Revista Filosofía

Goya, el Romanticismo y la clausura en lo interior

Por Javier Martínez Gracia @JaviMgracia
   El hombre representativo de la modernidad hace transcurrir su vida en dos direcciones contrapuestas y complementarias: una, hacia el desencantamiento del mundo, hacia la aceptación de lo real como un mero hecho físico, desprovisto de fines y de sentido, triste, muchas veces angustioso y, si se logra alcanzar la indiferencia afectiva, enormemente aburrido. La otra dirección, contraria a esta, nace justamente de la confrontación con esa realidad decepcionante, que lleva finalmente al progresivo distanciamiento de ella, hasta llegar al enclaustramiento en lo interior, lo cual correlaciona con el sentimiento de vacío si nada viene a sustituir a ese mundo exterior en recesión, o con la efusión de fantasías más o menos extravagantes que vienen a servir de alternativa a la realidad desechada. La progresiva pérdida de consistencia de lo real, que es, pues, la contrapartida de un paulatino ensimismamiento, se puede rastrear en la pintura yendo al punto en que aparece el impresionismo. “El impresionismo –decía Ortega– nacido de una antipatía hacia las cosas atomiza las formas en puros reflejos: de una jarra, de una faz, de un edificio, pintará sólo la masa cromática amorfa”; efectivamente, la realidad pasa en este modo de pintar a ser algo desdibujado, incierto y fugaz. En el expresionismo, mientras tanto, lo que pasa a tener consistencia es lo irreal, las fantasías que manan del mundo interior, cada vez menos necesitadas del apoyo en figuras o elementos objetivos. Pues bien, Goya es un adelantado tanto del impresionismo (su cuadro paradigmático es, en este sentido, “La lechera de Burdeos”) como del expresionismo (especialmente con las Pinturas Negras). Podemos decir, en suma, que Goya es un romántico, pues el Romanticismo es la matriz de la que salen estas escuelas pictóricas y todas las demás que fueron sucediéndolas.
   Había en Goya un sustrato psicológico que favoreció ese recorrido alternante entre el impresionismo y el expresionismo. Como de forma minuciosa constató el eminente psiquiatra y escritor Francisco Alonso-Fernández (“El enigma Goya”, 1999), Goya padecía un trastorno bipolar que conducía alternativamente su estado de ánimo desde momentos profundamente depresivos a otros caracterizados por la euforia incontenible, en una secuencia de altibajos que duró toda su vida, con dos momentos críticos especialmente graves que acontecieron cuando ya había entrado en la edad madura. En la clave que ya hemos empezado a pergeñar, la alternativa impresionista correlaciona mejor con los estados de ánimo hipertímicos, los caracterizados por la euforia, donde la vinculación del sujeto con la realidad es lábil, variable y apegada a lo inmediato. Mientras tanto, el expresionismo goyesco tendría su correlato psicológico en una retirada brusca, decepcionada y, aún más, angustiada de la realidad. Sería posible, pues, componer una secuencia con esos dos modos de hacer arte que se sustentaría en otras tantas disposiciones psicológicas: el impresionismo se correspondería con una frágil fijación a lo real que, sólo un poco más allá, se vendría a convertir en renuncia o rechazo de lo real; y es precisamente en ese momento cuando eventualmente irrumpe el mundo interior del estricto ensimismado, que en el arte empujaría hacia el expresionismo.
   En la evolución de su enfermedad a lo largo de su vida, tuvo Goya dos grandes crisis. La primera ocurrió a fines de 1791, cuando el pintor contaba 45 años (casi podríamos aún decir, como Dante, que “nel mezzo del cammin di sua vita”). Comenzó con un cuadro clínico caracterizado por la postración y la falta de fuerzas y de impulsos. La inactividad del personaje culminó en una permanencia en cama prolongada durante dos largos meses a fines de 1792 y comienzos de 1793, a la que siguió una fase de varios meses más caracterizada por una actividad limitada al interior de la casa, y que apenas le llevaba de la cama al sofá y viceversa, con pérdida absoluta de energías y ausencia de interés por la comunicación con los demás, así como diversas afecciones de orden somático. Durante año y medio, la producción artística del pintor quedó totalmente anulada. A los tres años de comenzada la crisis, en 1794, empieza a remitir el cuadro depresivo y Goya se pone a pintar.
   Existen analogías en los procesos que respectivamente afectan al cuerpo y al alma cuya pista puede resultar ilustrativo seguir en este momento. Una primera premisa, común a ambas realidades, podemos establecerla a partir de la constatación de que el dolor significa agonía, lucha, confrontación entre lo que quiere vivir y lo que se deja morir. Cuando a un montañero se le queda la mano a punto de la congelación, pero se llega a tiempo de volver a insuflarle calor, al restablecerse de nuevo la circulación de la sangre en la mano aterida, se sufre un intenso dolor. Podríamos decir que la mano había llegado a una encrucijada: un poco más, y los tejidos hubieran optado por la necrosis, la renuncia a la vida como defensa frente al dolor de la congelación que iba progresando. Cuando el cuerpo ya no protesta, cuando prolongando estos momentos críticos deja de doler, es que ha muerto. Lo que aún queda de dolor, queda de vida; y cuando se está a punto de desistir de la vida, de aceptar el alivio de la muerte, volver a vivir se hace a costa de reavivar el dolor, el combate contra la muerte. La vida, al reanudar su flujo por el tejido casi congelado, se vuelve a abrir paso con dolor.
   La depresión es un estado de práctica congelación del alma. Cuando Goya empezó a salir de la fase depresiva de esta importante crisis psíquica que sufrió, sorprendió con la producción de una serie de cuadros que Alonso-Fernández propone denominar “pintura catastrófica o trágica”, en la que aborda temáticas imprevisibles si consideramos lo que hasta entonces había sido la trayectoria de su pintura, que se podría encuadrar dentro del estricto academicismo, en la que los temas dominantes habían discurrido por una línea bucólica, festiva y más bien dulzona y superficial, y valorando los cuales, dice Ortega que “revelan un oficial de su arte, bien dotado, menos bien adiestrado y que no tiene nada que decir”. Sin embargo, en 1793-94, a la salida de su depresión, empieza por pintar cuadros de temática angustiosa: “El naufragio”, “El incendio”, “El asalto a la diligencia”, “Interior de una prisión” y “El corral de locos”.
Goya, el Romanticismo y la clausura en lo interior    En 1795, emprende Goya asimismo la tarea de realizar la colección de sus “Caprichos”, a través de los cuales muestra su íntima confrontación con el mundo en que vivía, denunciando la superstición, el vicio, la hipocresía y la corrupción, y dando así expresión a una de las vertientes de su carácter, que se solía hacer manifiesta tanto en una fase como en la otra de su ciclotimia, y que le convertía en una persona irritable, malhumorada, testaruda e incluso pendenciera. Su forma de mirar, de situarse ante su mundo, le hacía ser, pues, fácilmente vulnerable a la decepción, lo que finalmente le llevaba a extremar su sensibilidad ante los defectos de los demás, hasta el punto de acabar dando forma a sentimientos persecutorios que le empujaban a revolverse violentamente en situaciones conflictivas. Esas reacciones eran más virulentas cuando las fluctuaciones de su estado de ánimo le producían una mayor activación de su energía vital, y menos en las fases depresivas, en que la frustración derivaba hacia el desencantamiento y la pérdida de energías.
   En conjunto, vemos que el carácter de Goya le inclina hacia la toma de distancia respecto de su mundo, lo cual, en el extremo, habría de empujar su producción artística hacia la des-realización. Dice Ortega al analizar su obra: “Los objetos que interpreta –cosas o personas– no le interesan con ningún interés directo, inmediato, que revele el menor calor humano irradiando hacia ellos (…) En los cuadros que pintó motu proprio –casa de locos, disciplinantes, mascaradas, degollaciones, fusilamientos, naufragios, pánicos– su interés es oblicuo. Los pinta precisamente porque son temas humanamente negativos”. Esa des-realización a la que, a partir de tal estado de ánimo, su obra estaba abocada es lo que precisamente queda de manifiesto en uno de sus más conocidos “Caprichos”, el que titula “El sueño de la razón produce monstruos”, fechado en 1797. La leyenda que acompaña a la estampa da un argumento certero sobre cuándo la des-realización tiene lugar. Dice: “La fantasía abandonada de la razón, produce monstruos imposibles: unida con ella, es madre de las artes y origen de sus maravillas”. Es precisamente su rechazo del mundo –y podríamos decir que paralelo abandono de la razón– y correlativo ensimismamiento lo que acentúa en Goya su tendencia a la fantasía desvinculada de su soporte real.
   El segundo gran ciclo bipolar que sufre Goya se inicia hacia 1819-1820, cuando cuenta 73 años, y coincidiendo con la intensificación de su sordera (que aún le aísla más del mundo) y su traslado a La Quinta del Sordo (nombre que es anterior a la compra del inmueble por el pintor). Comienza este ciclo con un estado depresivo que rápidamente le lleva a retirarse del mundo. Su depresión se cronifica, alargándose desde 1819 a 1823. Tras realizar un cuadro sombrío, “La oración del huerto” (1819) y otro patético, un autorretrato en el que aparece un Goya desfallecido en brazos de su médico Arrieta (1820), abandona totalmente la producción artística durante un año, falto de toda energía y motivación. Durante el bienio 1821-23 empieza a salir de su postración, y, como el montañero cuya mano empieza a superar el virtual estado de congelación, lo que sigue es la renovada irrupción de la vida como algo doloroso, angustioso. Es lo que se refleja en la inmediata producción artística que pone en marcha: los catorce cuadros conocidos como “pinturas negras”, donde la realidad aún queda lejana, suplantada por la carga de onirismo que llevaba consigo su drástico ensimismamiento, del que por entonces sólo empezaba a salir.
   Las “pinturas negras” son un auténtico precedente del expresionismo, ese preliminar intento de la pintura de traducir a formas plásticas el mundo interior. El dominante color negro de las pinturas es el que mejor refleja el estado de ánimo depresivo, en cuanto que es el que mejor traslada a los cuadros la oscuridad con que el mundo externo se muestra ante el depresivo, así como la falta de matices en la relación con ese mundo que se siente como ajeno, y la impotencia a la hora de conocer, de arrojar luz sobre los elementos de la realidad. Asimismo es significativo el tipo de seres reflejados en las pinturas: monstruosos, desvitalizados, enajenados, y de perfil dudoso, desdibujado o descuidado. Y en fin, los paisajes: desnudos, ásperos, fríos, con ausencia de vida vegetal, y cielos grises y amenazadores. La falta de organización en los elementos del cuadro, así como la ausencia de perspectiva y de clara diferenciación entre el fondo y el primer plano, encargada de reflejar la jerarquización de sus componentes, serían algunas de las características técnicas de estas creaciones pictóricas del Goya deprimido (no tan deprimido ya como para no ponerse, al menos, a pintar cuadros). Esta evolución de la pintura goyesca permite decir a Ortega que “va a consistir en una serie progresiva y sucesiva de innovaciones y audacias, hasta dar con los límites del arte, traspasarlos y perderse en la manía y la pura arbitrariedad”. Y complementando tal idea, dice también: “La torpeza de Goya, pintor de oficio, es un componente inseparable de la gracia de Goya, pintor de genio”.
   A esa segunda gran fase depresiva en Goya sigue después, de nuevo, una fase hipertímica de su estado de ánimo que ya se prolongará durante el resto de su vida, y que le llevará a una auténtica fiebre creadora hasta el momento de su muerte, en 1828, cuando contaba 82 años de edad. En esa fase, los temas y técnicas son más normalizados que en su etapa depresiva, aunque también realiza algunos experimentos delirantes, como su serie de “Disparates”. Su celebrado último cuadro, “La lechera de Burdeos”, viene a anticipar ese modo de displicente alejamiento de la realidad que supuso el impresionismo, en la medida en que los trazos van desconectándose del perfil genuino de la figura, y el color y la luz empiezan a suplantar sutilmente a los objetos concretos.
   Estamos apuntando, a lo largo de esta narración nuestra, a la hipótesis del eventual paralelismo existente entre los presupuestos generales de la modernidad y un preciso sustrato psicológico en la estructura de la personalidad de los creadores representativos de este movimiento que algo debiera de decirnos sobre su respectivo significado. En el caso de Goya, constata Alonso-Fernández que su genialidad irrumpe a los 45 años, a partir de la recuperación de su primer gran episodio depresivo. Confirmemos que, efectivamente, el proceso creador, es decir, el que aumenta de alguna manera la realidad desde la cual surge, necesita de un previo periodo de ensimismamiento, de retirada de una realidad que ha dejado de ser satisfactoria o suficiente. Ese distanciamiento respecto de un mundo que hasta entonces había considerado el suyo está anunciado en una carta que Goya dirige a su amigo Zapater a fines de 1790, poco antes, pues, de su primera gran crisis depresiva. En ella dice: “Se me ha puesto en la cabeza que debo mantener una determinada idea y guardar una cierta dignidad que el hombre debe poseer, con lo cual, como puedes creerme, no estoy muy contento”. Esa realidad en la que hasta entonces estuvo inserto ya no es aceptable en los términos en los que se presentaba, y su obra viene a ser precisamente un resultado de la inquietud que sucede a la confrontación con lo que al artista le venía dado, la que le hizo retraerse sobre sí mismo y alimentar, como él dice, “ideas”. En este contexto, el ensimismamiento ha de entenderse como un paso que precede a un posterior regreso a la realidad, dotado ahora de nuevas claves con las que reinterpretarla y buscando a partir de ellas una nueva forma de instalarse en esa realidad… o, por el contrario, fuera de sus márgenes. El ensimismamiento puede así entenderse como producto de una crisis vital surgida de la inadaptación a lo que hay, que en su mejor resolución debiera de significar una oportunidad de ampliar los horizontes del mundo, que habían llegado a ser demasiado restrictivos, pero que en su versión peor aboca hacia esa belicosa confrontación con la realidad que supone el delirio. De lo difícil que resulta diagnosticar en qué lado de la elaboración de la fantasía está Goya, si en el creador o en el delirante, son muestra estas palabras de Ortega: “La delicia más peculiar que Goya nos produce y que envuelve todas las demás de su arte (es) el choque casi constante con el carácter equívoco de su obra en virtud del cual nuestra contemplación se convierte en una lucha permanente con aquélla y con nosotros mismos, porque no sabemos ante lo que vemos qué debemos pensar, si está bien o está mal, si significa esto o más bien lo contrario, si el autor quiere lo que hace o hace lo que sale sin querer; en fin, si es un genio trascendente o un maníaco”. Éstas serían premisas suficientes para comprender también cómo “en Goya brota repentinamente y en la pintura por vez primera el romanticismo, con su carácter de irrupción convulsa, confusa de misteriosas y ‘demoníacas’ potencias que el hombre llevaba en lo subterráneo de su ser”. De ese subterráneo van saliendo, pues, al parecer, fluencias que van a desembocar unas en la patología y otras en la genialidad, quizás sin solución de continuidad entre unas y otras.
   Las épocas expansivas han señalado hacia el futuro cuando de buscar esa realidad alternativa a lo que hay se trataba. La esperanza, la promesa de algo mejor sustentaba los espíritus y orientaba las tareas de aquellos que aspiraban a trascender la realidad tal y como se les mostraba. El impulso creador tomaba su fuerza de las actitudes que empujaban la personalidad en la dirección señalada por esa esperanza. Pero cuando, como vaticinó Nietzsche, llegó el nihilismo, esto es, la ausencia de metas, de finalidad, en suma, de futuro, el creador quedó atrapado en el presente. Y un creador sin futuro (un desesperado) no tiene otros modos de salirse de lo real que los que le proporcionan el delirio y la alucinación, genuinas maneras de ver que tiene ya adoptadas como propias el esquizofrénico y, en sus formas más amortiguadas, quien sufre alguna clase de trastorno psíquico menos grave. La creación durante este tiempo sin futuro de uno de los ramales de la modernidad, cuando no se ha limitado a empequeñecerse adaptándose a los estrechos márgenes de esa realidad que se repudiaba, ha tendido a confundirse con los delirios y alucinaciones propios de la manera de mirar el mundo que tiene el esquizofrénico cuando busca desesperadamente evadirse de una realidad que no acepta. En el arte quedarían ambas posiciones expresadas, en el primer caso, en el intento de reflejar una realidad gris, desnuda y vacía y, de forma complementaria, en el segundo, en el de ignorar la realidad para ir al encuentro del caos o de los productos del delirio
   Que Goya sea un conspicuo precursor de nuestro tiempo es algo que podemos deducir no sólo observando sus cuadros sino también indagando en su biografía. Su manera de estar en el mundo era la propia del hedonista, del ser apegado a lo que las cosas pueden ofrecer aquí y ahora, sin muchos recursos en su personalidad para dilatar hacia el futuro su expectativa sobre lo que extraer de ellas. Rubén Darío decía de él que era una persona caprichosa, brusca, inquieta. Uno de sus estudiosos, Jannine Baticle, lo ve como un hombre tosco, rudo, impetuoso. Algunos biógrafos describen al Goya veinteañero como “un muchacho apasionado, inquieto, impulsivo, pendenciero y violento, con una frecuente participación en enfrentamientos de bandas juveniles, pero también con una presencia muy activa en fiestas y juergas”. Lo cual no obsta para que, durante la primera etapa de su vida artística relegara esas genuinas manifestaciones de su carácter a un segundo plano y acabara sometiendo su orgullo y su deseo de ejecutar lo que hubieran sido sus auténticos proyectos a las imposiciones de quienes le encargaban sus trabajos. Y así, en 1781, a la hora de realizar los frescos en las cúpulas del Pilar, acepta finalmente someterse a las directrices de su cuñado y maestro, Francisco Bayeu, después de que le reconvinieran para que así lo hiciera desde el Cabildo zaragozano, tras un primer conato de rebeldía.
   Sometiendo sus impulsos, ya había aceptado discurrir por el cauce de lo convencional desde que en 1775 se había comprometido a la realización de 45 cartones para tapices, que ocuparon su tarea como pintor hasta 1789. Pero en 1790 se niega a continuar su trabajo como cartonista. Goya está a punto de sufrir la primera gran crisis de su enfermedad. Su personalidad rebelde estuvo soterrada durante este tiempo, pero había llegado la hora en que iban a irrumpir en tromba los sentimientos de frustración que subyacían a su forzada adaptación a circunstancias que no sentía como propias. Renegando de los convencionalismos a los que había estado sometido, se enfrascó dentro de sí mismo. Ese fue el comienzo de su depresión.
   Goya era un inadaptado: eso es lo que se hizo patente especialmente a partir de su primera gran crisis. El mundo que le había tocado vivir le parecía extremadamente decepcionante. Su forma de mirar incluía el sesgo que producía esa facilidad suya para ser decepcionado. Por ello, sobre todo desde que hace eclosión esa crisis, se inclina a ver el lado burlón, ridículo o incluso tétrico de las cosas. Aún más, su sesgo le va a llevar a menudo hasta el límite en el que esas cosas están a punto de no ser ya reales, o incluso ya no lo son. Desde su posición vital, ve lo que queda de las cosas después de arrancarles su parte más noble, lo que las haría encaminarse hacia el punto que señala la esperanza de ser más de lo que aparentemente son. Al contrario, todo a los ojos del Goya que resurge de su depresión camina hacia la degeneración y la depravación. La última etapa de ese camino, la vejez –excluyendo, en cierto sentido, su postrera etapa hipertímica–, significa la culminación de ese perverso trayecto; por eso, para Goya, las viejas son convertidas en brujas o alcahuetas, que enredan y manipulan a las jóvenes sobre las que proyectan su propia lascivia, y los viejos quedan reflejados como tétricos heraldos de la muerte, o patéticamente poseídos por una lubricidad intempestiva. Unas y otros pasan a ser aproximaciones hacia la personificación de lo demoníaco. En el universo que Goya ve no cabe la esperanza de un futuro reparador; por el contrario, todo se encamina hacia una corrupción cada vez mayor. Es la forma de mirar del depresivo, de quien no encuentra sentido a la vida. Es también la forma de mirar del hombre moderno.

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