda por un simple criterio de rentabilidad ideológica a fin de ganar, mirando por el retrovisor, lo que en su día se perdió y cuyas heridas ya se encargaron de cerrar sus propios camaradas con la Ley de Amnistía de 1977, de la que nada más y nada menos que Marcelino Camacho llegó a decir: «[...] Nosotros, precisamente, los comunistas que tantas heridas tenemos, hemos enterrado nuestros muertos y nuestros rencores. Hemos pedido amnistía para todos, sin exclusión del lugar en el que hubiera estado nadie». Una Ley que suscribieron desde Carrillo a La Pasionaria, pasando por Benegas, Triginer o Arzallus, hasta completar los 296 congresistas que votaron a favor de pasar página y caminar de la mano hacia una Transición democrática medianamente higiénica y salubre.
Ocurre, sin embargo, que la maldad solo es superada por la estupidez. Y sólo bajo el paraguas de la estupidez más mala y la maldad más estúpida se puede tratar de abrir una Causa General contra una etapa ya cerrada -que no es otra cosa lo que buscó Garzón- a fin de reabrir las heridas. No obstante, puestos a sacar las palas y cepillos de arqueólogo, sería conveniente sacar a la luz algunas de las criaturas que el propio Garzón enterró con sus manos. Nos vamos hasta finales de la década de los noventa. La Asociación de Familiares y Amigos de Víctimas del Genocidio de Paracuellos del Jarama, en el que se llevaron a cabo entre dos mil y cinco mil fusilamientos, niños incluidos, presentó una querella criminal contra uno de sus responsables, Santiago Carrillo, quien por entonces, como ahora, se dedicaba a la noble tarea de pasearse por la SER y otros medios dando clases de Historia y Política, mientras se fumaba sus tres paquetes de Ducados. La querella, como es previsible e incluso justificado, fue rechazada por Garzón, aludiendo a que «no puede dejarse de llamar la atención frente a quienes abusan del derecho a la jurisdicción para ridiculizarla y utilizarla con finalidades ajenas a las marcadas en el artículo 117 de la Constitución Española y los artículos 1 y 2 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, como acontece en este caso [...], los preceptos jurídicos alegados son inaplicables en el tiempo y en el espacio, en el fondo y en la forma a los [hechos] que se relatan en el escrito y su cita quebranta absolutamente las normas más elementales de retroactividad y tipicidad». Obvio. Los delitos, caso de existir, estarían amnistiados en base a la Ley de Amnistía, la cual impide que se juzguen delitos con intencionalidad política anteriores a diciembre de 1976.
Ya en 2006, distintas asociaciones de recuperación de la memoria histórica presentaron una serie de denuncias exhortando a la Justicia que investigase la desaparición de personas durante la Guerra Civil y la Dictadura. El juez Baltasar Garzón se encargaría de las diligencias previas, quien al poco tiempo dejó el caso enterrado en el cajón hasta que las distintas asociaciones le devolvieron el zurriagazo. El juez Luciano Varela, no obstante, recalcó que «la investigación criminal debe iniciarse dentro de la jurisdicción ordinaria por el juzgado de instrucción territorialmente competente». Tiempo después, en junio de 2008, Garzón encendería la mecha del procedimiento a sabiendas que el Ministerio Fiscal le advirtió de su falta de competencia para investigar los hechos denunciados. Los ministerios del Interior y Defensa, el Archivo Histórico Nacional, el Archivo General de la Guerra Civil, la Abadía del Valle de los Caídos, la Delegación de Patrimonio Nacional en San Lorenzo del Escorial y el Centro Documental de la Memoria Histórica fueron requeridos para identificar y localizar a las personas desaparecidas, todo ello sin haber asumido aún la competencia para la investigación, por lo que, lisa y llanamente, se puso la venda antes que la herida.
Finalmente, en octubre del mismo año, arrogancia de arrogancias, el juez Garzón decidió asumir su competencia en la investigación de los crímenes del franquismo, afirmando que «existió un plan sistemático y preconcebido de eliminación de oponentes políticos» que podrían calificarse como delitos de lesa humanidad. Pero sabedor de que ello no le bastaría para que la Audiencia Nacional se arrogara la competencia, tendió un puente flotante entre los crímenes del franquismo y su origen en el Golpe de Estado de 1936, como delito contra la forma de Gobierno y ante lo cual sí tendría competencia la Audiencia Nacional. Un ejercicio de hilanderas y tejedoras que podría llevarnos hasta Covadonga y juzgar por tanto a los sarracenos si quisiéramos. Y tan mal estuvieron trenzadas las hebras que Varela no tuvo más remedio que advertirle que el delito de lesa humanidad no podia ser aplicable, al estar sólo aplicable desde 2004, por lo que tendría que juzgar retroactivamente, lo que en un juez es tanto como prevaricar con intención clara y firme de hacerlo. Añadía, además, que «la prescripción en los delitos permanentes opera desde que se elimina la situación ilícita, por lo que, una vez liberada o asesinada la persona, el delito prescribe». Finalmente, subrayaba Luciano Varela lo que, sin lugar a dudas, se convertiría más adelante en la columna vertebral del futuro juicio a Garzón: «la Ley de Amnistía es plenamente aplicable en estos juicios». Mate ahogado, que diríase en el ajedrez.
Y es que la asociación Manos Limpias presentó una querella contra Garzón al considerar que prevaricó negligentemente que sí fue admitida a trámite. Tan es así que es por ello por lo que hoy se halla sentado en el banquillo del Tribunal Supremo, al cometer una prevaricación como la Catedral de Burgos con nocturnidad, alevosía, allanamiento de morada y tantos agravantes como existan en el globo. Vamos, que fue a por lana y volvió trasquilado. La simiente de toda esta maraña de desmanes e interpretaciones subjetivas de la ley vigente se halla en el hecho mismo de admitir una denuncia vía penal, es decir, mediante una querella criminal, lo cual conduciría inexorablemente, cualesquiera que fuese el ardid utilizado, a violar la Ley de Amnistía o tratar de juzgar retroactivamente. El colmo del ridículo llegó cuando Garzón, durante la vista oral del pasado lunes, llegó a declarar con su voz de eunuco y esa pose hierática del que se sabe por encima del bien y del mal que las detenciones y asesinatos cometidos durante el franquismo fueron «simples hechos delictivos». Garzón, cayendo en el esperpento, demostró que lo que mal empieza, mal acaba. La metedura de pata, consciente o no, hizo que muchos de los medios de comunicación se troncharan a mandíbula batiente a la mañana siguiente, pues conocido era el afán del juez Garzón por hacer una Causa General del franquismo sin desmochar su intencionalidad política. Tanto es así, que en su auto de 2008 recogió que su competencia para instruir la causa se hallaba en la «desaparición forzada y eliminación física de personas por motivos políticos e ideológicos»; pero ahora, por Abracadabra y cuerno de unicornio, los crímenes del franquismo se convierten en «simples hechos delictivos». De igual que ocurre con el que pisa un chicle, que más mancha conforme más intenta caminar y despegárselo, le ha ocurrido al súper juez de Torres, cayendo de barrizal en barrizal por vulnerar a sabiendas la Ley establecida. Al negar el carácter político a fin de esquivar la Ley de Amnistía, ocurre que sólo le quedaría como agarradera el delito de lesa humanidad que, como ya se ha denunciado, implicaría juzgar retroactivamente -pecado capital- al estar tipificados como tales únicamente los delitos cometidos a partir de 2004. Por más que corra la liebre, una vez escondida entre las zarzas, solo es cuestión de esperar a que salga con las orejas gachas y dispuesta a entregarse. Y en esas anda.
Claro que los abuelitos nostálgicos, así como el artisteo y el resto de la claque política siempre seguirán viendo en el juicio a Garzón una cacería contra quien, simplemente, quiso desenterrar a los padres o abuelos de unos familiares que, evocando al corazón y los sentimientos, se ganaron al resto de asociaciones y masa social, olvidando que las leyes no entienden de entrañas ni almíbar, por suerte. Un mundo, el de las leyes, que han tratado de convertir los artistas en un auténtico campo de Agramante, con esa manifestación en la que el poeta Luis García Montero finalizó recitando un poema por él escrito en el que casi que lloraba, mientras las plañideras se desgarraban las vestiduras, y que nos decía: «porque son malos tiempos / porque los tribunales / se han sentado a cenar en la mesa del rico». Broma macabra, cuando quien de verdad pasó el cepillo por la parroquia de los ricos fue el mismo Garzón cuya figura lustran, al igual que todos esos artistas bañados en oropeles y sindicalistas de profesión que se dejaron la voz en los alrededores del Supremo. Ya puestos a recurrir a la poesía, podrían haber acertado con mayor elegancia de recurrir a uno de nuestros grandes de verdad, Quevedo, y su soneto A un juez de mercadería: «[…]El humano derecho y el divino / cuando los interpretas los ofendes, / y al compás que la encoges o la extiendes, / tu mano para el fallo se previno. / No sabes escuchar ruegos baratos, / y sólo quien te da te quita dudas; / no te gobiernan textos, sino tratos. / Pues que de intento y de interés no mudas, / o lávate las manos con Pilatos / o, con la bolsa, ahórcate con Judas». Puestos a abrir la puerta que esconde los cadáveres y las pestes del pudridero, como la esposa de Barba Azul, pues saquemos hasta la canción.