Presento en la Fundación de Poesía José Hierro, de Getafe, mi traducción de Hojas de hierba, de Walt Whitman. La Fundación es siempre un lugar agradable en el que estar, por la calidad de sus instalaciones y, sobre todo, por la calidad de su gente, tanto profesores como alumnos, entregados con pasión a la poesía. Me acompañan, entre el público, Tacha Romero, directora de la Fundación, que me ha presentado; Jordi Doce y Paula, su hija; Julieta Valero, coordinadora de las actividades culturales del centro; y Esther Ramón, poeta y profesora. No repuesto aún del todo de los vapores del tinto con el que regamos la cena posterior a la presentación, me levanto temprano al día siguiente para viajar a Trujillo, en Cáceres, en cuya Feria del Libro participo, por la tarde, en dos actos: la presentación de la antología Otrora, de Javier Pérez Walias, y, de nuevo, la de Hojas de hierba. A Trujillo no se puede llegar en tren, así que cojo el autobús. Coger el autobús es una experiencia deliciosamente proletaria, aunque, entre el público que sube al vehículo, distingo a un caballero con americana, chaleco, pañuelo al cuello y sombrero de fieltro, que habla con mucho porte y se mueve como un caballero de la Orden del Almirantazgo. Aunque las cosas han cambiado mucho en el transporte por carretera en España -ya no hay gente que lleve al brazo cestas con gallinas, ni se comparten los bocadillos con los que entretener las interminables horas en el asfalto, cuando hay asfalto: "¿Usted gusta...?"-, aún se sigue experimentando un intenso calor humano. A mí me toca, como vecina, Andrea, una dominicana de mediana edad que lleva viviendo en España 27 años, pero que está planeando volver a su país dentro de un par de años, como mucho. La crisis tuerce -o endereza, quién sabe- muchas vidas. Hablamos de las sociedades española, dominicana e inglesa durante un buen rato, mientras atravesamos paisajes cada vez más ralos, más amarillos. Luego, ella se duerme y yo leo Libro del desasosiego, de Pessoa, con la admirable traducción de Perfecto Cuadrado. Llego, por fin, a Trujillo, confirmo que en la estación de autobuses no hay consigna -"si quiere Ud. dejar el equipaje ahí", me dice el taquillero, con deje de funcionario del Ministerio de la Gobernación de 1947, "pero yo no me hago responsable..."-, y arrastro la mochila y el maletón hasta la plaza Mayor, remontando calles muy hermosas y empedrados muy nobles, pero que hoy me parecen un invento infernal. Allí he quedado para comer con Javier a eso de las tres, cuando él y Teresa lleguen de Cáceres. Veo la carpa en la que se desarrollan los actos de la Feria y, a su lado, los puestos de venta de libros de las editoriales e instituciones que participan en el encuentro. En la carpa alguien está hablando: una mujer de espléndida cabellera rubia. El problema es que está hablando al vacío: apenas la escuchan dos personas. Cuando me acerco, el hombre que está a su lado me hace gestos efusivos, lo que no deja de sorprenderme, porque no lo conozco. Pero pronto caigo en la cuenta: debe de ser José Cercas, el coordinador de la Feria, que me ha reconocido en efigie. Me siento junto a los dos oyentes: ahora ya somos tres; se mire como se mire, acabo de incrementar la asistencia a la lectura en un 50%. Cuando concluye, al cabo de poco, me libro del equipaje en el maletero del coche de Pepe, alabado sea el Hacedor, y recorro brevemente los puestos de libros. Sorprendentemente, en ninguno hay ejemplares de Hojas de hierba, aunque Galaxia Gutenberg me ha asegurado que se han enviado libros suficientes a las librerías. En realidad, no es de extrañar que no esté: en el programa mi presentación figura así: "Eduardo Moga, Hojas de hierba", y, si bien me enorgullece que se me considere autor del poemario, no lo soy, en rigor: el autor se llama Walt Whitman. Por eso mismo los distribuidores, requeridos por los libreros para que les suministraran ejemplares del poemario de Eduardo Moga Hojas de hierba, no han encontrado ninguno en sus almacenes: allí solo había ejemplares de Hojas de hierba de Walt Whitman. En la cervecina a la que me invita a continuación Pepe Cercas, me reúno con otros invitados a la Feria, entre los que figura el periodista José Oneto -u Oneti, como oigo que le llama alguien-, cuyo legendario flequillo glauco sigue atravesándole la cara. Compruebo entonces algunos de esos gestos que suelen darse en encuentros de esta naturaleza: varios de los asistentes pugnan por fotografiarse con Oneto y, después, por acompañarlo allí donde vaya, como séquito obsequioso -y orgulloso- de su augusta compañía, que es, ciertamente, muy augusta, casi hierática. Oneto habla poco o nada, pero da igual: lo importante es estar cerca del importante. Así lo ha comprendido la misma rubia que declamaba a la nada a mi llegada, cuya rubiez establece con la de Oneto una simetría deslumbradora. Cuando llegan Javier y Teresa, comemos en una de las terrazas de la plaza. La comida no impresiona, pero la plaza sí. La última vez que la vi no fue en las condiciones más favorables: hacía un calor sahariano, y, si estaba uno en la calle, apenas podía salir de la sombra. Recuerdo que Ángeles y yo nos empeñamos, insensatamente, en pasear por la ciudad, y la recorrimos entera y vacía: solo otra pareja de guiris tan temerarios como nosotros se había aventurado a lo mismo, y con ellos nos fuimos cruzando por las calles como parrillas: nos saludábamos como dos exploradores con saracot y a punto de morir por deshidratación lo hubiesen hecho en las dunas del Serenguetti. Hoy la temperatura es infinitamente más agradable, y la contemplación no es apresurada ni sedienta. La estatua de Pizarro preside la plaza. Siempre que veo la efigie de un conquistador, recuerdo a aquel escritor mexicano que había visitado España y que, al ver una ellas en algún sitio -quizá esta misma de Pizarro-, se había escandalizado de que se rindiera admiración pública a un genocida. No creo que Pizarro fuese un genocida; lo que sí era, era cuidador de cerdos, y también un gran militar: el único español que aparece en las selecciones internacionales de los mejores estrategas de la historia. La presentación de Otrora -de Javier Pérez Wailas, según informa Pepe Cercas por el micrófono- es rápida e indolora: acude una quincena de personas (Cercas me ha dicho que por la tarde la asistencia a los actos se incrementa); yo hago una somera exposición de los rasgos más destacados de la poesía de Javier, sobreponiéndome al merodear de una persona de la organización que, muy amablemente, me pone una botella de agua delante, y luego un vaso, y luego le pone una botella a Javier, y luego un vaso; y este lee un puñado de poemas que son bien acogidos por el público. En el coloquio, un brillante crítico extremeño rememora aquellos tiempos en los que él mismo y José Luis García Martín -al que él llama, con la confianza que da una vieja e íntima amistad, José Luis- echaban en falta la presencia de autores de la tierra en las letras españolas. Eso ha cambiado hoy, añade, gracias a la labor de poetas como Javier y tantos otros. La inquietud que ha despertado en mí la mención de José Luis desaparece cuando compruebo que el brillante crítico da por superada aquella carencia intolerable. Charlamos, tras el acontecimiento, con el concejal de cultura del ayuntamiento de Trujillo, que organiza y financia la Feria. Está muy satisfecho del evento, nos dice, en el que han querido reproducir la estructura de la Feria del Libro de Madrid. Yo le pregunto si no le parece que la asistencia está siendo escasa por las mañanas, y él me dice que sí, que por la mañana hay poco público, pero que, no obstante, están muy contentos. La presentación de Hojas de hierba se celebra a las ocho de la tarde, aunque empieza con retraso, porque el acto anterior -protagonizado por el brillante crítico amigo de José Luis, al que oigo hablar esta vez, por la megafonía de la plaza, de Nietzsche-, ha durado más de lo previsto. La asistencia ronda, otra vez, la quincena de personas, entre las que me alegra contar a Elías Moro, que ha tenido la generosidad de viajar desde Mérida para escuchar a Whitman; a Javier y Teresa, naturalmente; a Miguel Veyrat, al que recuerdo de sus tiempos de corresponsal de Televisión Española en París y de director de Documentos TV, pero que es también un meritorio poeta; y Carola Moreno, la editora de Barataria, cuyo catálogo es espléndido: le compro el último poemario de Veyrat y un título del raro Felisberto Hernández, publicado en una colección de autores hispanoamericanos que coordinó, durante bastante tiempo, una buena amiga chilena, Claudia Apablaza. Hablo, en fin, sobre Whitman y sobre su obra, y leo cuatro poemas del norteamericano. Pero el tiempo pasa deprisa, la noche ya se ha cerrado y empieza a hacer frío. Nos tomamos una cerveza con Elías, de nuevo, en una terraza de la plaza, y me despido de Trujillo cansado, pero no insatisfecho.