Godard ante el espejo. Pequeño elogio de “Elogio del amor”

Publicado el 21 enero 2010 por Ventura

“Unimento spirituale de l´anima e de la cosa amata”
Dante

En una de esas frases memorables que Agamben, tratando de hacer valer un afilado instinto poético-filosófico de vez en cuando pare sin esfuerzo, sugiere que entre la percepción de una imagen y el reconocerse en ella existe un intervalo que los poetas medievales llamaban amor[1]. A ese amor, o sea, al espacio que media entre plano contraplano, Pickpocket y Matrix, Israel y Palestina, es al que Godard elogia con pasión y distanciamiento en la película más decisiva de los últimos 20 años. La importancia de ese intervalo a la hora de preguntarse por el estatuto de la imagen y la historia del cine es una cuestión nuclear. Mientras Hollywood neutraliza ese intervalo negando la experiencia iniciática del amor, la recepción contemporánea del cine francés, con los bressonianos a la cabeza del motín, prolongan ese intervalo infinitamente. Si al obviar por completo la existencia de ese intervalo, el primero hace coincidir la imagen representada con la realidad, al prolongarlo infinitamente, el segundo asimila la imagen a la presencia intermitente pero efectiva del espectro.

De este modo, cada uno a su manera, tanto el destino del cine europeo (Bresson) como el pacto con la industria que distribuye los sueños (Hollywood), se deben a la misma lógica, en el fondo la misma que marca con la señal de la infamia el funcionamiento del espectáculo. Según Godard, al capturar el intervalo y hacerlo sustancia, ambas desarrollan un dispositivo que hace posible la identificación y reduce la potencia redentora del intervalo: si bien Matrix ahoga ese intervalo en un reconocimiento sin grietas y la recepción de Pickpocket lo reproduce extendiéndolo hasta el infinito, en ambos la gestión de ese intervalo se ha transformado en espectáculo y este en capital apto para circular y producir valor.

Considerado por todo lo que tienen de variables y de efímeras, las imágenes reproducidas por estas dos poéticas se someten al uso dialéctico que, a través del montaje, marca la verdad poética de Elogio del amor. La verdad de esas imágenes está directamente relacionadas con la verdad de la experiencia amorosa. En ellas no sólo subsiste el potencial crítico con el que se desactiva el dispositivo que regula el régimen de las imágenes, sino que también sobrevive la tensión original que habita toda imagen y que se patentiza en el uso constante de la interrupción. La experiencia, casi siempre íntima y solitaria, de esa interrupción remite a una temporalidad incoherente y heterogénea, cuya verdad acontece en el instante mismo de la interrupción: dando a ver la herencia de la imagen que falta[2], la poética de Godard recoge de esa carencia una potencia que el filme aspira a manifestar; como recuerda Ranciére, hay algo así como un poder de la imagen que resiste a todas las traiciones. La vida póstuma de esas imágenes supervivientes, el testimonio de esa resistencia, se corresponde con una verdad poética por la cual el intervalo que separa y que subsiste después de la percepción de su imagen ante el espejo logra mantener a distancia su propio reconocimiento en un “gioco que mai non fina”. Que el (no)lugar de este no-reconocimiento no termine siendo pasto para el espectáculo depende no tanto de asignar un lugar para la imagen como de la suerte que corra la capacidad de imaginar y de su valor político. Mientras como apunta Agamben, el espectáculo es “la expropiación y la alineación de la sociabilidad humana”[3], la imaginación librada a sí misma asume como propia la tarea más radical y a la vez la más sencilla, es decir, modificar la posición de las cosas, de los discursos, el triunfo del amor y el declive de los celos.


[1] Agamben, Giorgio, Profanaciones, Anagrama, 2005, Barcelona

[2] La traición del cine a sí mismo estriba en no haber estado presente donde debía –en Auschwitz- y por lo tanto en no estar a la altura de su promesa: la de la pura presencia

[3] Agamben, Giorgio, La comunidad que viene, Pre-textos, Valencia, 1990

José Miguel Burgos Mazas