Leí esta novela, una de las grandes obras del norteamericano William Gaddis (de quien ya recomendé aquí Ágape se paga), en las últimas navidades. Pero es uno de esos libros cuya reseña he ido aplazando durante meses por una sencilla razón: el fragmento que quería copiar para este blog era larguísimo y siempre me daba pereza ponerme a ello. Es un diálogo tan largo, dura tantas páginas, que no sabía por dónde cortarlo. Al final he encontrado la solución: me he centrado en un pasaje en el que dos de los personajes hablan de la escritura mientras se meten mano. Los corchetes del principio y del final son míos, lo que significa que el diálogo era más extenso y decidí interrumpirlo ahí. Gótico carpintero es otro ejemplo de la maestría de William Gaddis para dominar el lenguaje. En este caso estamos ante una novela fundamentalmente construida con diálogos (hay narración, pero ocupa poco espacio), en los que el autor ha reflejado con brillantez cómo hablamos de verdad, en la vida real (con interrupciones propias y ajenas, con abundantes digresiones, falta de concordancia, etc). El resultado es ejemplar y asombroso, y, en palabras de Joan Flores Constans, que escribe en Revista de Letras: “Gaddis no es un autor de fácil lectura ni, por supuesto, al alcance de todos los lectores; requiere un esfuerzo constante, línea a línea y palabra a palabra. La prosa de Gótico carpintero es una maraña de caminos que parecen no llevar a ninguna parte, extrañeza que acentúa una irregular puntuación que acerca la expresión al lenguaje oral y fuerza a una lectura alternativa con la que el autor persigue un ritmo irregular y asincopado” (crítica completa: aquí). Y os dejo con el fragmento: -[…] ¿Crees que por eso la gente escribe esas cosas? Novelas, digo. -Por rabia… –relajó la pierna y la acercó a ella. -No o quizá solo por aburrimiento, o sea yo creo que por eso mi padre se inventaba todas esas cosas, porque estaba aburrido, leyéndole a una niña pequeña sentada sobre su regazo se aburría y por eso siempre estaban cerca de él… –su mano siguió adelante, se detuvo acariciando unos pelos en su perezoso avance–. Por lo que acabas de decir, sobre ser prisionero de las esperanzas del otro. Y sobre la decepción. O sea yo creo que la gente escribe porque esas cosas no salen como se supone que tienen que salir. -O porque nosotros no salimos como suponíamos. No… –abrió las piernas para la yema de un dedo de ella que le rizaba los pelos–. No, todos quieren ser escritores. Creen que algo que les ha sucedido es interesante porque les ha sucedido a ellos, oyen hablar del dinero que se gana escribiendo algo barato, cualquier cosa sentimental y vulgar sea un libro o una canción y están deseando convertirse en superventas. -Ah. ¿Crees que es por eso? –su mano ahora había subido hasta la ingle de él, abierta, como para pesar lo que encontró allí–. Porque o sea yo no lo creo, o no creo que se conviertan en superventas –dijo, pesando la idea con la voz como si lo hiciera por primera vez–. O sea toda esa pobre gente que escribe libros malísimos y canciones horribles, y las canta. Creo que lo hacen lo mejor que pueden… –su mano se cerró allí suavemente–. Por eso es tan triste. -Sí… –cambió de postura casi a hurtadillas, intentando librarse de los pantalones–. Tienes razón, ¿no? -Y después cuando no les sale bien… –agarró con más fuerza la repentina hinchazón–. Cuando lo intentan y no les sale bien… -Sí ése es el, cuando lo, eso es peor sí… –con el pulgar empujó la trabilla del cinturón hacia abajo con tanta prisa como había metido la pierna en la pernera–. Eso es, ¿no? Eso es lo peor sí, hacer mal algo que para empezar no valía la pena hacer, eso es… -Porque tú podrías ¿no? –y quitó la mano–. Escribir cosas maravillosas, digo, podrías ¿no? Porque tus manos… –le cogió la que tenía más cerca–. Las he estado mirando. Han hecho tantas cosas… –y la levantó delante de él. -Sí, ya lo sé –dijo él, hundiéndose de nuevo. -Porque ¿nunca has querido? Escribir digo. O sea todos los lugares en los que has estado y todas las románticas, todas las cosas de que hablaste anoche delante de la chimenea, sobre la primera vez que encontraste oro en África cuando eras tan joven y pensaron que estabas loco. Y todos los lugares en los que has estado. O sea como Maracaibo todos suenan tan, todos suenan tan misteriosos y… […] [Sexto Piso. Traducción de Mariano Peyrou]
Leí esta novela, una de las grandes obras del norteamericano William Gaddis (de quien ya recomendé aquí Ágape se paga), en las últimas navidades. Pero es uno de esos libros cuya reseña he ido aplazando durante meses por una sencilla razón: el fragmento que quería copiar para este blog era larguísimo y siempre me daba pereza ponerme a ello. Es un diálogo tan largo, dura tantas páginas, que no sabía por dónde cortarlo. Al final he encontrado la solución: me he centrado en un pasaje en el que dos de los personajes hablan de la escritura mientras se meten mano. Los corchetes del principio y del final son míos, lo que significa que el diálogo era más extenso y decidí interrumpirlo ahí. Gótico carpintero es otro ejemplo de la maestría de William Gaddis para dominar el lenguaje. En este caso estamos ante una novela fundamentalmente construida con diálogos (hay narración, pero ocupa poco espacio), en los que el autor ha reflejado con brillantez cómo hablamos de verdad, en la vida real (con interrupciones propias y ajenas, con abundantes digresiones, falta de concordancia, etc). El resultado es ejemplar y asombroso, y, en palabras de Joan Flores Constans, que escribe en Revista de Letras: “Gaddis no es un autor de fácil lectura ni, por supuesto, al alcance de todos los lectores; requiere un esfuerzo constante, línea a línea y palabra a palabra. La prosa de Gótico carpintero es una maraña de caminos que parecen no llevar a ninguna parte, extrañeza que acentúa una irregular puntuación que acerca la expresión al lenguaje oral y fuerza a una lectura alternativa con la que el autor persigue un ritmo irregular y asincopado” (crítica completa: aquí). Y os dejo con el fragmento: -[…] ¿Crees que por eso la gente escribe esas cosas? Novelas, digo. -Por rabia… –relajó la pierna y la acercó a ella. -No o quizá solo por aburrimiento, o sea yo creo que por eso mi padre se inventaba todas esas cosas, porque estaba aburrido, leyéndole a una niña pequeña sentada sobre su regazo se aburría y por eso siempre estaban cerca de él… –su mano siguió adelante, se detuvo acariciando unos pelos en su perezoso avance–. Por lo que acabas de decir, sobre ser prisionero de las esperanzas del otro. Y sobre la decepción. O sea yo creo que la gente escribe porque esas cosas no salen como se supone que tienen que salir. -O porque nosotros no salimos como suponíamos. No… –abrió las piernas para la yema de un dedo de ella que le rizaba los pelos–. No, todos quieren ser escritores. Creen que algo que les ha sucedido es interesante porque les ha sucedido a ellos, oyen hablar del dinero que se gana escribiendo algo barato, cualquier cosa sentimental y vulgar sea un libro o una canción y están deseando convertirse en superventas. -Ah. ¿Crees que es por eso? –su mano ahora había subido hasta la ingle de él, abierta, como para pesar lo que encontró allí–. Porque o sea yo no lo creo, o no creo que se conviertan en superventas –dijo, pesando la idea con la voz como si lo hiciera por primera vez–. O sea toda esa pobre gente que escribe libros malísimos y canciones horribles, y las canta. Creo que lo hacen lo mejor que pueden… –su mano se cerró allí suavemente–. Por eso es tan triste. -Sí… –cambió de postura casi a hurtadillas, intentando librarse de los pantalones–. Tienes razón, ¿no? -Y después cuando no les sale bien… –agarró con más fuerza la repentina hinchazón–. Cuando lo intentan y no les sale bien… -Sí ése es el, cuando lo, eso es peor sí… –con el pulgar empujó la trabilla del cinturón hacia abajo con tanta prisa como había metido la pierna en la pernera–. Eso es, ¿no? Eso es lo peor sí, hacer mal algo que para empezar no valía la pena hacer, eso es… -Porque tú podrías ¿no? –y quitó la mano–. Escribir cosas maravillosas, digo, podrías ¿no? Porque tus manos… –le cogió la que tenía más cerca–. Las he estado mirando. Han hecho tantas cosas… –y la levantó delante de él. -Sí, ya lo sé –dijo él, hundiéndose de nuevo. -Porque ¿nunca has querido? Escribir digo. O sea todos los lugares en los que has estado y todas las románticas, todas las cosas de que hablaste anoche delante de la chimenea, sobre la primera vez que encontraste oro en África cuando eras tan joven y pensaron que estabas loco. Y todos los lugares en los que has estado. O sea como Maracaibo todos suenan tan, todos suenan tan misteriosos y… […] [Sexto Piso. Traducción de Mariano Peyrou]