MADRID – Es muy probable que la historia del futuro defina la época iniciada en 1945, con la Guerra Fría y la descolonización, como la era de globalización definitiva del mundo. Como todos los fenómenos complejos y novedosos que pueden ser contemplados desde distintos puntos de vista, la globalización se puede abordar de muchas maneras. Podemos encontrar definiciones de la globalización como integración económica mundial –sobre todo de la economía financiera-, interdependencia política en un sistema policéntrico de poderes –que sustituye a los grandes bloques de la Guerra Fría-, una nueva red mundial de relaciones e intereses, y otra variedad de cosas. Pero creo interesante definir la globalización como el proceso emergente de una civilización mundial compartida, algo inédito en la historia.
El famoso y pesimista paradigma del “choque de civilizaciones” anunciado por Huntington, parecido a choques de trenes lanzados por una vía única, ha sido sustituido por una caótica pista de autos de choque de antigüedad, diseño, peso y poderío muy diferentes. Lo que estamos viendo más bien es la desaparición y disolución de las civilizaciones tradicionales de ámbito regional, como África subsahariana, Sahel, Oriente Medio o Asia Oriental, pero también Europa y América (Occidente, en general), en una red mundial de características nuevas aún en formación.
Una civilización común en sociedades con culturas diferentes
Una civilización única es compatible con la existencia en su seno de diferentes culturas y estilos de vida, y también de diferentes sistemas políticos. No tiene mucho que ver con las antiguas e ingenuas ideas de un gobierno mundial con instituciones semejantes a las de, por ejemplo, Estados Unidos o la URSS. Aunque ese temor a la uniformización impuesta por las superpotencias, o por emigraciones de masas de población pobre, sigue latente y con efectos poco positivos, como vamos a ver enseguida.
La civilización única es algo más sencillo y, a la vez, mucho más complejo que esa especie de ONU expandida: es un conjunto de instituciones económicas, políticas y sociales análogas basadas en las mismas técnicas, estructuras e ideas básicas. Todos los países, con excepciones marginales del estilo de Corea del Norte o los Estados fallidos, o excepciones parciales como las de China y los países socialistas supervivientes, comparten la premisa de que deben tener instituciones políticas basadas en la división de poderes, sistema electoral con partidos políticos y sindicatos libres, educación obligatoria garantizada, medios de comunicación independientes etc. La economía debe ser la de mercado, el Estado de derecho y, si es posible, garante de la seguridad y del bienestar privado. Debe haber libertad de iniciativa, de movimiento, de información y de acceso a internet y otras redes mundiales, como el turismo. Por supuesto, en multitud de casos esta es una representación puramente impostada adaptada a la realidad agobiante de gobiernos puramente oligárquicos y corruptos, pero parece obligado representar ese teatro incluso en China, Rusia o Venezuela, modelos de dictaduras, semidictaduras o seudodemocracias en las que el mundo está siendo muy imaginativo.
Un antecedente: la Grecia antigua
El pasado nos ofrece un ejemplo bien conocido de civilización compartida por diferentes regímenes políticos con notables diferencias culturales: la antigua Grecia, fuente y origen a la que, pese a la insistencia en expulsar a las humanidades de la educación, siempre resulta conveniente volver en busca de inspiraciones.
Los griegos de la época de Pericles vivían enfrentados pero compartían mitos, religión, lengua y algunas ideas básicas acerca de sí mismos y del mundo que les permitían reconocerse como helenos, sin parecerse por lo demás en nada a una nación en sentido moderno. Políticamente estaban divididos en un elevado número de pólis (ciudad-estado) articuladas de modo parcial y variable en diferentes ligas y alianzas, y al final en dos grandes bloques enfrentados, los liderados por Atenas y Esparta. Pero por encima de la civilización compartida, entre pólis como Atenas, Esparta y Tebas había diferencias culturales y constitucionales tan notables como las que hoy separan, por ejemplo, a los Estados Unidos o la Unión Europea –dos conjuntos muy variados, a su vez- de China, y a China de Japón o India. Los griegos compartían algunas instituciones panhelénicas de tipo religioso, como los Juegos Olímpicos y determinados santuarios, como el de Delfos, pero ese terreno común de juego y cooperación no impidió el gran enfrentamiento fratricida, las Guerras del Peloponeso, que terminó con las pólis pequeñas y libres y, finalmente, con su modelo de civilización. Esperemos que el parecido de nuestra época y aquella no llegue a ese desenlace desastroso.
La globalización es un fenómeno emergente con final desconocido
Como ocurre con todos los fenómenos emergentes, la globalización no tiene una causa única ni una jerarquía de causas en cascada, sino que es un proceso no lineal, lo que significa dos cosas relevantes: que pequeños cambios pueden tener efectos imprevisibles a gran escala debido a procesos de retroalimentación, y que los cambios no son graduales y sólo cuantitativos, sino bruscos y de estado. Algo parecido a cuando calentamos un casquete glaciar y el resultado es un cambio del clima mundial, o cuando una burbuja especulativa en un país de economía grande desencadena una crisis financiera mundial. En política, encontramos ejemplos de este fenómeno en el hundimiento del bloque soviético en los años ochenta, simbolizada por la caída del Muro de Berlín en 1989, y las prometedoras “primaveras árabes” que consiguieron derribar muchos regímenes locales pero sin lograr instaurar sistemas democráticos, salvo en Túnez, llevando el caos y la guerra al norte de África, el Sahel y el núcleo de Oriente Medio.
Una característica sin duda temible pero fascinante de los procesos emergentes es que al igual que no es posible detectar una causalidad simple del proceso, tampoco es posible anticipar cómo acabará, es decir, cuándo y cómo recuperará el equilibrio en un nuevo sistema relativamente ordenado. De momento, la civilización planetaria es internet, economía digitalizada e integración financiera, multinacionales gigantescas fiscalmente deslocalizadas, intercambio de poblaciones y convergencia cultural, interdependencia y debilidad de los Estados nacionales e instituciones internacionales, conflictos locales y terrorismo global, retirada de las superpotencias y emergencia de Estados fallidos, crisis energética y medioambiental, y una larga lista de cosas más, positivas y negativas. También cosas más complicadas por lo abstractas, como crisis del concepto de soberanía, multiculturalismo y tensión entre conciencia global y nacionalismo político.
¿Mundo global o encierro en la aldea?
Parémonos un momento en esta última cuestión: la tensión entre la creciente percepción de que vivimos en un mundo globalizado, y la opción de que lo importante es salvar mi país y estilo de vida. Una contradicción habitual en los estudios demoscópicos es el elevado porcentaje de personas que se consideran “ciudadanas del mundo” en muchos países y que, simultáneamente, sobre todo en los países más desarrollados aunque no sólo en estos, reclaman políticas de cierre de fronteras, recuperación de la soberanía nacional, economía proteccionista y frenos a la emigración de terceros países.
¿Cosmopolitismo y nacionalismo a la vez, cómo es posible? Pues lo es, está pasando ante nuestras narices como muestra la crisis de refugiados en las fronteras europeas. Por una parte, los ciudadanos europeos están sinceramente conmovidos por las imágenes desgarradoras de los naufragios y ahogados, los campamentos de refugiados y la desesperación de millones de personas que huyen de Siria, Irak, Afganistán y otros infiernos en Estados fallidos. Hay una vaga sensación de culpabilidad colectiva, pues no pocos de esos países, por no decir todos ellos, son Estados fracasados surgidos del reparto colonial europeo y después destrozados por la descolonización, la Guerra Fría y otros factores culturales y también religiosos (estos últimos incrementan el malestar difuso).
Estas personas llegan a Europa convencidas en muchos casos de que el europeo no solo es el estilo de vida que quieren para sí mismos y sus familias –estilo de vida que conocen de modo aproximado por las grandes fuerzas unificadoras de la cultura actual, la televisión e internet-, y también convencidas de que en Europa encontrarán sociedades compasivas y tolerantes, con gobiernos limpios y eficaces que se toman en serio los derechos humanos de los que ellos carecen en sus países de origen. Lo que encuentran en realidad son sociedades envejecidas y asustadas que temen perder su estilo de vida superior. A la hora de la verdad, eligen la seguridad de toda la vida, identificada con el cierre de fronteras, el control de los extranjeros, la soberanía de su país y la defensa de sus tradiciones culturales y del egoísmo económico.
Cualquier gobernante sabe que eso es lo que quiere la mayoría, y que ignorarlo se traduce en auge de los partidos populistas y xenófobos, en el descrédito de las instituciones europeas y en la caída de la popularidad doméstica, como le ha ocurrido a Angela Merkel. Por supuesto, la minoría al tanto, informada, sabe que esas seguridades son meras ilusiones. El mundo se ha hecho demasiado complejo y caótico para los gobiernos nacionales del pasado y la soberanía política nacional es una mera ilusión reaccionaria, por muchas pasiones que levante en países como España en sus versiones separatistas. Por otra parte, es cierto que nadie sabe cómo proceder en esta crisis, ya muy duradera y sin final previsible a la vista. Tampoco es posible ignorar, refugiándose en admirables argumentos humanitarios, que hay problemas sociales, económicos y político-culturales para la acogida masiva de grupos humanos con tradiciones tan diferentes y en ocasiones vistas como antagónicas, caso de los musulmanes que reciben un rechazo creciente a causa del auge del fundamentalismo y el terrorismo yihadista.
En cualquier caso, los problemas que comentamos no pueden ser ni siquiera abordados con realismo, no ya solucionados, sin asumir que vivimos en un mundo globalizado con una civilización compartida, que la soberanía es ahora más relativa y lábil que en el siglo pasado, y que la interdependencia es la regla presente y del futuro. Esto se admite a regañadientes para problemas como el cambio climático o los desastres medioambientales, pero se sigue negando para la crisis demográfica, el flujo y mezcla de poblaciones o el futuro del Estado de Bienestar. Así que el nacionalismo y el negacionismo de los problemas, las formas de “pensamiento mágico”, actúan en sentido contrario al sensato y necesario. No es fácil convencer a sociedades asustadas como las europeas de que es imposible volver a unos cómodos años setenta con internet, viajes baratos y energías renovables.
Por otra parte, y aquí está la esperanza, las grandes ciudades y zonas urbanas se están convirtiendo de modo natural en factorías de experimentos e integración globalizada silenciosa (los fracasos hacen mucho más ruido que los progresos). La elección del nuevo alcalde de Londres, Sadiq Khan, un paquistaní musulmán en pleno debate del Brexit y auge del populismo eurofóbico, es un hecho alentador: señala cuál es la dirección para encontrar soluciones creativas, inclusivas, a las tensiones disgregadoras consecuencias de la globalización.