“Good old boys”: Wake in fright, retrato demoníaco de la Australia interior. Un clásico de culto perdido y encontrado

Publicado el 26 agosto 2010 por Esbilla

We talk real funny down here
We drink too much and we laugh too loud
“   Randy Newman, Rednecks

Wake in Fright (Outbreak, Despertar en el infierno)

Director: Ted Kotcheff

1971

114 min.

Australia/Estados Unidos

Fotografía: Brian West

Música: John Scott

Guión: Evan Jones según la novela de Kenneth Cook, Wake in fright, 1961

Reparto: Gary Bond, Donald Pleasence, Chips Rafferty, Jack Thompson, Sylvia Kay, Al Thomas, Peter Whittle, John Meillon

Como en la radio de antes. A petición de un oyente. Aquella entrada sobre el Harlequin de Simon Wincer que utilicé como promontorio desde el que realizar una apurada panorámica del cine australiano de finales de los 70 y primeros 80, provocó que el extraordinario feedback que se produce aquí animara a este solicitante amabilísimo a ponerme sobre la pista de un film australiano completamente desconocido para mi en aquel momento: Wake in fright, virtualmente invisible durante décadas (contando con un pase televisivo de carácter legendario en 1989) y solo muy recientemente rescatado, literalmente, de la basura. Literalmente, sí. En 1999 y tras mucho buscar, el empeño personal de Anthony Buckley, montador de la película, en encontrar la copia original de este título de culto y pieza clave (a posteriori) del nuevo cine australiano dio finalmente frutos. El negativo se encontraba almacenado en Pittsburgh bajo la etiqueta de “a destruir”. La historia completa aquí y una magnífica entrevista con el director Ted Kotcheff en la revista digital Sense Of Cinema.

Así comienza la segunda vida de una película extraña e incómoda, muy poco vista en su país de origen (curiosamente en España si conoció distribución en salas)  donde fue un fracaso absoluto. Principalmente por su audacia fuera de tiempo, por suponer la atroz contrafigura de las comedias tipistas que triunfaban o triunfarían en el momento, destrozonas humoradas del pelaje de The Adventures of Barry McKenzie (Bruce Beresford, 1972) y sus secuelas, la contracultural  Stork (Tim Burstal, 1971) protagonizada por el peculiar Bruce Spence, luego célbre por su rol en Mad Max 2: el guerrero de la carretera (George Miller, 1982) o las  comedietas picantes tipo Alvin Purple (Tim Burstall, 1973)  con las cuales compartía el color local, la bonhomía (aparente), el sentido grupal de los australianos o la comicidad beoda, para deformarlos o más bien mostrarlos en su crudo aspecto real; una fiesta de borrachos contemplada por alguien sobrio. Desde fuera las bromas ya no tiene gracia, la hospitalidad es agobio y la violencia late con fuerza. Amenazante. Subterránea.

En no pocos aspectos resulta una versión de la literatura más perturbadora de Jim Thompson, con su particular sentido de la sátira cruel y esa facilidad para penetrar en mentalidades de apariencia simplona que ocultan auténticos barrancos de neurosis y psicopatía, a la que se le incorpora una enorme atención al detalle veraz, un recurso constante a lo implacable del medio físico, a la fuerza anímica del paisaje y la temática, tan querida por las cinematografía de los años 70 del hombre contra si mismo.

Wake in fright (distribuida en USA como Outback y traducida en España como Despertar en el infierno, aunque más vulgar y exactamente sería: “despertar acojonado”, en el sentido de sentir una angustia que es como haberse tragado una piedra de cien kilos o haberse bebido un lago de cerveza) adapta una novela del periodista Kenneth Cook casi una década anterior, en la que se narra con áspero realismo y atravesado sentido del humor una crisis existencial sobrevenida en el pero lugar posible: Bundanyabba, o “El Yabba” como cariñosamente le dicen los locales.

Desafortunadamente no he podido leer la novela, con lo cual no puedo compararlas de primera mano, pero al parecer traslada con extrema fidelidad, no solo el argumento (incluidos sus giros más turbios) o diálogos y líneas completos, sino lo más importante, la plasmación física y sensorial de una asfixia ambiental, de un aturdimiento que se extiende por el cuerpo del film, que devora al protagonista de fuera a dentro y sumerge el espectador en un entorno de pesadilla, no por cotidiano menos aterrador. Al contario, la “arrogancia de los idiotas que quieren que seas tan idiota como ellos”, como en un momento se explica el protagonista –un maestro que amortiza su beca enseñando en una escuela perdida del interior del país mientras fantasea con el regreso a Sydney y a los brazos de una novia que siempre recuerda como una atlética surfista al borde del mar como sublimación de su frustración sexual y en todos los órdenes- , combinado con el alcoholizado nihilismo del demoníaco Doc Tyron al que personifica un insuperable Donald Pleasence, sátiro-guía del descenso del anti-héroe (y de nosotros con él) al fondo de si mismo

Todo el film está cruzado de parte a parte por un raro simbolismo casi bíblico. Durante su primer encuentro Tyron le dice a Gran que El Yabba es el infierno y que todos los pequeños diablos están orgullosos de el (en referencia a la amabilidad el sheriff interpretado por el carismático Chips Rafferty con su calmado estilo y su imponente presencia). El Yabba parece una variante australiana de Sodoma, o una esquinita del averno mismo, pero sus habitantes no se dan cuenta, viven su cotidianeidad como si nada más pasara, solo los llegados de fuera perciben el aroma a azufre y el mejor adaptado es, claro, Tyron. Él se da cuenta de todo con la lucidez que facilita el no solo haber estado allí, sino haber decidido comprase una parcela. Durante este viaje interior al protagonista se le ofrecerá todo lo prohibido sin ninguna responsabilidad posterior, sin remordimiento: beber, apostar, follar, pelear, matar.

Solo que al final, y parafraseando al poeta asturiano David González, el demonio le comerá las orejas. El infierno privado no tiene vuelta (en un momento del film, ya al final, Grant trata de huir del Yabba haciendo autoestop solo para conseguir que un camión lo traiga de vuelta al mismo sitio porqeu ¿cómo va uno a fugarse de si mismo?) y está conformado de calor, de amabilidad, de inconsciencia y camaradería masculina. Entre litros de cerveza, masacres de canguros –la larga e insoportable secuencia nocturna durante la que el protagonista participa en una cacería fue en su momento particularmente polémica, pese a que rebajaba considerablemente las vívidas descripciones de Cook, aunque manteniendo un detalle particularmente sórdido y simbólico: un Pleasence enloquecido emasculando a los canguros y paseándose con los testículos cortados en los bolsillos), ninfómanas -las tres únicas presencias femeninas del film son promesas de sexo que nunca culminará: la novia en el recuerdo, la hija de uno de sus hospitalarios nuevos amigos (cuyo furor uterino es célebre entre los hombres de la ciudad) y la extravagante recepcionista del hotel que, en un detalle turbador, aparece siempre remojándose con la apunta de sus dedos humedecidos en actitud lánguida y frente a un ventilador-, peleas de gallitos y homoerotismo embotado.

No resulta gratuita la estructura circular de la narración, que comienza además con una panorámica de 360º que con irónica parsimonia da cuenta del entorno vital del protagonista: la escuela, un hotel, un apeadero y la nada.

A través de esta valoración dramática y metafísica del paisaje, Wake in fright (junto a Walkabout de Nicolas Roeg también de 1971 y otro film de extranjero en Australia, algo sobre lo que volveré más adelante) anticipa los futuros logros del fantástico y prefigura el llamado Australian Gothic, escuela de la que, seguramente, la invisible Summerfield (que aún sigo buscando) sea máximo exponente. Con este film de 1977 dirigido por Ken Hannam (quien en  1975 había dirigido también Sunday Too Far Away, que comparte con Wake in fright no pocas coordenadas estéticas, adema´s de la presencia poderosa de Jack Thompson como perfecta encarnación de la masculinidad australiana, aunque un tono muy distinto en su retrato de los buenos chicos de la Australia interior) comparte la idea de la comunidad cerrada, de organismo que devora al visitante. Algo que está presente también, aunque desde una óptica entre el tebeo underground y la sátira en la primeriza The cars that ate Paris (1974), obra primeriza del pronto básico Peter Weir. Estas característica, en algún modo emparentan estos filmes con otra cult movie, en este caso la británica The Wicker Man de Robin Hardy en 1973.

La mirada “desde fuera”, que antes anticipaba, hacia una comunidad con reglas ignotas (entre las que rechazar la invitación a una cerveza resulta ser la mayor ofensa) está singularmente potenciada por la “extranjeridad” de sus responsables, quizás razón última de la falta de piedad, de la mirada impertérrita sobre el país que toda la película supura y que provocó el rechazo inmediato de su audiencia principal. Co-producido por los Estados Unidos, dirigida por el canadiense Ted Kotcheff – un director merecedor de mejor carrera y que ya había dado muestras de su capacidad para el análisis de las comunidades en su film más prestigioso, la comedia dramática judía The Apprenticeship of Duddy Kravitz (1974), sobre las desventuras de un joven Richard Dreyfuss y cuyo trabajo más popular, la bien reivindicable Acorralado (por mucho que cambie el sentido de la contundente novela Primera sangre de David Morrell), puede verse como una inversión de los términos de Wake in fright: mientras John Grant es integrado con vehemencia, John Rambo es expurgado desde el minuto uno-, actuada por los británicos Gary Bond y Donald Pleasence y escrita por el jamaicano Evan Jones que había ya guionizado la anterior película de Kotchef en Inglaterra, Two Gentlemen Sharing (1969) y que fuera autor del libreto del  de la excepcional Funeral en Berlín, segunda aventura del espía Harry Palmer y de varios más para Joseph Losey (nada menos que Eva en 1962, Estos son los condenados en 1963 y Rey y patria en 1964), quien se interesó en su momento en la novela de Cook para un posible proyecto liderado por su habitual Dirk Bogarde. Un material muy apropiado para Losey, no hay porque no reconocerlo.

Film de culto auténtico, cuya fama, acrecentada por los años de inaccesibilidad no está justificada únicamente en el mito creado a su alrededor (excelente artículo aquí de Julian Savage sobre el tema) sino que es sólida, levantada sobre la verdad de una realización sin concesiones, progresivamente malsana, que engasta la deriva psicológica del personaje con la fiebre que asalta a una puesta en escena que se adapta a los vaivenes de John Grant combinado la distancia, el extrañamiento, la ironía y el furor (el agresivo montaje de recuerdos, fantasías y sensaciones que golpea la pantalla tras la noche de caza y algo más que culmina con el intento de suicidio del protagonista) y cerrándose de manera demoledora con la sonrisa borrachuza y los ojillos achispados del gran secundario John Meillon, dueño del hotel al que Grant regresa, otra vez, tras las mejores vacaciones de su vida.