No es lo mismo escribir de periodismo que de periodistas. Para lo primero basta con acudir a los lugares comunes de siempre y construir un relato sobre la crisis de la profesión y de las empresas y, por supuesto, dejar bien al gremio, que, según parece, nunca tiene culpa de nada. Hacerlo sobre periodistas –saco en el que me incluyo- es más complicado. Requiere tener el suficiente apetito para sobrevolar por encima de esa máxima de que perro no come carne de perro y luego empezar a juntar palabras con las tripas, ignorando el manual de cómo hacer amigos de la cruz a la raya.
El periodismo, como se ha advertido, está en crisis. Sobre ello han teorizado mucho y bien catedráticos de la cosa y hasta Kapuscinski impartió en su día clases magistrales sobre cómo la realidad no interesaba tanto como evitar que la competencia se adelantase, lo que convertía la información en un mero espectáculo. Hace tres años Robert G. Picard, profesor y analista de medios de comunicación, pronunciaba en Oxford una conferencia demoledora en la que sostenía que los periodistas merecían ganar poco porque su trabajo podía ser desempeñado, llegado el caso, por un descargador de frutas de Mercamadrid.
Opinaba este hombre que si un ciudadano normal y corriente podía dar noticias gratis en su blog personal, incluir sonido, fotos y vídeos y distribuir todo ese contenido por una red social, era absurdo que una empresa pagase por ello. Y aconsejaba a los periodistas “empezar a proporcionar una información y un conocimiento que no sea accesible por otras vías, y de formas más útiles y relevantes para su público”.
A la Prensa le quedaba en definitiva la información propia, pero en esto llegó Assange y Wikileaks, y más tarde ha aparecido Snowden con sus espías, en abierta demostración de que los medios han perdido incluso ese monopolio de lo exclusivo y son otros los que administran lo que se publica o no en sus páginas. Remuevan estos ingredientes en una coctelera, llena a partes iguales de recesión económica e infructuosa búsqueda del nuevo modelo de negocio al que obliga la revolución tecnológica, y obtendrán el desastre actual y a Pedro J. haciéndose fotos con un tirachinas Xbox y ofreciendo secadores de pelo por cada suscripción a Orbyt.
Como en lo económico, la crisis de la de prensa en España ha tenido sus propias peculiaridades. La principal ha sido una guerra de trincheras sin cuartel que durante años situó a los medios en dos bandos perfectamente diferenciados. La información sólo era relevante cuando perjudicaba a los otros. La nociva para los intereses propios se simulaba o se ocultaba con mayor o menor elegancia. En esa actividad los periodistas hemos sido cómplices necesarios. Sólo el hundimiento de la actividad económica y la constatación de que los favores políticos se habían vuelto imposibles han aligerado de contendientes el campo de batalla. Aunque sólo fuera por su contribución a esta noble causa, las asociaciones de la prensa tendrían que levantar un monumento a Luis Bárcenas o, al menos, a sus papeles.
Pero hablemos de periodistas, incluido uno mismo. ¿Que qué hicimos para cambiar el estado de cosas? Absolutamente nada. Más aún, en medio de una reconversión salvaje que deja pequeña la del sector de la construcción, con cierres casi diarios de medios de comunicación y miles de despidos, los profesionales no hemos sido capaces ni de convocar una simple protesta general, de esas que en Italia, por ejemplo, están a la orden del día. A lo más que hemos llegado es a expresar nuestras más sentidas condolencias a los afectados por Twitter, y de paso ganar seguidores en la red por nuestro buen corazón.
Cualquier parecido entre el idealizado periodista de las películas y los asalariados de los medios es pura coincidencia. Empezaba uno a trabajar en Diario 16 cuando el mejor redactor jefe que he tenido me aclaró el panorama: “Chaval, éste es el oficio con el mayor número de hijos de puta por metro cuadrado”. Llevaba muchísima razón mi admirado Alberto Otaño.
Claro que la generalización es injusta y que hay periodistas que creen en lo que hacen, que aspiran a observar el mundo e intentar cambiarlo, que se dejan la vida en conflictos olvidados, que sufren secuestros o, simplemente, que tratan de contar con cierta objetividad lo que ven y oyen en una sesión parlamentaria o en una rueda de prensa. Pero existe una fauna de divos, tertulianos de cámara, lameculos y vagos que les oscurecen. Lo peor, con todo, es la legión de tipos sin principios que deambulan por la profesión, que nunca podrán respetar a nadie porque son incapaces de respetarse a sí mismos.
El último episodio del serial ha sido el cierre de la Radio Televisión Valenciana, un medio que el PP había convertido en una caricatura y de cuya manipulación grosera había bastantes datos antes de que algunos trabajadores de la casa empezaran a ilustrarnos, ya con la guillotina cayendo sobre sus cabezas.
Más lamentable que sus propios relatos, que los eufemismos que se veían obligados a utilizar para satisfacer a regidores de la cloaca valenciana o de su postrera petición de perdón por haber callado sobre la tragedia del Metro de Valencia ha sido su propio comportamiento. Hasta la necesidad de hacer tres comidas al día debería tener en la dignidad un límite infranqueable.
Está habiendo mucho rasgado de vestiduras y mucho tenor hueco que canta a esos “grandes profesionales” que al parecer habitan la RTVV. Seguro que existen estupendos realizadores, cámaras, productores, maquilladores y señoras de la limpieza. Lo que cuesta trabajo creer es que convivan entre ellos grandes profesionales del periodismo, porque se habrían ido a pescar anguilas a la Albufera antes que participar en esa gigantesca mascarada. ¿Que un servidor en su situación habría tragado también? Es una posibilidad.
http://blogs.publico.es/escudier/2013/11/grandes-profesionales-en-canal-9-de-que/