Ed. Interzona, 2012
Este fue mi segundo encuentro con la obra de este escritor (leí sin embargo varias traducciones suyas de otros autores, la que más recuerdo es “El dios salvaje”, de Al Alvarez, libro absolutamente genial). La primera vez fue con “El lamento de O’jaral” y me pareció una tortura. Quizá se debió a alguna particularidad mía por aquella época, pero me tomó como 5 meses terminar la novela. Me dolió, el aburrimiento que me produjo me calaba los huesos como la humedad, yo quedaba luego de un par de páginas como expuesto a algún tipo de radiación ácida, deprimido, en fin, no me gustó mucho que digamos. Así que cuando me prestaron esta novela, le puse la mejor voluntad, aunque estaba dispuesto a tirarlo por la ventana si me sentía arrastrado hacia los desbarrancaderos aquellos que tan bien conocí anteriormente. Ahora, que atravesé el “Gongue” -o mejor, que me atravesó-, puedo arriesgar una teoría: Marcelo Cohen no debería escribir nunca libros de más de 80 páginas. “Gongue” es absolutamente magistral, y lo es precisamente porque está muy sabiamente dosificada. Me explico: la prosa de Cohen es deleitable, como una golosina de excesivo sabor (es posible citar cualquier párrafo para demostrar que es un escritor magnífico, cualquier frase, cualquier contubernio entre de dos palabras que usualmente aparenta un carácter levemente ilícito), como una gran torta de merengue, de digamos 20 kilogramos, que por un proceso químico-cuántico fue comprimida en la geografía de un alfajor. Es imposible soportar 200 páginas (al menos para mí lo es), de espectacular prosa meditada, descompuesta atómicamente y vuelta a recomponer como si se construyera de nuevo el lenguaje en cada línea. En “Gongue” la historia es mínima. Un hombre, Támper, vigila las posesiones inundadas de su jefe, armado de ciertos aparatos tecnológicos, un lanchón tirado por un animal de seis patas, el instrumento musical conocido como gongue (imaginable como una especie de gong), la celebración de un Dios cabrón y abandonito y sus delirios metafísico-sexuales: Támper es Sor Juana Inés de la Cruz en Woodstock. Sobre el flujo cruzado del Delta, Támper despliega el gongue, que se desplaza reptando sobre las aguas, encabalgado en él su discurso apasionado, senil, perezoso pero inmensamente apasionado. Cohen inventó una geografía para sus novelas, el Delta Panorámico, que vertebró con una particular semántica. En esta novela, la naturaleza se despliega parsimoniosamente y la humanidad, esa cosa artificiosa, tecnocrático-biológica, ese palabrerío, se adecua a ella contraponiéndole una sonoridad que busca armonizar con ella, pero enfrentándola y a la vez riñendo consigo misma. Son solamente 80 páginas. Pero la lectura es arduamente sensual, enormemente gozosa. Se me acalambran los dedos en mi intento por evitarle adjetivos elogiosos, pero la verdad es que quiero llenar de loas, vivas, hurras y demás al gongue coheniano.
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