Gigante

Publicado el 31 julio 2010 por Diezmartinez

Los primeros minutos de Gigante (Uruguay-Argentina-Alemania-España, 2009), multipremiada opera prima del bonaerense avecindado en Montevideo Adrián Biniez, nos ubican en un estilo visual minimalista que, de tanto repetirse en todas partes, ha empezado a convertirse en un cliché tan identificable como, digamos, la infaltables explosiones en cualquier filme de acción hollywoodense.

Durante esa primera parte de la cinta, Biniez y su cinefotógrafo Arauco Hernández Holz usan la cámara fija, los encuadres funcionales, las tomas en planos medios y generales. El estilo es apto para el tema: estamos siguiendo la rutina diaria de “Jarita” (Horacio Camandule), un hombrón de cuerpo y rostro intimidantes que trabaja como guardia de seguridad en un supermercado de Montevideo. El tipo completa el gasto chambeando de sacaborrachos en un bar rockero/metalero de mala muerte, aunque es obvio, desde el inicio, que “Jarita” no mata una mosca: se hace de la vista gorda cuando una doñita se embolsa unos fideos, alguien le da un golpe en la cabeza cuando se descuida y un compañero de trabajo lo toma de punching-bag nomás de diversión.

Pero vendrá el cambio de estilo, casi imperceptiblemente, porque la vida y la rutina de “Jarita” también han cambiado. Así pues, veremos el primer paneo -¡y hasta un emocionante travelling paralelo!- cuando, poco a poco, a través de las cámaras de seguridad del supermercado, el “gigante” del título empiece a seguir con la vista a Julia (Leonor Svarcas), una joven empleada de limpieza. Del simple voyeurismo, “Jarita” pasará a la franca obsesión hitchcockiana, pues veremos al enorme tipo seguirle los pasos de lejos a su enamorada, en la tienda, en la calle, hasta en una cita a ciegas…

La mención que acabo de hacer de Hitchcock es inexacta aunque no gratuita, pues el comportamiento de “Jarita” parece, a ratos, siniestro. El debutante Biniez se mueve, más bien, en los terrenos del más ligero Kaurismäki y en los del más juguetón Kiarostami, al que, acaso inadvertidamente, termina citando en ese encantador desenlace abierto tan similar al de A través de los Olivos (Kiarostami, 1994). Pero está bien: es mejor no saber lo que sucede para poder imaginarnos que sucede lo mejor.