Me he dado cuenta de que las cosas que necesito para ser feliz son muy pocas.
Una vida sencilla, sin lujos. Con montañas y plazas de pueblo que se llenan los domingos.
Tiempo de sobra como para no sentir que lo pierdo con una conversación intrascendente en el mercado o como para preguntar a mi interlocutor por cada miembro de su familia, por los sueños de esta noche y sus planes de mediodía. Incluso para disfrutar con este acto tan frugal de reconocimiento del otro.
Una comunidad o un grupo al que sienta pertenecia, ya sea por afinidad de gustos, por localización geográfica o por el pasear uno al lado del otro al encontrarnos en la plaza y compartir una manzana. O muchos grupos. Pero en presente. Permeabilidad.
Buena lectura, pero pausada y no en diagonal. Libros en papel, libros bellos, libros bien hechos. Libros que me contengan. Libros que se marcan solos o que se leen mil veces como si fuera la primera vez.
Profilaxis ante la sobreinformación y la nebulosa del mundo de ahí fuera. Paciencia para comprender.
Un buen café con leche en una terraza al sol con brisa de valle. Un cuaderno de hojas lisas. Muchas horas sin reloj.
Amigos a los que querer y abrazar. Y hacerlo mucho y sin razón alguna.
Música en directo y en los auriculares para sentir, cantar y bailar (incluso para agitar unas maracas o golpear un djembé al unísono). Probar todas las notas.
Estas cosas son las que le dan sentido a mi vida. Cada cual tiene que encontrar cuáles son las suyas y enfrentarse a lo que sobra: esto también es una cuestión de desapego y de vicios negros. He entendido que no es de qué vivo, de si tengo o no tengo dinero y de cómo lo fabrico, si trabajo o no trabajo, si aguanto las horas con alfileres en el reloj, si corro porque siempre llego tarde o porque siempre me estoy yendo. Todas esas cosas forman parte del “qué”, pero no del “cómo”. Y es aquí es donde se consigna lo esencial: el cómo camino (latido), el cómo cocino (despacio), el cómo sonrío, abrazo, saludo, ayudo, trabajo, gano dinero (la abundancia está adentro, y no es filosofía de yoguis: cuando uno se siente en abundancia, ésta se reproduce por sí misma) o riego el jardín de D es a lo que debemos prestarle atención. No es si me voy a vivir a Barcelona o a Madrid después de esto: es que no tiene la más mínima importancia. La verdadera rareza es entender que si cada acto de mi vida está guiado por el amor, y es un amor sencillo, un amor porque sí, sin connotaciones religiosas ni morales, sin necesidad de reconocimiento, sin necesidad de explicarlo ni contárselo a nadie, entonces todo, desde levantarse de la cama cada día para recoger las naranjas caídas del árbol hasta el abrazo de buenas noches a todos los desconocidos de la tierra, cobra sentido. Este es el único “cómo” posible.
Y entonces el camino no importa tanto. Si estoy aquí o allí no es lo fundamental, sino cómo me convierto en un agente de cambio en mi propia casa. Sea cual sea.
La vida explota ahí fuera cuando se mira afuera con los ojos con los que normalmente miramos hacia adentro.
Y este encuentro es definitivo y es simple: pura cuestión de geometría.
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