Al día siguiente de San Nicolás buscaba el abeto más bello del bosque y lo traía a casa. Un árbol siempre verde y frondoso era el mejor augurio para tener un año fecundo.
Lo decorábamos con las mejores manzanas del lagar, con las piñas, las nueces y las castañas que habíamos recogido en el campo. La abuela Inge preparaba pan de especias y bretzels, con su lazo interior que desde tiempo de los celtas es un símbolo de fecundidad y eternidad.
Aquél era por entonces un tiempo de celebración por haber tenido todo lo necesario un año más y al mismo tiempo de espera e incertidumbre ante el Año Nuevo. Cada adorno tenía un significado, cada canción una historia que recordar.
La familia vivía estos últimos días del año con una intensidad ancestral. Los niños nos maravillábamos por cada pequeño dulce, por cada hermosa historia que nos contaba la abuela Inge.
Cada fin de año pelo una cebolla lentamente, capa a capa, tal como hacía el abuelo Hans. Yo no sé interpretar lo que veo, pero me sirve para recordar cuántos gestos con sentido han quedado en gestos y han perdido su sentido.
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Virginia Millán. La viajera in-voluntaria. 30 noviembre 2007
Fuiste involuntaria hasta en tu último viaje. 19 abril 2018