M. era una amiga que conocí en la universidad. Era una chica de vastísima cultura que, sin embargo, huía siempre del elitismo intelectual. Era una persona apreciada por igual por sus colegas - profesores universitarios y catedráticos- y por el mendigo con el que era capaz de sentarse en un banco a compartir un bocadillo. Era, en pocas palabras, la persona más abierta, cordial y libre de prejuicios que he conocido. Y sin embargo, lejos de pensar que recorrer mundo ensancha la mente, M. odiaba viajar. Todo viaje, según ella, era una huida. A diferencia de los que pensamos que viajar es una manera de aprender y, por ende, ser más felices, M. pensaba que el viaje no es más que un desesperado y vano intento de, a lo sumo, ser menos desgraciados.
Sigo pensando que, en líneas generales, tenía razón yo. Viendo mis grandes viajes con la distancia de más de dos décadas, me pregunto, sin embargo, si hoy los emprendería con el mismo afán de disfrutar. La lectura de El Danubio y Fantasmas balcánicos despiertan en todo lector y viajero no sólo unas ganas incontenibles de hacer la mochila y comprar un billete de ida, sino que también le descubren una nueva dimensión al acto de viajar. Así, a la pregunta de qué buscamos en el viaje, hoy probablemente yo respondería de manera muy diferente a como lo hubiera hecho hace quince o veinte años. No se trata simplemente de disfrutar, desde luego, y tampoco exactamente de aprender. Se trata, más bien, de... ¿vivir? ¿Ser? ¿O simplemente, estar? Permitidme que deje las palabras entre interrogantes. No quiero, en homenaje a M., ponerme demasiado trascendental.
Dos son las irresistibles tentaciones que se le presentan a cualquiera que vaya a hablar de El Danubio: la geografía y la historia. Soy consciente de que no seré capaz de evitar, si no caer en ellas, cuando menos tropezar, pero intentaré que sean tropiezos bien empleados.
Desde su publicación, allá por 1986, El Danubio se ha convertido en un clásico contemporáneo. Su mezcla de historia, antropología y diario de viaje, vertida en un lenguaje culto, en ocasiones barroco, pero nunca inaccesible, y empapada de principio a fin de la incontenible erudición del autor, deslumbró a la crítica y, me atrevo a aventurar, cambió de manera definitiva nuestro concepto de literatura de viajes. Tanta es su relevancia y tan profundo es su análisis de la Mitteleuropa, que poco importa que el mundo en que se escribió haya dejado de existir. Literalmente. Fijaos si no en la lista de estrellas invitadas: RFA, Austria, Checoslovaquia, Hungría, Yugoslavia, Bulgaria y Rumanía. Casi la mitad de esos estados hoy no son más que historia, y la mayoría de los que quedan están hoy irreconocibles. Pero, como para Magris en este caso la geografía se limita al inmutable Danubio, y como la historia, inabarcable, puede saltar de Napoleón a los nibelungos, de Rudolf Hoess a Virgilio, o del asesinato de Sissí al Sacro Imperio Romano, pues el libro es hoy de tanta o tan poca actualidad como el día en que se publicó.
Los libros de viajes suelen ser de lectura sencilla, pero ya os he dicho que éste no es un libro de viajes al uso. En otras palabras, no es el libro que yo me llevaría en un crucero por el Danubio. Lo que Magris nos ofrece en este libro no es el retrato de un mundo. Es, como todo viaje, una búsqueda:
Al contemplar las aguas jóvenes y sutiles del recién nacido Danubio, me pregunto si, siguiéndolo hasta el delta, entre pueblos y gentes diferentes, nos adentramos en un terreno de sanguinarios encuentros o en el coro de una humanidad, pese a todo, unitaria en la variedad de sus lenguas y sus civilizaciones.
Magris parece preguntarse si lo que busca es la esencia o, por el contrario, los restos de la Mitteleuropa, aquel mundo forjado a lo largo de los siglos que para el autor se sitúa siempre alrededor de dos ejes con frecuencia antagónicos: el Danubio y el Rin, Austria y Prusia; la vieja guardia representada por los Habsburgo o la modernidad encarnada en Napoleón. Y ante una modernidad tan peculiar como la que trajo el Bonaparte, Magris el germanista reivindica las ideas de Franz Grillparzer, el dramaturgo vienés cuyo nombre aparece una y otra vez a lo largo de la obra. Según Grillparzer:
Napoleón es (...) el símbolo de una época que ve cómo la subjetividad (nacional, revolucionaria, popular) se distancia de la religio de la tradición y provoca, con la nacionalización de las masas, el final del cosmopolitismo setecentista, racionalista y tolerante.
Como veis, la actualidad del libro no podía ser más rabiosa. Pobre Europa, no la mittel sino la de más al süd.
Y es que Magris, ahí donde lo veis, tan civilizado y culto, es un gran provocador, algo que, por otra parte, es lo que debe hacer siempre la cultura. Sus ideas, sus reflexiones y, sobre todo, sus juicios jalonan El Danubio de principio a fin, y no le duelen prendas, por ejemplo, en calificar a Pablo Neruda de "pomposo", algo con lo que cualquier lector de Confieso que he vivido estará de acuerdo. Otro ejemplo bastante más jugoso de este espíritu provocador es el que lo lleva a enfrentar a humanistas y naturalistas. Dice al respecto:
El demócrata es humanista; el naturalista -incluso si permanece inmune a las inclinaciones pseudonazis perceptibles en el pasado de Lorenz- difícilmente cree en la "religión de la humanidad", porque en ésta descubre una -aunque sea la más evolucionada- de las formas vivas y considera probablemente, como aquel personaje de Musil, que si Dios se ha hecho hombre, podría o debería hacerse también gato o flor. (...) [El naturalista] está dispuesto a justificar la ley que sitúa, fatalmente, a un bando contra otro -y el bando, según la constelación histórica, puede ser la ciudad, el partido, la clase, la tribu, la nación, la raza, Occidente o la Revolución mundial-. En el momento de la lucha no valen los principios generales, sino que impera el sentido instintivo de la pertenencia al bando, en nombre del cual es lícito y obligado atacar...
Y por cierto, tan interesante como la comparación en sí es el modo en que ésta surge en la mente del viajero:
En mi viaje encuentro demasiadas veces veces la heráldica águila bicéfala y demasiado poco el águila real o la marina, que vuelan sobre las aguas danubianas; Musil, Francisco José, la Media Luna y el Café Central hacen ensombrecer a los habitantes más antiguos y legítimos de la Mitteleuropa, olmos y hayas jabalíes y garzas.
Magris, pues, no se limita a lo que ve ni a su historia, sino que deja que un detalle, una palabra o un gesto prendan una chispa que encienda conexiones insospechadas entre sus ideas, sus observaciones y su bagaje cultural.
Decía más arriba que el hecho de que las fronteras de Europa hayan cambiado no le resta a El Danubio un ápice de actualidad. Iría más lejos, sin embargo, y añadiría que, en cierto modo, y dejando de lado la maestría de Magris, es precisamente el haber sido escrito en vísperas de aquel famoso, falso y fukuyamesco "fin de la historia" (toma aliteración) lo que confiere a este libro su carácter de clásico contemporáneo, sin obviar que Magris de hecho intuía algunos de los cambios que se avecinaban, como la caída del comunismo y la disgregación de Yugoslavia. El Danubio, en fin, confirma que las fronteras que traza el hombre siempre serán efímeras, y que las raíces de los pueblos se hunden mucho más hondo de lo que la fecha de una batalla puede indicar.
El libro proporciona una cantidad ingente de hilos que al lector inquieto le entusiasmará seguir, desde autores como Grillparzer, Stifter, Peter Jaros o Jean Paul, las memorias de Rudolf Hoess, el atroz martirio de György Dozsa, el falso zar Franz Fekete, la irlandesa Lola Montez, la abuelita revolucionaria Baba Tonka, y así docenas y docenas de historias, algunas tan anecdóticas como inolvidables (qué decir del cazador que trabaja en un cementerio) que Magris salpica con sus reflexiones sobre la gloria literaria, la estupidez del mal, la vida como carencia y, siempre, el viaje. No me veo con fuerzas para escribir al respecto, pero, para compensar, incluiré una cita más, que os dará una idea de cómo llega a escribir Magris:
El viandante avanza en el atardecer, cada paso le adentra en el crepúsculo y le conduce más allá de la franja inflamada que se apaga. El viajero, escribe Jean Paul, es semejante al enfermo, está en equilibrio entre dos mundos. El camino es largo, aunque sólo nos desplacemos de la cocina a la habitación que contempla occidente y en cuyos cristales se incendia el horizonte, porque la casa es un reino vasto y desconocido y una vida no basta para la odisea entre la habitación de niño, el dormitorio, el pasillo por el que se persiguen los hijos, la mesa del comedor sobre la cual los tapones de las botellas disparan salvas como un piquete de honores y el escritorio con unos cuantos libros y unos cuantos papeles, que intentan explicar el significado de este ir y venir entre la cocina y el comedor, entre Troya e Itaca.
Dejemos ahora el apacible Danubio y adentrémonos en una tierra algo más agitada, por lo menos en los últimos tiempos, léase siglos. Decía al principio de esta entrada que, si hoy tuviera de nuevo la posibilidad de coger la mochila y desaparecer dos o tres meses, probablemente me tomaría el viaje con una actitud muy diferente. Lo cierto es que mi último viaje largo, solitario y mochilero lo emprendí con este espíritu. Así, cuando fui a Cuba, no me interesaba lo más mínimo disfrutar de sus espectaculares playas de agua cristalina ni llenar el carrete (Dios mío, ¿tanto tiempo hace?) de fotos que hicieran morir de envidia a mis amigos, sino, sencillamente, conocer a la gente y, más que hablar, dejarles hablar a ellos. Y si así lo hice, ¿por qué no pude escribir un libro como el de Kaplan?
Fantasmas balcánicos fue inicialmente rechazado por hasta catorce editoriales, y cuando por fin se publicó, en 1993, no fue precisamente un éxito de ventas. Sin embargo, estamos ante uno de esos libros de los que puede decirse que, si no lo cambiaron, sí influyeron profundamente en el curso de la historia. Y eso sucedió el día en que se vio a Bill Clinton con el libro en cuestión bajo el brazo. Clinton estaba en aquellos días sopesando la intervención en Bosnia, y cuentan los que conocen a Mr President que el libro jugó un papel relevante en la decisión final de no intervenir. Kaplan, por su parte, niega que ésa fuera su intención y afirma que, de hecho, desde el primer momento se mostró a favor de una intervención armada contra los serbiobosnios. El libro, en cualquier caso, se convirtió gracias a Clinton en todo un éxito de ventas, y del presunto mal uso que se hizo de él Kaplan se benefició no sólo económicamente, sino sobre todo en términos de prestigio e influencia. Y es que desde entonces Kaplan ha pasado de ser un reportero a convertirse en, según algunas publicaciones, uno de los cien pensadores globales (sea eso lo que sea) más importantes, además de ostentar cargos de influencia relativos a seguridad en EEUU.
El olfato de Kaplan le ha llevado a adelantarse siempre a la noticia, o, por utilizar una imagen más dramática, a meterse en el ojo de la tormenta antes de que ésta estalle. Así, tras su primer libro, sobre la hambruna en Etiopía, publicó Soldados de Dios: con los muyahidines en Afganistán, y se publicó en 1990, es decir, años antes de que muyahidín se convirtiera en un término de uso cotidiano y cuando Afganistán no era más que una torpeza de la URSS. Y luego vino el que nos ocupa, donde advertía del desastre que se avecinaba en los Balcanes y al que, según el autor, los gobiernos occidentales hacían oídos sordos.
A decir de algunos, ese olfato de reportero y su capacidad de anticiparse a la noticia se le han subido un poco a la cabeza, y parece ser que en obras más recientes abusa de esa imagen y se presenta como una especie de gurú de la política internacional. La verdad, no estoy al corriente de las últimas publicaciones ni declaraciones del señor Kaplan, pero una cosa sí que sé: sean cuales sean los defectos achacables a Fantasmas balcánicos (y le han achacado muchos), el libro no tiene desperdicio. Kaplan nos cuenta en esta obra el viaje que hizo en 1990 por la península de los Balcanes, y que lo llevó de Yugoslavia a Grecia pasando por Albania, Rumanía, Bulgaria y Moldavia. A diferencia de Magris, que viajó en compañía de amigos y, presumo, en primera clase y con maleta, Kaplan emprendió el viaje solo, con mochila, y en trenes y autocares verdaderamente balcánicos.
Al igual que con el libro de Magris, la sed de lecturas que despierta Fantasmas... es prácticamente imposible de saciar, y confirmando de nuevo que la buena literatura de viajes es intemporal, se centra en el clásico de Rebecca West, Cordero negro, halcón gris: un viaje al interior de Yugoslavia, un mamotreto de casi mil páginas escrito nada menos que en 1941. Desconocía a esta autora, pero un vistazo a la wiki nos revela una persona absolutamente fascinante, y ese Cordero negro... está en el primer lugar de mi lista para mi inminente viaje anual a Inglaterra.
Otra de las referencias de Kaplan es el libro La guerra en Europa oriental, del no menos apasionante periodista John Reed, de cuyo clásico sobre la Revolución Rusa ya hablamos aquí. Y hay más, desde luego, pero me haría falta algo más que media vida para poder aplacar las ansias de leer que me han entrado con el libro de Kaplan. Y cuando digo que me haría falta algo más, me refiero a que algunos de los libros mencionados parece ser que sencillamente no se han publicado jamás en España. Tal es el caso de La guirnalda de la montaña, un clásico de la literatura serbia escrito por el Príncipe-Obispo de Montenegro, filósofo y poeta Petar II Petrovic Njegos.
Centrándonos de nuevo en el libro y los viajes de Kaplan, a nadie sorprenderá que Fantasmas balcánicos levante tantas suspicacias entre los habitantes de la península balcánica como entusiasmo entre los legos en balcanismo como yo. Uno de los ejemplos lo tenemos en el infernal campo de exterminio de Jasenovac, al que ya me referí en mi entrada sobre La casa de nogal. Dado que, tanto étnica como lingüísticamente, serbios y croatas son imposibles de distinguir, el método infalible es preguntar cuánta gente murió en Jasenovac. Si te responden que 700.000, tu interlocutor es serbio. 60.000, estás hablando con un croata.
Uno de los personajes más relevantes en la historia moderna del conflicto entre serbios y croatas fue Aloysius Stepinac, Cardenal y Arzobispo de Zagreb entre 1937 y 1960, excluyendo los cinco años que pasó en prisión. La figura de Stepinac fue tremendamente controvertida, y su juicio, tachado de farsa por el Vaticano, el gobierno británico y organizaciones cristianas y judías, alcanzó repercusión mundial. Durante la guerra, el cardenal había apoyado abiertamente a los ustachas, el movimiento fascista que colaboraba con los nazis y emulaba sus atrocidades con gran entusiasmo. Pero Stepinac contaba en su haber con dos grandes y heroicas virtudes a ojos de occidente: era un furibundo anticomunista, y se mostró siempre en contra de la persecución a los judíos. Sobre las matanzas de serbios, limitaba sus críticas a sus momentos más íntimos. Stepinac fue beatificado por Juan Pablo II y es hoy venerado en su tierra.
Uf, y estamos todavía en la página 20... No tengo fuerzas para siquiera resumir alguna otra de los cientos de historias de las que este libro rebosa. Kaplan combina, a mi juicio de manera soberbia, la historia de los lugares que visita con su devenir mochilero en vagones de tercera, hoteles de supuesto lujo que son nidos de prostitutas, charlas con monjas, políticos, religiosos, chóferes, y la experiencia que le brinda el haber vivido siete años en Grecia. Fascinante es, por ejemplo, recordar la figura de Ali Agca y la posible implicación de las fuerzas de seguridad búlgara en el fallido asesinato de Juan Pablo II; cómo al regreso de China de un antiguo zapatero llamado Ceaucescu los cines rumanos dejaron de proyectar Butch Cassidy and the Sundance Kid (Dos hombres y un destino); la historia de un líder revolucionario macedonio llamado Gotse Delchev; cómo Carol I de Rumanía entró de incógnito en el país sobre el que iba a reinar; y sigue y sigue y sigue, hasta llegar al último capítulo, genial como casi todos, dedicado a Grecia, donde tenemos a Melina Mercuri, a Hemingway y, sobre todo, un nombre que oí mucho durante mi infancia y del que sin embargo hasta ahora no sabía ni papa: Andreas Papandreu.
Kaplan niega el tópico según el cual Grecia es algo así como la cuna de Europa, y afirma que se trata de un país no sólo plenamente balcánico, sino tirando más bien a oriental. Como ya he señalado, Kaplan, además de estar casado con una griega, vivió sus buenos siete años en Grecia, años que coincidieron en buena parte con el mandato de Papandreu. Fueron años en que Grecia se enemistó con buena parte de occidente; en que Papandreu, un niño de papá educado en Harvard que vivió hasta los cuarenta y tantos en campus de los EEUU, se entregó al populismo, cultivó una imagen casi de mafioso, se apoderó de los medios de comunicación, se entregó a una fraternal amistad con Castro, Gadaffi o el antropófago Idi Amin Dada, se cruzó de brazos ante el terrorismo, dado que éste sólo mataba a extranjeros, y llevó a la ruina a la industria del turismo. Como veis, nada que no se pudiera arreglar con una, ¡ay!, cadena humana por la paz alrededor de la Acrópolis. En fin, todo un personaje, este Andreas, digno colofón de esta joya de libro que desde su publicación ha soliviantado a más de un fantasma.