El 30 de junio de 1863 se produjo el primer encuentro entre los soldados del Norte y el Sur. Un pequeño grupo de exploradores a caballo del ejército nordista disparó contra un grupo de soldados confederados que habían entrado en la pequeña ciudad de Gettysburg a robar una botas. Pertenecían al ejército sudista de Virginia al mando del mítico general Robert E. Lee, que había invadido el territorio del Norte tan sólo unas semanas antes.
Ese encontronazo sólo fue el primer paso. Un día después, el 1 de julio, empezó la batalla propiamente dicha: más de 150.000 norteamericanos de los dos bandos se encontraron en el terreno y lucharon con suma crueldad y fiereza, como por otra parte sucedía en todas las batallas de esa guerra civil. Al final hubo más de 50.000 bajas, es decir, uno de cada tres soldados que participaron en la batalla fue muerto o herido.
Había mucho en juego. Fue una lucha sin tregua por un modo de vida. El Norte desarrollado y populoso empezaba a despuntar como un claro competidor industrial de la entonces todopoderosa Europa. Miles de emigrantes llegaban cada año desde el Viejo Continente para trabajar en sus fábricas y poblar sus ciudades. En Nueva York, por ejemplo, vivían más de 800.000 personas en 1860, un año antes de comenzar la guerra. En comparación, la ciudad del Sur más poblada ese año era Atlanta con unas 385.000 personas. Richmond, la capital de la Confederación tenía solo casi 38.000 habitantes frente a los 75.000 de Washington, la capital del Norte.
El Sur, un mundo agrícolaPor el otro lado, el Sur era básicamente agrícola y basaba su riqueza en el cultivo del algodón a través de mano de obra negra esclava. No tenía industria, exportaba materia prima para la industria textil de Inglaterra, la gran competidora de las fábricas del Norte. Una contradicción que sólo podía resultar fatal. El Norte quería proteger su producción y sus fábricas con una legislación proteccionista que encarecía las aduanas para promover así el consumo de productos propios, mientras que el Sur necesitaba exportar y mantener los aranceles bajos para ser competitivos.
Además, los abolicionistas cada vez más fuertes en el Norte y con cada vez mayor influencia política exigían ilegalizar la esclavitud. Convertir a los cuatro millones de esclavos en asalariados habría disparado los precios y destruido la industria del algodón del Sur. La consecuencia fue la secesión de los estados sureños en 1861 que crearon los Estados Confederados de América, y la guerra civil.
En Gettysburg el Sur fue vencido. Perdió más de 30.000 soldados, la mitad de su ejército, hombres que no podía reemplazar. Lee se retiró, su plan había fracasado. Al mismo tiempo, el 4 de julio de 1863, en el frente de guerra del río Mississippi, la fortaleza sureña de Vicksburg fue conquistada por el general nordista Ulises S. Grant –futuro presidente de los EEUU-, cortando las comunicaciones de la Confederación con sus estados de Texas y Arkansas.
Con la Confederación dividida y su ejército vencido, el resultado final no podía ser otro que la derrota definitiva del Sur. Pero para ello aún se tuvieron que luchar muchas batallas y tuvieron que morir miles de soldados antes que en abril de 1865 el general Lee firmara la rendición. El discurso de Gettysburg de LincolnCuatro meses y medio después de la batalla, en noviembre de 1863, el presidente de la Unión, Abraham Lincoln (a una de cuyas citas se debe el nombre de este blog) pronunció el que seguramente fue el discurso más famoso de su intensa carrera política y que, aún hoy, sigue siendo una de las joyas de la retórica política contemporánea. Este sería el discurso traducido tal y como aparece en Wikipedia:
Ahora estamos empeñados en una gran guerra civil que pone a prueba si esta nación, o cualquier nación así concebida y así consagrada, puede perdurar en el tiempo. Estamos reunidos en un gran campo de batalla de esa guerra. Hemos venido a consagrar una porción de ese campo como lugar de último descanso para aquellos que dieron aquí sus vidas para que esta nación pudiera vivir. Es absolutamente correcto y apropiado que hagamos tal cosa.
Pero, en un sentido más amplio, nosotros no podemos dedicar, no podemos consagrar, no podemos santificar este terreno. Los valientes hombres, vivos y muertos, que lucharon aquí ya lo han consagrado, muy por encima de lo que nuestras pobres facultades podrían añadir o restar. El mundo apenas advertirá y no recordará por mucho tiempo lo que aquí digamos, pero nunca podrá olvidar lo que ellos hicieron aquí.
Somos, más bien, nosotros, los vivos, quienes debemos consagrarnos aquí a la tarea inconclusa que los que aquí lucharon hicieron avanzar tanto y tan noblemente. Somos más bien los vivos los que debemos consagrarnos aquí a la gran tarea que aún resta ante nosotros: que de estos muertos a los que honramos tomemos una devoción incrementada a la causa por la que ellos dieron la última medida colmada de celo. Que resolvamos aquí firmemente que estos muertos no habrán dado su vida en vano. Que esta nación, Dios mediante, tendrá un nuevo nacimiento de libertad. Y que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no desaparecerá de la Tierra”.