Georgia, en su pretencioso esplendor contemporáneo, me regala imágenes de la ciudad tan bellas como la de la fotografía que abre este artículo. Un puente casi translúcido que es como un portal a la vanguardia más futurista.
Fauces de cristal y transparencia para olvidar la huella siniestra de la guerra, la decrepitud de las calles más recónditas.
Todo se olvida, desaparece, se difumina la estela cadavérica de las fachadas y tejados destrozados cuando posamos la mirada sobre los edificios más egregios de la ciudad. Fachadas nobles, mayestáticas, que emulan la arrogancia parisina y su decoro elegante y altivo.
Es imprescindible perderse por entre los angostos callejones en penúmbras que aparecen como túneles hediondos, acaso la garganta desgañitada y sucia de un gigante dormido.
Cuevas urbanas, grutas de la ciudad, callejones misteriosos que arrastran suciedad y precariedad, los cruzamos con el alma en un puño para descubrir a pocos metros corralas vecinales, pequeñas tiendas de libros, música, enseres de toda clase, papelerías, ciber-cafés o encantadores rinconcitos como el que adjunto a pie de página.
Una cafetería con terraza exterior, gente tomando café, departiendo, una escena parisina, un ambiente de postal o fotografía para el recuerdo, un instante para detenerse y aspirar la esencia georgina en su estado más delectable, el placer de detenerse a saborear un moment de placer fugaz, un rincón apartado de la gran ciudad, oculto y delicioso, entrañable y receloso de las miradas de la multitud.
Georgia hay que descubrirla, pues sorprende su faz bicéfala, con su reverso decrépito y su frente bien bruñida y pulida por la luz del sol.