En estas fechas navideñas que acabamos de abandonar se han cumplido ya treinta y cinco años del estreno en España de una película que sin pretenderlo de forma anticipada ha llegado a alcanzar un lugar de privilegio en la cultura popular proveniente del mundo cinematográfico.
Pasado ya tanto tiempo son de sobras conocidos los variados avatares que sufrió en su gestación -lo que ahora se conoce muy pomposamente en algunos casos como pre-producción- la que fue iniciadora de la costumbre de estrenar en verano, una película que para algunos es de terror, para otros de aventuras y para algunos otros ya casi mítica sin que le quepa el adjetivo "de culto" porque, simplemente, pertenece a la lista de las más taquilleras en la historia del cine y eso, claro, marca, para bien y para mal.
Para mí, que tuve la enorme suerte de verla en estreno en el barcelonés Palacio Balañá cuando acababa de ser remodelado y disponía de una enorme sala con unas butacas de ensueño, la película que puso en la historia a Steven Spielberg, Jaws (1975) traducido su título en España como Tiburón, es una pieza que forma parte de mi historia cinéfila particular y sí: es mítica.
La película se basa en una novela de Peter Benchley que fue un superventas en los Estados Unidos y animó a Zanuck en el empeño y luego se vendió muy bien en el resto del mundo a remolque del estreno de la película que, además de iniciar la nueva modalidad de presentaciones en verano, explotó con gran fuerza todos los conceptos que la mercadotecnia supo asociar a lo que, por sí mismo, fue un rotundo éxito que nadie suponía: el esfuerzo de promoción intentaba como sigue haciendo, pasado tanto tiempo, ayudar a la película, porque ni su propio productor esperaba que de un casi novato Spielberg y unos actores usualmente ocupados en personajes de refuerzo, característicos, pudiera surgir una película que acabara siendo histórica, máxime cuando Spielberg se mostró nada proclive a seguir el guión escrito por Benchley, quitando y añadiendo pasajes a su gusto.
Es de reconocer que Steven Spielberg supo aprovechar al máximo el presupuesto con que contaba invirtiéndolo en unos efectos especiales novedosos para la época que administra con cuenta gotas y muy sabiamente.
La trama, cabe suponer que conocida a estas alturas, consiste en la súbita e indeseada aparición en las costas de una isla turística de un escualo que dotado de temibles mandíbulas (jaws) se alimenta de cualquier bañista con el que tropieza y su consecuente persecución a cargo del jefe de la policía local, Martin Brody (Scheider) con el concurso del oceanógrafo Matt Hooper (Dreyfuss) ambos embarcados casi de polizontes forzados con el pescador de tiburones Sam Quint (Shaw) que es el dueño del barco y el experto en la faena.
Spielberg demuestra una sabiduría cinematográfica inusual en un novato y dirige muy bien el rodaje dominando el ritmo que imprime a la trama: disponiendo de un metraje de dos horas, dedica la primera parte a provocar la ansiedad mediante los sucesivos ataques del escualo, presentados con maestría: apoyándose en la excelente sintonía compuesta por John Williams substituye durante los primeros sesenta minutos la figura del amenazante tiburón por las notas musicales que acompañan una zigzagueante cámara en unos encuadres subjetivos que imprimen fuerza y violencia a las escenas sin caer en el recurso fácil, estremeciendo y asustando al espectador, manteniéndolo en vilo, el culo prieto y clavado a la butaca.
Pero es luego, en la segunda parte, cuando de forma sorprendente alarga hasta los sesenta minutos la persecución de los tres hombres subidos a ese barco que llegará a parecer minúsculo cuando, por fin, atisbemos fugaces, las enormes mandíbulas provistas de miles de dientes que nos infundirán pavor: Spielberg mantiene la tensión con un incremento exponencial dosificando con maestría absoluta el tempo interno de la narración, escribiendo con la cámara un cuento terrorífico que apresa la atención sin que nada parezca sobrar ni faltar: con una cierta libertad en la improvisación a los actores en una situación de rodaje particularmente complicada, cual es mantener los tres personajes en el esquife durante una hora, Spielberg mantiene tensa la cuerda y no afloja hasta el final.
La economía de medios invertidos por Spielberg es lo que en definitiva, pasados tantos años, sigue dando enormes réditos a ese trabajo de juventud, porque pese a que en su estreno algunas críticas sesudas despreciaron la película tildándola de mero producto de aventuras con artilugios, significando el enorme éxito comercial recibido una lacra a ojos de críticos todavía muy metidos en su papel de intelectuales del cine aspirantes a convertirse en Truffaut, un repaso calmado a la película permite comprobar que sigue manteniendo su fuerza intacta a pesar de conocerse al dedillo el curso de los acontecimientos que narra y muestra.
El conjunto sigue siendo sobresaliente porque la mecánica permanece incólume: no se trata de conseguir la empatía con los personajes, que están dibujados con trazo firme pero alejado de sentimientos que entorpezcan la decisión de la caza, la eliminación segura del peligro que proviene de un ser desconocido: la propia falta de identificación del escualo consigue aumentar la sensación de amenaza que del mismo se desprende. jugando perfectamente Spielberg, como ya lo hizo en la anterior Duel, con la fuerza de la sugestión: Steven sabe perfectamente que el terror anidado en cada espectador es mucho más poderoso que el que puede verse directamente en la pantalla: la confianza en la interacción conseguida en el patio de butacas gracias a los resortes cinematográficos sabiamente dispuestos no puede fallar y su eficacia está sobradamente demostrada en grandes e inolvidables películas: el ansia por acabar con el poderoso enemigo se traslada así, por virtud de Spielberg, de la pantalla a la butaca, estremeciendo hombros y abriendo ojos como platos, insertándose para siempre en la feliz memoria del cinéfilo.
Seguramente son muchos los lectores que habrán visto esta película en la televisión, con pantalla pequeña y anuncios de por medio: ésa no es forma de ver ninguna película, todos los saben, pero también es cierto que no es fácil ver en el cine estas películas, pues los reestrenos prácticamente no tienen lugar; por lo menos, debería verse la película en dvd y a ser posible en v.o.s.e. sobre todo para disfrutar de la muy buena composición que hace Robert Shaw de su personaje; porque habiendo sido rodada en un magnífico formato panorámico y dotada de un sonido atronador y emocionante, olvídense de pases televisivos.
Una película pues a revisar: el cinéfilo consecuente que no la haya visto en condiciones ya sabe lo que debe hacer, y, cuando acabe de verla, recuerde que su director es Steven Spielberg (sí, el que luego se repite hasta el hastío con su amiguito del látigo) cuando todavía no era multimillonario y disponía de más talento que de dinero, y no como ahora. Imperdible, vaya.
Tráiler
p.d. 1:No deja de ser curioso que el Palacio Balañá fue reconvertido en albergue de cinco de esas minisalas con pocas butacas: tal parece que el declive del cine va ligado como causa o consecuencia, que habrá que discutirlo un día, a esos mini espacios con mini pantallas y mini películas que llevan a la quiebra a los mini productores de hoy en día.
p.d. 2: al buscar información, me encuentro con una buena noticia que ignoraba y que me alegra: parece que el Grupo Balañá, en su cine Urgell, que mantiene sus buenas características de "cine de verdad", ha decidido probar de nuevo con los reestrenos, y Tiburón la pasaron hace unas semanas. Aunque tarde, me alegro de esta decisión.