Gente en la calle escuchando a Sibelius

Publicado el 08 octubre 2014 por Calvodemora
A pocos días de que se falle el premio Nobel de Literatura, sigo pensando como hace treinta años, cuando descubrí a Borges y razoné que el hecho de no concedérselo desprestigiaba a la Academia sueca y anulaba toda posibilidad de que yo creyese en lo que sentenciaba año tras año al señalar escritores insignes, glorias de las letras. Imagino que esa negación provenía de la inocencia política del buen Borges, que llegó a decirle al perverso Pinochet: “Es un honor inmerecido ser recibido por usted, señor presidente. En Argentina, Chile y Uruguay se están salvando la libertad y el orden” Tampoco Hitchcock, del que no hay registro de ninguna perversión política, fue reconocido por otra academia de prestigio, la del cine. No le hicieron pasear su cuerpo gordo y su humor redondo por el escenario al recoger algún Oscar. Los premios son calenturas burocráticas, modos de hacer que el dinero fluya y el género, el literario, el cinematográfico, se airee en prensa y recabe durante unos días la atención de un público habitualmente desatento, que va a las salas de cine cuando un título ha sido ampliamente reconocido en los medios o compra un libro porque hay torres de ejemplares (literalmente, torres) en la entrada de las librerías o a la puerta de los grandes centros comerciales. España, junto con otros países igual de mediocres, funciona a golpe de capricho, celebra más la fiesta que el motivo por el que se celebra la fiesta y cae, en las más de las veces, en el error de creer que nadie merece la gloria eterna y de que es mejor criticar al vecino, por mucho que se merezca el elogio, que ensalzarlo. Por eso hay que trabajar a diario y demostrar a diario lo mucho que valemos. Por eso España no termina de entrar en ese club selecto de pueblos que leen mucho, exhiben maneras educadas y van a conciertos al aire libre sin que intermedie el aniversario del músico autor de las piezas. No hace falta leer a Kierkegaard ni tener en casa las completas de Sibelius, pero tampoco desconocer enteramente quiénes fueron, desde dónde nos miran. Refería ayer en su blog un buen amigo cómo la gente, en Córdoba, se echaba a la calle en defensa de la orquesta municipal. No pareciéndolo mal que cada cual se manifieste como desee y reivindique lo que le plazca, consideraba razonadamente que todos esos que pedían respeto a la música, dignidad al oficio y financiación en los despachos no eran los que luego sacaban abono de temporada y acudían al Teatro con asiduidad a escuchar las obras de la orquesta a la que encorajinadamente defendían. Amamos lo que no cuesta mucho que se ame. Ningún esfuerzo extra compensa: preferimos la medianía, cierto compromiso no demasiado intenso, ninguno que nos involucre en demasía, nada que nos ata y nos marque. No sé qué modelo es el exportable, el que incita a que se le admire sin ambages, reconociendo el peso enorme de la cultura. Es que aquí la cultura no pesa. No se la reconoce como un valor. Se acaba convirtiendo en una mercancía, en un producto facturable. Cuando eso prospere, en el esperemos que no muy futurible caso de que la cultura avance, se instale en el pueblo y lo impregne todo, en ese caso concreto, será cuando España, sea eso de España lo que quiera que sea, se tire a la calle y escuche a Sibelius y los museos y los cines y las bibliotecas serán lugares sagrados al modo en que lo son las iglesias. Vamos camino de que Sibelius se pierda y parezca un modelo nuevo de móvil de última generación.