Las negociaciones para cerrar ese acuerdo han sido numerosas (por el número de partidos con los que acordar), complejas (por los diferentes y hasta opuestos intereses de cada uno de ellos) y, más que discretas, opacas y ambiguas. Todo ello daba pábulo a la desconfianza y el malestar, incluso en el propio PSOE. Durante las mismas, algunos barones territoriales socialistas expresaron sus recelos por los compromisos que tuviera que aceptar su partido para ganarse el apoyo de otras fuerzas parlamentarias. Temían que se tuvieran que cruzar determinadas “líneas rojas” que todos ubican en las concesiones soberanistas que exigiera ERC, el partido independentista del líder catalán Oriol Junqueras, actualmente en prisión. Existía temor también en otras autonomías, temerosas de la posibilidad de un trato privilegiado a Cataluña que, por mucho “conflicto político” que mantenga con el Estado, iría en detrimento de la igualdad de derechos y prestaciones que todas las comunidades merecen. Todos, barones, autonomías y oposición, desconfiaban de unos apoyos, por otra parte imprescindibles, procedentes de partidos independentistas debido a las contrapartidas que pudieran exigir, aunque sea el mero reconocimiento político de su “singularidad” y el derecho democrático a perseguir sus objetivos, en el marco del “ordenamiento jurídico” existente; es decir, constitucional. A pesar de todo, tales objeciones eran las tomadas por “amistosas”, planteadas por los que, en cualquier caso, preferirían la formación de un Gobierno de izquierdas a la repetición de unas terceras elecciones generales, de cuyo resultado nadie excluye un bandazo, por hastío, hacia la diestra. La oposición de derechas, que recupera poco a poco terreno, apostaba por nuevas elecciones, bloqueando con una negativa férrea la investidura con sus votos o abstención de un presidente socialista. Y para denostar, a renglón seguido, los apoyos logrados en la bancada de la izquierda, única opción posible. En este sentido, la derecha ha actuado, como se conoce coloquialmente, de forma que “ni come ni deja comer”.
Cuando escribo este comentario aún no se conoce el resultado del pleno de investidura. Pero la munición empleada por la derecha, antes y durante la sesión, ha sido contundente y de grueso calibre. A estas alturas de la democracia en España, tales actitudes viscerales de confrontación parecían haber sido superadas en el proceder democrático de la alternancia del poder y en los usos de cortesía, basados en el respeto y la educación, en las relaciones personales y la diatriba entre los políticos, cual adversarios y no como enemigos irreconciliables. Sin embargo, las descalificaciones, los insultos, las amenazas, las mentiras y las insidias han acaparado el contenido de los reproches dirigidos desde determinados sectores sociales de la derecha -político, mediático, económico, etc.- a los partidos empeñados en consensuar un gobierno de izquierdas y a los partidarios que apoyaban tal iniciativa, por otra parte, perfectamente legítima y democrática, dada la mayoría representada en el Parlamento, derivada de la voluntad, expresada en las urnas, de los ciudadanos.
Más explícito era el de un filósofo, columnista de ABC, que afirmaba que “la situación es gravísima” porque el Gobierno en funciones se apoya “en quienes quieren destruir la Nación y destruir la Constitución”. Asegura el alarmista que “otra guerra civil es posible”. Habla de odio para referirse a la memoria histórica, de la chabacanería instalada en el Parlamento, por la fragmentación partidista, y del imperio de la mediocridad, política y social. Por todo ello, concluye que “España casi agoniza (…) que puede morir”.
Si todo lo anterior no es catastrofismo, al estilo de la portavoz parlamentaria del Partido Popular cuando dice que la situación actual es peor que cuando ETA mataba, ¿qué será entonces catastrofismo? Esos velados llamamientos a una intervención del Ejército (“los poderes del Estado”) o avisos de que “otra guerra civil” parece justificada, no constituyen simples ejemplos de una diatriba política polarizada, sino amenazas nada sutiles de una derecha radical que está dispuesta a utilizar todos los medios a su alcance para retener un poder, un gobierno, un país, una sociedad, una economía y una cultura bajo las directrices de su ideología. Y ello es grave y peligroso. Porque si las derechas consideran que la democracia y la libertad sólo son válidas si les sirven para retener el poder, tachando de ilegítimas las alternancias en el gobierno por decisión soberana de los españoles, entonces corremos el riesgo de que se produzcan todos los males apocalípticos que nos vaticinan si ellas no gobiernan. No hay que olvidar que fueron las derechas las que iniciaron la última guerra civil en España para “defenderla” del gobierno legítimo de la República.