Georgie vía Hank o viceversa

Por Calvodemora

Borges gustaba de abandonar en su prosa a jóvenes que leen con fervor los Anales de Tácito o que fatigan los hexámetros de algún poeta latino menor. Gente de aspecto y modos normales que, en mitad de la noche, buscan el nombre de Dios en una runa . A Borges le placían estas frivolidades cultas que, a la luz de estas linternillas de ahora, parecen artefactos literarios de jubilado caprichoso o de burgués acomodado y muy ocioso.Como todos los hombres de Babilonia, he sido Borges. Lo he sido respetuosa y modestamente, claro. Ser Borges, en estos tiempos de flaqueza estética y tribulaciones morales, es ser un demiurgo formidable: es reconocer, entre las abundantes lecturas y las abundantes charlas, una voz siempre distinta, y no es un tópico esta recurso ya tan manido.Anoche soñé, bendita ilusión, enciclopedias ilusorias, tigres de rayas enigmáticas, milagros secretos, sectas que celan algún arcano inefable. Ingresé en el vértigo. Me obsequiaron con una rosa. Esta mañana, como Milton, tras atravesar el jardín, he amanecido con una rosa en la mano. Una rosa sucia, una rosa con la cara de Charles Bukowski.  Literatura.

Bukowski gustaba de abandonar en su prosa a fulanas a medio chutar y borrachos sin pendencia, heredó cuartuchos baratos, cucarachas tristes. Su amigo Jed nunca jugó en Nôtre Dame y acodó un resto de cordura a una barra de bar. Wagner bebía licor de malta de Tailandia y Rockefeller fumaba colillas sin apurar frente a un retrato del abuelo, que murió en Normandía. Siempre le dolieron los años, las horas, los minutos y los bocadillos de embutido de hígado entretenían las tardes en unamesa de tugurio con dos fulanas contando monedas. Dios se paseaba por su cuerpo y le tatuaba frases hermosas con forma de corazón. Dios y Hank compartían cosas verdaderamente hermosas. A Dios el mundo le salió mal y a Hank le parecía formidable esa imperfección. Esperó la muerte como todo el mundo, y tal vez la mereció antes. Sus poemas no eran exquisitos ni engolosinaban a las críticos trajeados de los suplementos culturales de los domingos. La verdad absoluta no existe. Ni la poesía absoluta. Está la cerveza, el bourbon y el sexo. Como en un blues de John Lee Hooker al que le hemos robado un término. Noches infestadas de ratas: el infierno junto a una máquina de escribir. El whisky en la guantera del Buick. Hipódromos reventados de sonrisas de tahúr. Putas con pezones como dedales. A la resaca no le salen bien las conjugaciones y la prosa desbarra. Alguien se descerraja un tiro en la boca delante de la madre de Hank. Ha pedido que retiren al muerto. Shostakovich hace una música muy triste, Hank se acerca a Brahms con respeto, pero termina tuteándolo. Todos tenemos una canción en el corazón, pero la tuya es muy larga, le suelta. Mis novelas son erecciones imposibles, no creas. Anoche cayó un cuento del maestro de lo sucio en mis manos. Uno soñado, entrevisto, especulado en la bruma. Me dormí leyendo La otra muerte, un cuento de El Aleph, y me he espertado empapado en sudor, oliendo a bourbon (mentira, no se bebe en los sueños) y a nicotina (mentira, no se fuma en los sueños) Hacía tiempo que no sabía de él. Ha vuelto, pero nunca se ha ido. He ido de Hank a Georgie (o viceversa, no lo sé) sin salir de mi dormitorio. Me dormí leyendo a Borges y me he levantado pensando en Bukowski. Fantásticos mis sueños, volubles, retorcidos, promiscuos, cultos, pedestres.