En un artículo publicado en Le Monde el pasado 17 de febrero, Guyoton señala que desde hace 40 años las políticas que buscan contrarrestar los efectos negativos de la “desregulación económica” no han cesado de alternar entre el dejar-hacer y el proteccionismo. Algunos piensan que, para detener el dumping social y los perjuicios sobre el medioambiente, es preciso levantar barreras. Otros, por el contrario, preconizan liberar más aún el comercio transnacional, basándose en los excedentes de prosperidad para tratar los daños. Pero el proteccionismo y el ultraliberalismo son ambos ciegos. Uno favorece los actores de una nación, con el riesgo de apoyar a las empresas proponiendo productos más caros, o menos eficientes, sin que éstos sean necesariamente irreprochables. El otro no ve los estragos causados por las condiciones de trabajo medievales ni los infligidos al medio natural, espera la « mano invisible » del mercado, desgraciadamente ilusoria, como nos ha recordado la tragedia del Rana Plaza -edificio en Bangladesh de nueve plantas con talleres textiles, que se desplomó como una torre de papel en abril de 2013- donde más de 1.100 obreros perecieron.
(Foto: millares de Bangladeses reunidos, el 24 de avril de 2016, para conmemorar el 3º aniversario de la "catástrofe de Dacca" que provocó, en 2013, en Savar, suburbio de la capital de Bangladesh, más de 1.100 muertos). MUNIR UZ ZAMAN / AFP
Entre estos dos tipos de ceguera emerge una tercera vía, estrecha, pero la única digna de perseguirse si esperamos contener las desviaciones taponando los desastres del nacionalismo económico o del capitalismo salvaje. La tercera vía es la ambición de ofrecer los mejores bienes asegurando modos de fabricación irreprochables. La tercera vía será posible integrando en la esencia de cada acto de compra el costo social de las mercancías, teniendo en cuenta externalidades negativas a lo largo de la cadena para que al final el consumidor se convierta en un ciudadano-consumidor, para que compre en conciencia. Pero esta nueva economía está enfrentada a un enorme desafío: faltan datos sobre las redes tentaculares del aprovisionamiento.Felizmente, gracias a las organizaciones no
gubernamentales que sensibilizan o denuncian, como Amnistía Internacional,
sabemos hoy más sobre los resortes de la esclavitud moderna. Las nuevas
tecnologías aportan también perspectivas prometedoras: smartphones preguntando
a los trabajadores sobre su bienestar, drones controlando los compromisos en
materia de no-deforestación, transacciones “blockchain” para certificar el
origen de los comestibles, clasificaciones a base de inteligencia…
Los legisladores se involucran en los países pobres
como Bangladesh, tratando de establecer las condiciones de seguridad
aceptables, así como en los países industrializados, al igual que las empresas
de la Unión Europea que obliga a las firmas a dar cuenta de sus acciones para
asegurar sus redes industriales. Pero es imprescindible ir más allá. El deber de vigilancia es un proteccionismo
inteligente que separa el grano de la paja, que dirige a las empresas hacia un
mejor posicionamiento social, cualquiera que sea su país de origen antes que
fortalecerlas en sus prácticas discutibles.
El aumento de un neonacionalismo exacerbado al otro
lado del Atlántico es de naturaleza contradictoria a lo que escribía
Montesquieu: “el efecto natural del comercio es el de llevar a la paz”.
Invirtamos la tendencia antes de que sea demasiado tarde. Ampliemos el deber de
vigilancia al nivel europeo con el fin de construir una alternativa progresista
ambiciosa.