“Parece que va a llover” -murmuró-.
Hablar del tiempo es muy socorrido. Estamos rodeados de conversaciones banales, que en realidad no implica que esas personas también lo sean.
Hay distintos tipos de personas, atendiendo a las conversaciones que suelen mantener. Existen las personas que les encanta ser el centro de atención. Y, de hecho, son las protagonistas en el 99 por ciento de las reuniones. Son sociables y extrovertidos. Con facilidad para conocer gente. Lo que vulgarmente se dice, que hablan hasta con las piedras. Hablan de sí mismas y de su visión de la realidad. Tienen mil y una anécdotas y son capaces de repetirlas, cada vez con más gracia, en todas las ocasiones que les brinde el día.
Por otro lado, están aquellas que, aún teniendo un encanto natural y siendo sociables, les gusta mantenerse en un segundo plano. Abusan menos de las conversaciones banales y más del socorrido “hablar del tiempo”, porque a veces, es una excusa perfecta para hacerse con el protagonismo de las reuniones. Huelen a inseguridad en ambientes conocidos, pero su autoestima aumenta cuando comienzan a captar la atención.
Para no alargar mucho la clasificación, ocupémonos ahora de los discretos o tímidos, que no tienen que ser sinónimos. Pasan totalmente desapercibidos y solo hablan por alusiones. Sin embargo, aquí los hay de dos tipos: los que odian estar en este rol y los que aprenden y analizan las situaciones y sus aportaciones son de calidad. Hay ‘madera’ en sus intervenciones, pero no malgastan sus energías en reuniones intrascendentes.
Él pertenecía al segundo grupo: tenía un encanto natural y no sabía cómo romper el hielo por la inseguridad aquella de que nadie encontrase interesantes sus aportaciones. Lo peor de todo es que aquel día no iba a llover, pero así decidió iniciarse en aquel grupo de gente donde la mayoría era totalmente desconocido para él.
La reunión fijó sus ojos en su robusto cuerpo. Era increíble cómo alguien tan corpulento, agraciado y atractivo (porque tampoco estos dos conceptos van siempre de la mano) podía pasar desapercibido para sus congéneres. Bien fuesen hombres o mujeres. E, irremediablemente, el estruendo de la carcajada se escuchó hasta en el quinto piso.
Su cara comenzó a ponerse roja como un tomate, como un clavel reventón, como un pimiento rojo, como una guindilla picante… Fueron segundos de ridículo, de no saber por donde salir a torear al toro de la vergüenza. Tragó saliva y bebió de su copa, encendió un cigarrillo. Exhaló el humo con la tranquilidad del que lo tiene todo hecho y, además, lo ha hecho bien.
- “Parece que va a llover”, repitió. Llueve continuamente -continuó-, la fuente del ego de algunos es inagotable y nos salpica con gotas de hastío.
De la risa se pasó al silencio. Los que fumaban también prendieron un cigarillo y los que aún tenían su copa sin apurar, la terminaron. Tras unos momentos, las conversaciones se ramificaron, ya no había un solista principal. Se volvieron íntimas, menos ruidosas y también menos banales.