Una característica distintiva del imperialismo contemporáneo es la gestión colectiva. Estados Unidos ejercita su superioridad militar, a través de acciones coordinadas con las principales potencias. Mantiene una asociación estratégica en la tríada y actúa en sintonía con sus aliados de Europa y Japón.
Esta política de concertación occidental buscar reforzar la contundencia de las agresiones imperiales. Habitualmente las incursiones pretenden garantizar la apropiación de los recursos naturales de la periferia y asegurar el control de las principales vías del comercio internacional. Algunos autores utilizan el concepto “imperialismo colectivo” para retratar esta nueva modalidad de dominación coordinada.
Surgimiento y consolidación
El imperialismo colectivo no introduce mecanismos equitativos en el manejo imperial. Estados Unidos es la fuerza dominante y hace valer su liderazgo en todos los terrenos, para obtener los principales lucros de la gestión conjunta. Al manejar la mitad del gasto bélico global, define cuáles son las operaciones militares prioritarias y dónde deben localizarse las presiones geopolíticas.
Este predominio del Pentágono reafirma la administración jerarquizada y la vigencia de una autoridad que tiene la última palabra. Las responsabilidades son desiguales y los frutos de la dominación se reparten en proporción al lugar que ocupa cada potencia, en la pirámide imperial.
Pero la gestión es colectiva, puesto que existe un interés compartido por todas las potencias del Primer Mundo. Esta convergencia explica la existencia de una asociación que surgió en la posguerra, a partir de la generalizada aceptación del padrinazgo militar estadounidense.
Las relaciones establecidas entre estos países no expresan simplemente la imposición del más fuerte. Reflejan también la demanda de protección que plantearon las clases dominantes de Europa y Japón a Estados Unidos, para enfrentar la insubordinación popular y la crisis socio-política que rodeó al debut de la guerra fría.
Los capitalistas de ambas regiones utilizaron la presencia militar norteamericana como escudo contra la oleada revolucionaria y los peligros del socialismo. Los marines desplegados en su territorio contribuyeron a disciplinar a los trabajadores. Los viejos colonialistas europeos se coaligaron posteriormente con el mismo gendarme, para contrarrestar los levantamientos antiimperialistas de África y Asia.
El pánico suscitado por el proceso de descolonización reforzó este alineamiento y terminó consagrando la primacía del Pentágono, como un dato inamovible del orden mundial. Por esta razón, la alianza militar asimétrica gestada en torno a la OTAN se consolidó, como cimiento de la gestión colectiva.
Estos vínculos no se modificaron con el colapso de la URSS y el ascenso del neoliberalismo. La participación subordinada de Europa y Japón, en las principales acciones globales que propicia Estados Unidos se mantiene sin grandes cambios. La primera potencia define intervenciones imperiales, que los socios suelen avalar. Este patrón quedó reafirmado en las últimas guerras preventivas que lanzó el gendarme norteamericano, para pulverizar los principios de soberanía, con el visto bueno de la tríada. La iniciativa norteamericana y la subordinación de Europa y Japón se verificaron claramente en las agresiones del Golfo, Yugoslavia, Asia Central y Afganistán.
Habitualmente los socios nipones son añadidos a la escalada, sin muchas consultas. Transcurridas seis décadas desde la segunda guerra, las dimensiones del ejército japonés son insignificantes, la presencia de bases yanquis persiste en el país y el Departamento de Estado interviene en las principales decisiones políticas de Tokio. Este curso ha quedado reforzado por el renovado giro pro-norteamericano de las elites. Esta influencia condujo por ejemplo al envío de tropas a Irak.
El caso europeo es más complejo, pero está signado por las mismas pautas de un compromiso transatlántico que monitorea Estados Unidos. En las guerras recientes (Golfo-1991, Serbia -1999, Afganistán-2002, Irak-2003) se mantuvo la norma de contingentes europeos, bajo la dirección operativa norteamericana. La égida de la ONU y la supervisión del Pentágono se han verificado incluso dentro del Viejo Continente (Bosnia, Kosovo).
La asociación militar subordinada se extiende también a la fabricación de armas, que los europeos elaboran con normas compatibles o autorizadas por el Pentágono. Las mismas empresas que compiten en el sector civil (Airbus versus Boeing) están emparentadas en el campo militar. Todos los despliegues de envergadura son consultados con la comandancia estadounidense.
La demorada constitución de un ejército europeo ilustra esta dependencia y las continuadas tensiones dentro de la Comunidad. La unión del Viejo Continente es una construcción híbrida, que alcanzó formas de integración avanzadas en ciertas áreas (moneda) y alcances muy reducidos en otros campos (instituciones políticas). La defensa continúa sometida a responsabilidades exclusivas de cada estado nacional y no existe articulación fuera del ámbito condicionante de la OTAN.
Esta preeminencia de la alianza transatlántica no excluye cierta autonomía operativa, en las regiones que estuvieron tradicionalmente sometidas al manejo directo de Europa. En este campo funciona desde 1992 un pacto, que define los eventuales atributos de una fuerza de acción rápida.
Pero en los hechos, los dos países que concentran el 60% de gasto militar europeo (Gran Bretaña y Francia) tienen bien definido su radio de acción específico (África y ciertas zonas de Europa Oriental). Operan en consonancia con las decisiones de la ONU y las prioridades de la OTAN. Algunos autores denominan “alter-imperialismo” a esta combinación de subordinación y autonomía, que rige la política de las viejas potencias coloniales, actualmente atadas a la primacía norteamericana.
El sentido de un concepto
El predominio norteamericano en la gestión imperial abre serios interrogantes sobre el carácter colectivo de esa administración. ¿Qué grado de acción tripartita existe en un bloque sometido al dictado de un mandante militar?
El término “imperialismo colectivo” puede sugerir que la tríada es un sistema de peso equivalente entre Estados Unidos, Europa y Japón, cuando es evidente la primacía del Pentágono. Por esta razón existen objeciones a la teoría de la gestión conjunta, que resaltan la asimetría impuesta por un gendarme, que despliega su poder ante los restantes miembros de la OTAN. Esta caracterización destaca que Japón actúa como un satélite y Europa sólo goza de una restrictiva autonomía regional.
Pero el concepto de imperialismo colectivo no implica una administración equitativa de los asuntos mundiales. La denominación puede brindar esa errónea imagen, pero constituye una categoría destinada a clarificar otros problemas. Reconoce sin vacilaciones que en la gerencia imperial los directivos norteamericanos están ubicados en la cúspide y los decisores europeos o japoneses ocupan rangos de menor relevancia.
Pero este escalafón jerarquizado no anula la existencia de un manejo conjunto. El imperialismo colectivo implica vigencia de estos rasgos de asociación. Europa y Japón actúan en común con Estados Unidos y no bajo la imposición de una bota norteamericana. Las clases dominantes de ambas regiones no son títeres del Departamento de Estado, ni siguen órdenes de la embajada yanqui, como por ejemplo ocurrió en el 2010 con la oligarquía golpista de Honduras. Actúan junto al hermano mayor, sin adoptar un comportamiento de satélites.
Estas precisiones son importantes para clarificar las diferencias existentes entre el imperialismo contemporáneo y su precedente clásico. En la actualidad rige una modalidad colectiva, que sustituye los viejos conflictos plurales por una administración conjunta. Este cambio aleja la posibilidad de guerras inter-imperialistas.
En la nueva configuración imperial, una potencia dominante actúa junto a un número significativo de socios subordinados. El viejo imperialismo estado-céntrico se ha convertido en un sistema interestatal, que opera como un bloque de estados conectados a la egida dominante de Estados Unidos.
Esta forma de gestión implica una ruptura de la prolongada historia de conflagraciones inter-imperialistas. Las viejas potencias que guerreaban entre sí hasta la primera mitad del siglo XX, ahora actúan en forma concertada. No dirimen sus diferencias en el terreno bélico, sino en un marco acotado de rivalidades económicas y políticas. La pugna entre distintos estados con intereses divergentes persiste, pero esas tensiones ya no tienen resolución militar.
Este viraje modifica sustancialmente los protagonistas y escenarios de las guerras. El arsenal de Occidente es utilizado en común, para asegurar el despojo imperial y el Tercer Mundo se ha transformado en un epicentro de matanzas, que consuman las potencias en forma coaligada.
La gestión colectiva imperial inaugura un contexto histórico inédito. La ausencia de conflagraciones entre grandes países coexiste con la superioridad reconocida de la primera potencia. En ciertos planos, este contexto tiene puntos en común con la era de pacificación pos-napoleónica, que lideró Gran Bretaña entre 1830 y 1870.
Los autores que han trazado esta comparación, subrayan los parecidos existentes entre el “Concierto de las Potencias” (que definió los equilibrios militares a principio del siglo XIX) con el monopolio de armas nucleares, que gestiona el Consejo de Seguridad de la ONU. Resaltan las semejanzas entre el proceso de restauración que consagró el Congreso de Viena, con la involución generada por el desplome del ex campo socialista. También señalan analogías entre la pentarquía, que construyó hace dos centurias un orden contrarrevolucionario (Rusia, Prusia. Austria, Inglaterra y Francia) y la coordinación que rige bajo el imperialismo contemporáneo.
El equilibrio del siglo XIX se rompió al calor de la expansión capitalista, que reabrió las rivalidades bélicas. El ascenso de Prusia erosionó primero la hegemonía de Inglaterra y desembocó posteriormente en la Primera Guerra Mundial. La segunda conflagración internacional fue más demoledora y puso en peligro la propia supervivencia del capitalismo.
Las clases dominantes emergieron aterrorizadas de estas experiencias y son muy conscientes de los peligros que rodean a esos enfrentamientos. Por esta razón forjaron un sistema de protección bajo el mando estadounidense e introdujeron una forma de manejo imperial colectivo, que perdura hasta la actualidad.
Guerras globales y hegemónicas
El sistema que erigieron las grandes potencias diluye el peligro de guerras inter-imperiales, pero está sometido a otras tensiones. Un factor de permanente inestabilidad es la tendencia norteamericana a transformar su primacía en control mayúsculo. Cada agresión concertada de la tríada contra algún blanco de la periferia, contiene siempre una advertencia implícita del Pentágono contra sus aliados. Estas amenazas socavan la consistencia de la gestión conjunta.
Estados Unidos necesita intensificar su acción militar global para hacer visible su superioridad militar. No puede usufructuar de su ventaja, si las mantiene siempre en reserva. Está compelido a utilizar además toda su artillería, para contrarrestar la pérdida de superioridad comercial e industrial. La agresividad norteamericana no quiebra al imperialismo colectivo, pero afecta su desenvolvimiento.
La tríada funciona sobre un cimiento de asimetrías militares que perturban la coordinación imperial. Esta contradicción se verifica en los conflictos que se desarrollan como guerras globales y los choques que dan lugar a guerras hegemónicas. Mientras que el primer tipo de confrontaciones emerge de acciones conjuntas, el segundo tipo de pugnas consuma agresiones instrumentadas por cada potencia, al servicio de sus propios intereses.
Las guerras globales se diferencian en forma muy nítida de las viejas sangrías imperialistas. Implican acciones compartidas por todos los aliados, especialmente contra los países de la periferia. Incluyen un amplio despliegue militar, que es justificado con apelaciones a garantizar la “seguridad”.
Este último concepto es polimorfo y diluye las diferencias clásicas entre defensa exterior (ejército) y control interno (policía). Está dirigido contra enemigos difusos (“terrorismo”), que no tienen localización geográfica definida (“narcotráfico”). El argumento de la seguridad es utilizado para tornar porosas las fronteras e implementar guerras preventivas, que se sustentan en justificaciones imprecisas.
Las guerras globales son materializadas en nombre de un principio más amplio de “la seguridad colectiva”. Este criterio relega la defensa tradicional del territorio, como argumento central de la acción bélica. Se afirma que las mafias operan a escala mundial y deben ser combatidas en el mismo plano. Se estima que la globalización de la violencia torna obsoletos los antiguos principios de defensa nacional.
Pero en los hechos la “seguridad global” está en manos de la OTAN o del Consejo de Seguridad de la ONU y es utilizada de pretexto por las potencias imperialistas, para concertar alguna agresión. Con este argumento se implementaron, las guerras consensuadas de la era Clinton y la primera guerra del Golfo. La alianza que se forjó para llevar cabo ese desembarco incluyó a 26 países, tuvo asegurada una financiación repartida, contó con el visto bueno de todas las elites y siguió la escalada prescrita por la diplomacia imperial.
Estas incursiones multilaterales se llevan a la práctica, habitualmente, con algún estandarte de “intervención humanitaria” (Yugoslavia, Haití). Son precedidas por advertencias de la “comunidad internacional”, que alega alguna violación del derecho internacional. No exigen los acuerdos puntuales entre las potencias que se tramitaban en el pasado (dentro de la Sociedad de Naciones). Se procesan constantemente en los organismos permanentes que surgieron de la Segunda Guerra (Consejo de seguridad de la ONU).
Las guerras globales modifican sustancialmente la dinámica tradicional de las conflagraciones inter-estatales. Se basan en nuevos principios de intervención, regulados a escala mundial. Sustituyen parcialmente la función histórica que conservaba cada estado, para organizar de la guerra en función de sus propios criterios de soberanía territorial. Estos fundamentos han quedado reemplazados por una acción capitalista colectiva contra las insubordinaciones sociales y los peligros geopolíticos.
Pero el carácter global de estas intervenciones queda invariablemente socavado por el comando que ejerce Estados Unidos. Con una red de 51 instalaciones globales para realizar desplazamientos diarios de 60.000 efectivos en 100 países, la primera potencia tiende a convertir las acciones globales en incursiones propias.
En muchos casos Estados Unidos implementa directamente atropellos unilaterales para reafirmar su dominación. Estas iniciativas se consuman en las regiones que considera propias (Panamá, Granada) y en las zonas que incluyen recursos o localizaciones estratégicas. La invasión a Irak que realizó Bush II constituyó un ejemplo de esta variante de agresiones. Actualizó las incursiones concebidas por Reagan en los años 80, para restablecer la primacía norteamericana con explícitos actos de provocación.
Las guerras hegemónicas constituyen también un producto de la tendencia norteamericana a imponer sus propias exigencias y necesidades a todos sus socios. La primera potencia busca controlar a sus aliados, evitando conflictos dentro del mismo campo. Pero las acciones unilaterales que desarrolla contra terceros, son también advertencias contra los miembros de su propio campo. Esta duplicidad conduce a transformar muchas operaciones conjuntas en incursiones propias.
La guerra imperial común iniciada en el Golfo derivó por ejemplo en una guerra hegemónica de Estados Unidos en Irak. Aquí fue visible el giro del interés colectivo inicial hacia una pretensión propiamente norteamericana.
Este desemboque obedece a distintas razones. A veces surge del fracaso de los operativos, en otros casos deriva de ambiciones específicamente estadounidenses y en ciertas circunstancias es un resultado de la simple dinámica de la agresión. Los voceros de políticas más pluralistas (Kissinger, Nye) y más hegemónica (Huntington) se suceden, en función del perfil que asume cada conflicto.
El imperialismo colectivo opera mediante una mixtura de guerras globales. Resulta imposible sostener el primer tipo de operaciones sin la conducción norteamericana y es muy difícil mantener la segunda variante, sin alguna colaboración de los socios de la tríada.
Asociación y mundialización
La solidaridad militar entre las potencias y la acción geopolítica coordinada que impera bajo el imperialismo actual, también obedece a la existencia de nuevas asociaciones económicas entre capitales de distinto origen nacional. Estos entrelazamientos han influido significativamente en el giro del conflicto inter-imperial, hacia las políticas compartidas que se verifican desde posguerra. La amalgama económica acota las tensiones entre los viejos contrincantes e induce a procesar las diferencias en un marco común.
El origen de esta internacionalización del capital fue el sostén norteamericano a la reconstrucción de los países derrotados después de la segunda guerra. Estados Unidos no desmanteló la industria, ni sepultó los avances tecnológicos de sus adversarios, sino que les concedió créditos para forjar el marco asociado. Aunque el propósito principal de este apuntalamiento era contener el avance soviético, el auxilio americano favoreció la gestación del patrón económico que singulariza al imperialismo colectivo.
La reindustrialización conjunta y la constitución de formas de consumo compartidos afianzaron la interdependencia de la tríada. Se forjó un abastecimiento concertado de materias primas y un desenvolvimiento extra-territorial de empresas multinacionales, en áreas monetarias compatibles.
Cuando la reconstitución de posguerra concluyó y reapareció la rivalidad entre las potencias, salieron también a flote los límites de esta coexistencia. Estados Unidos hizo valer su primacía militar para conservar ventajas, pero nunca llevó esta presión a situaciones de ruptura.
Las empresas chocaron por el control de los principales negocios, pero en un marco de mutua penetración de los mercados. La incidencia inicial de las firmas norteamericanas en Europa y Japón fue sucedida posteriormente por un proceso inverso de gran presencia de inversores y capitales externos en la economía estadounidense.
Estados Unidos recurrió al señorazgo del dólar y a la unilateralidad comercial y sus socios respondieron con aumentos de competitividad, que acentuaron los problemas de la primera potencia. Pero nadie quebrantó el nuevo marco de internacionalización económica conjunta. Las presiones más fuertes hacia el mercantilismo quedaron frenadas por la magnitud de las inversiones, que las empresas localizaron en los mercados de sus rivales.
El mantenimiento de esta asociación se explica también por el tamaño de los mercados actualmente requeridos para desenvolver actividades lucrativas. Las grandes corporaciones necesitan actuar sobre estructuras de clientes, que desbordan las viejas escalas nacionales de producción y venta. La compulsión competitiva no sólo obliga a incursionar en el exterior, sino que impone una presencia permanente en los mercados foráneos. La gigantesca dimensión de estas operaciones crea entre los propios competidores, un fuerte sentimiento de preservación de la actividad global.
Por esta razón la asociación internacional de capitales presenta un carácter perdurable. Más allá de los vaivenes coyunturales, esta interpenetración expresa el elevado nivel de centralización que alcanzó el capital. Las empresas necesitan sostener la escala de su producción, con inversiones repartidas en varios países, a través de convenios de abastecimientos situados en muchas regiones. La internacionalización es un resultado de estas exigencias.
La manifestación más visible de este entrelazamiento es la gravitación alcanzada por las empresas transnacionales. Unas 200 compañías de este tipo controlan un tercio de la producción y el 70 % del comercio mundial. Gestionan el 75 % de las principales inversiones y casi todas las transacciones de productos básicos. Se ha estimado que un hipotético país conformado por estas compañías ocuparía el octavo lugar en un ranking del poder económico y contaría con un PBI superior al vigente en 150 países. La “fábrica mundial” y el “producto mundial” no son la norma actual, pero constituye una tendencia del capitalismo contemporáneo.
Estas compañías compiten entre sí, mediante segmentaciones productivas y especializaciones tecnológicas, para usufructuar de la explotación de la fuerza de trabajo. Protagonizan intensas carreras para reducir costos y ampliar las ganancias. Pero necesitan conservar un marco de convivencia global para sostener esta batalla.
La ofensiva del capital contra el trabajo que consumó el neoliberalismo reforzó esta asociación de capitales en los tres terrenos de mundialización financiero, internacionalización productiva y liberalización comercial. Este proceso es congruente con otras tendencias globalizantes, como la homogenización del consumo, los agro-negocios, las articulaciones fabriles y la deslocalización de la producción y los servicios.
Este salto de la mundialización constituye una transformación clave de la economía capitalista. Los cuestionamientos a la presentación apologética de este viraje -como un destino inexorable o favorable al progreso de la humanidad- no deben conducir a la negar su ocurrencia. Tal como sucedió en etapas precedentes capitalismo, un período de estabilización político-económica bajo el padrinazgo de la potencia dominante, facilita las transformaciones cualitativas del sistema. En el periodo actual la asociación económica apuntaló la gestión imperial conjunta.
Coordinación acotada
El significativo avance que se ha registrado en la internacionalización económica no tiene correspondencia directa en el plano estatal. Hay mayor asociación productiva, comercial y financiera, sin contraparte institucional. Sólo existe una variedad limitada de organismos globalizados (FMI, OMC, BM), en un marco de instituciones regionalizadas (UE, ASEAN, MERCOSUR, NAFTA). El soporte real de estas estructuras son los viejos aparatos estatales, que operan a escala nacional.
Este escenario ilustra el alcance limitado de una mundialización que avanza sin desbordar ciertas fronteras. Hay mayor movilidad de los capitales financieros, pero en radios controlados por los distintos países. El comercio internacional ha crecido por encima de la producción, pero mediante intercambios que atraviesan las aduanas. Las empresas transnacionales actúan en todo el planeta, pero amoldadas a las regulaciones que fija cada estado.
Los dueños de estas compañías mantienen sus pertenencias de origen y operan dentro de sistemas productivos, que utilizan parámetros de competitividad nacional. Estos indicadores influyen sobre el perfil que asumen todas las compañías.
Los estados nacionales persisten, por lo tanto, como un pilar subyacente de la nueva estructura crecientemente globalizada. Esos organismos continúan actuando como mediadores de la actividad económica y como coordinadores del imperialismo colectivo. A diferencia de pasado, las políticas económicas nacionales están sujetas a convenios y condicionamientos multilaterales. Pero el FMI o la OMC sólo pueden instrumentar sus propuestas, a través de los ministerios y los funcionarios de cada país.
Esta perdurabilidad de los estados nacionales obedece a su rol insustituible en la gestión de la fuerza de trabajo. Sólo partidos, sindicatos y parlamentos nacionales pueden negociar salarios, garantizar la estabilidad social y monitorear la segmentación laboral, que requiere el capitalismo.
Únicamente las instituciones que operan bajo el paraguas de los estados nacionales pueden negociar contratos, discutir despidos y limitar las huelgas que obstruyen la acumulación. Ninguna entidad global cuenta con sistemas legales, tradiciones sociales o legitimidad política suficiente, para asegurar esa disciplina de la fuerza laboral.
Esta gravitación de los estados nacionales -en un marco de creciente globalización- obedece, en parte, a la ausencia de burguesías mundiales. Hay mayor entrelazamiento de las clases dominantes de distintos países, pero no existen bloques transnacionales indistintos. Las convergencias multinacionales no han disuelto las viejas pertenencias, que aún cohesionan a los banqueros, a los industriales y a los rentistas. Esos alineamientos entre connacionales persisten, en un contexto de nueva gestión internacionalizada de los negocios.
Las viejas solidaridades de origen no han quedado sustituidas por los nuevos conglomerados transfronterizos. Lo que existe es una mayor integración mundial de actividades económicas, que genera afinidad de compromisos políticos-militares.
Pero estas asociaciones operan en el marco de los estados nacionales existentes, a través de cambios en el balance de fuerzas, entre los sectores locales y globalizados de cada grupo dominante. Estos equilibrios difieren sustancialmente en las distintas regiones.
En Estados Unidos se afirma la gravitación de los segmentos internacionalizados, pero persiste la incidencia de los grupos dependientes del mercado local. En Europa se está construyendo una clase capitalista continental, con distintos vínculos de asociación extra-regional en cada país. En Canadá, Suiza u Holanda el nivel de entrelazamiento mundial de los dominadores supera el promedio general y en Japón se sitúa por debajo de esa media.
Estas diferencias retratan la inexistencia de un proceso uniforme de transnacionalización. Demuestran el carácter sinuoso de un proceso, que continúa mediado por la ubicación que mantiene cada estado, en el concierto internacional de las naciones.
Los ritmos de mundialización de cada grupo dominante dependen a su vez de la inclinación transnacional de las capas gerenciales y burocráticas de cada país. El giro mundialista es más pronunciado en los altos funcionarios y directivos que comparten costumbres cosmopolitas.
Cuanto mayor es la responsabilidad de estos sectores en las empresas transnacionales o en los organismos internacionales, menor afinidad mantienen con su vieja pertenencia nacional. Frecuentemente preservan una identidad dual. Pero esta evolución no se extiende al grueso de las clases dominantes.
El proceso de integración multinacional se mantiene sujeto a las mediaciones de los viejos aparatos estatales, generando grandes contrasentidos. Las clases dominantes utilizan, por ejemplo, el discurso de la globalización para atropellar a la clase obrera, pero bloquean la extensión de este principio a la libre movilidad de los asalariados. Aceptan la mundialización del capital, pero no del trabajo. Promueven la internacionalización de los negocios, pero rechazan su aplicación a cualquier acto de solidaridad social. Esta dualidad constituye tan sólo una muestra de las nuevas contradicciones en curso.
Límites y dimensiones
El imperialismo ha globalizado su acción, en un marco de rivalidades continuadas y pertenencias a estados diferenciados. Esta gestión común ha modificado las formas de la dominación, que en el pasado se conjugaban en plural (choque de potencias), en la actualidad se verbalizan en singular.
Hay un imperialismo colectivo en el centro de la escena internacional. Pero la inexistencia de un estado mundial preserva la gravitación de las instituciones nacionales. La reproducción internacionalizada del capitalismo continúa desenvolviéndose por medio de múltiples estados. Esta convivencia demuestra que no existe una relación mecánica, entre la integración global de los capitales y surgimiento de un estado planetario. Las propias fracciones internacionalizadas necesitan utilizar la antigua estructura estatal, para viabilizar políticas favorables a su inserción global.
Sólo desde esa plataforma pueden impulsar leyes que liberalicen la entrada y salida de los fondos financieros, medidas favorables a la reducción de los aranceles y políticas de promoción de las inversiones foráneas. No existe ningún otro mecanismo para instrumentar esas iniciativas. Únicamente las burocracias nacionales pueden promover o bloquear esos procesos.
Un resultado paradójico de la mundialización en curso es esta dependencia de las reglas vigentes en cada territorio. Ningún organismo multilateral puede asegurar la estabilidad de los negocios, sin el auxilio de legales o coercitivos tradicionales.
El estado burgués nacional es la construcción histórica que sostuvo el surgimiento del capitalismo. Esa entidad fijó todas las normas que rigen la competencia por beneficios surgidos de la explotación. No es fácil reemplazar ese organismo por otro más adaptado a la internacionalización que ha registrado el sistema. Esta falta de sincronía entre la mundialización del capital y sus equivalentes en terreno de las clases y los estados, genera permanente tensiones.
Hay mayor coordinación económica, pero los representantes políticos de los distintos estados no traducen directamente el interés transnacional de las empresas asociadas. Como todas negociaciones se procesan a través de mediaciones variadas, siempre emerge alguna disonancia. Incluso las convergencias económicas que se alcanzan en la OMC, el BM o el FMI, no tienen contrapartida directa en la ONU o el G 7. En última instancia, la creciente mundialización choca con rivalidades económicas, que socavan los paraguas políticos de esa internacionalización.
Este escenario de constantes desequilibrios fragiliza los organismos multilaterales, desestabiliza a los estados nacionales y reduce la legitimidad de todos los artífices de la mundialización. Los obstáculos que actualmente enfrenta el imperialismo colectivo provienen de ese debilitamiento.
Para cumplir con la meta neoliberal de internacionalizar los negocios atropellando a los trabajadores, los estados nacionales redujeron en las últimas décadas todas las conquistas de posguerra. Rentabilizaron los negocios, pero quebrantaron la autoridad burguesa acumulada durante la era de concesiones sociales. El resultado de esta gestión regresiva es una pérdida de legitimidad, que socava el propio sustento social que requiere la reproducción del capital.
Esta erosión se acentúa día a día con la delegación de facultades nacionales hacia los organismos supranacionales. Estas transferencias corroen las viejas soberanías, a medida que irrumpe el nuevo poder de decisión que asumen las instituciones regionales o globales. Un proceso destinado a fortalecer la mundialización termina deteriorando este objetivo, al amputar la autoridad a los viejos estados que sostienen la internacionalización en curso.
El capitalismo contemporáneo se encuentra sometido a una presión mundializante que acentúa los desequilibrios del sistema. La compulsión a expandir la acumulación a todos los rincones del planeta está afectada por los obstáculos que genera esa universalización. Por esta razón, las formas de gestión económica asociada que facilita el imperialismo colectivo están permanentemente obstruidas por tensiones geopolíticas.
La imagen armónica de la globalización como una sucesión de equilibrios mercantiles planetarios, sólo existe en la ensoñación neoliberal. El capitalismo realmente existente está acosado por tensiones intensas, que exigen la intervención imperial para asegurar la continuidad del sistema. Sin marines, pactos del G 20 y ultimátum de la ONU, ninguna empresa transnacional podría garantizar su actividad.
El imperialismo contemporáneo utiliza la violencia para brindar el mínimo de estabilidad que requiere la internacionalización del capital. Desenvuelve esta función en una triple dimensión de coordinación de económica, asociación política y coerción militar. Es importante registrar estas variadas dimensiones, para evitar las caracterizaciones unilaterales del fenómeno.
Cuando se denuncian sólo las atrocidades bélicas resulta posible suscitar la indignación colectiva, pero no se esclarecen las motivaciones geopolíticas, ni la lógica económica de estas tragedias. Cuando se pone el acento sólo en la perfidia de la diplomacia tradicional, queda ensombrecido el sostén militar y los intereses financieros e industriales que motivan el accionar imperialista. Cuando se resaltan únicamente los propósitos de lucro, no se capta la amplia gama de recursos políticos y armados que utilizan las potencias, para imponer sus prioridades.
En última instancia una visión totalizadora del imperialismo contemporáneo presupone una comprensión igualmente abarcadora del capitalismo actual. Las carencias en uno u otro terreno impiden entender la dinámica del sistema vigente.
Lo esencial es notar que el imperialismo contemporáneo incluye una gestión colectiva de la triada bajo la protección militar norteamericana. Esta preeminencia impide un manejo equitativo del orden mundial, pero introduce formas de administración que sustituyen el viejo escenario de guerras inter-imperiales por una combinación de incursiones conjuntas y agresiones específicas de cada potencia. Esta solidaridad militar obedece, a su vez, al peso alcanzado por nuevas asociaciones económicas entre capitales de distinto origen nacional. Para comprender esta evolución es muy útil observar lo ocurrido en la última década.
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Tomado de ArgenPressUna mirada no convencional al neoliberalismo y la globalización