He vuelto a ver Glengarry Glen Ross. Estuve en un ensayo general con público pero mi cansancio no me permitió disfrutarla como yo quería y salí con cierta sensación de decepción, a pesar del excepcional trabajo de los actores, de la excelente dirección y de la magnitud del espectáculo. La he saboreado mejor en esta ocasión -es lógico, está más hecha, más redondeada-. Es una función muy recomendable, sobre todo por la interpretación, la piedra angular sobre la que se sostiene. No me cansaré de elogiar a Carlos Hipólito, uno de esos actores que nunca parece que está actuando, que sabe beberse los personajes y convertirlos en él mismo, con la virtud de que siempre son convincentes y naturales y que nunca se parecen entre ellos. Le acompañan Ginés García Millán, que ya desde sus primeros silencios deja patente la frialdad y perversidad de su personaje; Gonzalo de Castro, el triunfador, el vendedor estrella, absolutamente seguro de sí mismo; Alberto Jiménez, verborrea y nervios a partes iguales, que tira la piedra y esconde la mano; Andrés Herrera, siempre junto al sol que más calienta, timorato y asustadizo; Jorge Bosch, el comprador, fácil de convencer con un whisky en la mano pero que se derrumba cuando su mujer toma el mando... Y Alberto Iglesias, el policía, el inquisidor. Daniel Veronese dirige la orquesta y ha logrado que estos magníficos instrumentos suenen afinados y empastados para interpretar una partitura que es, probablemente, lo más flojo de la función. El texto de Mamet esconde más que muestra, es cierto, pero a pesar de que aborda una cuestión que sigue arañando y escociendo en nuestros días, ha perdido prestancia y amarillea en algunas de sus páginas. Convence, pero no emociona. Con todo, merece la pena acercarse por el Español para ver a un puñado de magníficos actores en un magnífico ejercicio de interpretación.
Foto: Ros Ribas