Insistía en que sus acompañantes tocaran su música a su gusto, pero no dependía de ellos como si lo hacía Mingus. Se trataba siempre de Monk y el piano, de eso iba su música. Lo bien que se supieran su música le importaba más que si eran buenos solistas. Para él su música era tan natural que la idea de que a alguien le planteara problemas interpretarla le desconcertaba. A menos que pretendiera ir más allá de las posibilidades físicas del instrumento, daba por sentado que sus acompañantes sabrían tocar cualquier cosa que les pidiera.
Acuna el saxo en los brazos. Lo coloca en posición vertical, nota cómo las llaves suenan contra los botones del uniforme carcelario. La sombra se ha acercado a medio metro de él y Art deja la solana para cobijarse al fresco. Después de unas cuantas escalas, comienza tocar una melodía sencilla, que conoce bien, algo con lo que ir haciéndose al instrumento, acostumbrándose a la boquilla, recuperando dignación. Toca despacio. Un par de tipos chasquean los dedos; ve un pie que se mueve ligeramente en el patio luminoso.
Geoff Dyer. Pero hermoso. Penguin Random House, tercera edición, junio de 2014. Traducción de Cruz Rodríguez Luis.