Gras, Teresa. El depredador

Publicado el 29 noviembre 2012 por Santiagosevilla @Vivirdecuentos

Aquel dinosaurio no podía traer nada bueno. Fue lo que pensé nada más verlo pero, por alguna razón, ignoré este presentimiento al igual que desechamos los sueños imposibles.
Y es que el dinosaurio era eso, un imposible, una pura falacia de la realidad que se mostraba ante mis ojos como verdadera, engañando mis sentidos y enturbiando mi razón.
Todo desencajaba en aquel cuadro: la disposición de los muebles, los colores, el olor, incluso la densidad del ambiente, algo más cargado de lo normal. Y al fondo de la estancia, dos grandes ojos que me traspasaban como alfileres, signos de interrogación dibujados en sus pupilas.
Por un momento deseé retroceder dos segundos en el tiempo, encontrarme frente a la puerta del despacho con la mano sobre la llave. Poder tener aún la oportunidad de escuchar el CRAC de la cerradura al ceder, y sentir la seguridad de quien se sabe en terreno conocido. El frío metal de la llave me habría recordado la cálida comodidad de mi abrigo de plumas y yo, una vez más, habría sentido, orgulloso, que todo estaba en su lugar. 
Pero ahora me encontraba encerrado, a escasos metros de un dinosaurio menudo de cola puntiaguda que me miraba inquisitorio, como si fuera ése su despacho, y yo el dinosaurio que aparece un día de la nada. Tenía el aire encorvado, quizá debido al peso de la responsabilidad de tener que mantener la especie, y entre los músculos agrios de su espalda serpenteaba una espinosa columna de aspecto débil. Sus uñas negras, que cortaban el aire hasta llegar casi a sus rodillas, sujetaban un liso sobre blanco sin remitente, y entre las piernas nacía una larga cola que paseaba de un lado a otro, al igual que un carcelero hace guardia en una prisión: vigilando que nada se escape.
Imaginé que, de tenerla, el dinosaurio ahora se aderezaría la chaqueta del traje, alisando con sus mugrientos dedos los pliegues de la tela. Sacudiría con firmeza el polvo sobre su hombro, como quien lanza lo inservible al vacío y se asoma al abismo para verlo caer. Con esa prepotencia me miraba, que me encogí sobre mi estómago en un intento de protegerme; es increíble cómo una mirada puede destruir a un hombre indefenso, tan sólo mostrando su desprecio.
Pero pronto apartó la vista, y una horrible mueca de indiferencia rasgó su cara, surcando mi ser como un huracán de hielo. Tragué saliva ruidosamente y agaché la cabeza, esperando lo peor, una tortura, mi muerte quizás, en el mejor de los casos. Me sentía indigno, apenas un deshecho de la sociedad que no merecía de la existencia, y menos aún del tiempo y la consideración de un dinosaurio como aquél. 
Pero, conforme pensaba en esto, un torbellino de rabia se avivaba en mi interior: ¿Qué derecho tenía aquel dinosaurio a presentarse así en mi despacho?. Y, ¿qué razones tenía semejante carcamal para mirarme con tal desprecio?.
Hinché el pecho con orgullo, y levanté la cabeza decidido a enfrentarme a él. Cuál fue mi sorpresa cuando, al mirar en su dirección, no vi sino mi despacho vacío, apenas un rastro de papeles levantados y un aroma rancio a sudor, nada ajeno, por otro lado. ¿Dónde estaba?. ¿Había sido, acaso, imaginación mía?.
Me tambaleé hasta mi escritorio y me dejé caer sobre la silla, aturdido. Sabía que mi mente no habría sido capaz de inventar tal ocurrencia, por lo que me estrujé el cerebro hasta que sentí un agudo dolor en la sien. 
De repente lo vi. Allí, entre la montaña de papeles desordenados que poblaban mi mesa, sobresalía el pico de una carta pulcramente cerrada, el sobre que había visto sostener al dinosaurio. La abrí con ansia y, con manos temblorosas, la mantuve a la luz de la ventana.
Como dije al principio, aquel dinosaurio no podía traer nada bueno. Tenía que haber escapado nada más lo vi, cerrado el despacho con dos vueltas y lanzado la llave al río. Tenía que haber corrido hasta que mis músculos no resistieran más, huido al rincón más lejano del mundo, donde no conociera a nadie, y nadie esperara nada de mí. Claro que, esto lo tenía que haber hecho hace mucho, mucho tiempo. 
Todo esto pensaba mientras, asqueado, estrujaba mi finiquito entre las manos, dándome cuenta de que aquel dinosaurio era malditamente real, y yo, otra simple víctima machada entre las fauces del depredador, otra más, tan sólo otra más, triturada entre dientes afilados y sangre reseca.
Aquel dinosaurio no podía traer nada bueno. Fue lo que pensé nada más verlo pero, por alguna razón, ignoré este presentimiento al igual que desechamos los sueños imposibles. Y es que el dinosaurio era eso, un imposible, una pura falacia de la realidad que se mostraba ante mis ojos como verdadera, engañando mis sentidos y enturbiando mi razón.
Todo desencajaba en aquel cuadro: la disposición de los muebles, los colores, el olor, incluso la densidad del ambiente, algo más cargado de lo normal. Y al fondo de la estancia, dos grandes ojos que me traspasaban como alfileres, signos de interrogación dibujados en sus pupilas.
Por un momento deseé retroceder dos segundos en el tiempo, encontrarme frente a la puerta del despacho con la mano sobre la llave. Poder tener aún la oportunidad de escuchar el CRAC de la cerradura al ceder, y sentir la seguridad de quien se sabe en terreno conocido. El frío metal de la llave me habría recordado la cálida comodidad de mi abrigo de plumas y yo, una vez más, habría sentido, orgulloso, que todo estaba en su lugar. 
Pero ahora me encontraba encerrado, a escasos metros de un dinosaurio menudo de cola puntiaguda que me miraba inquisitorio, como si fuera ése su despacho, y yo el dinosaurio que aparece un día de la nada. Tenía el aire encorvado, quizá debido al peso de la responsabilidad de tener que mantener la especie, y entre los músculos agrios de su espalda serpenteaba una espinosa columna de aspecto débil. Sus uñas negras, que cortaban el aire hasta llegar casi a sus rodillas, sujetaban un liso sobre blanco sin remitente, y entre las piernas nacía una larga cola que paseaba de un lado a otro, al igual que un carcelero hace guardia en una prisión: vigilando que nada se escape.
Imaginé que, de tenerla, el dinosaurio ahora se aderezaría la chaqueta del traje, alisando con sus mugrientos dedos los pliegues de la tela. Sacudiría con firmeza el polvo sobre su hombro, como quien lanza lo inservible al vacío y se asoma al abismo para verlo caer. Con esa prepotencia me miraba, que me encogí sobre mi estómago en un intento de protegerme; es increíble cómo una mirada puede destruir a un hombre indefenso, tan sólo mostrando su desprecio.
Pero pronto apartó la vista, y una horrible mueca de indiferencia rasgó su cara, surcando mi ser como un huracán de hielo. Tragué saliva ruidosamente y agaché la cabeza, esperando lo peor, una tortura, mi muerte quizás, en el mejor de los casos. Me sentía indigno, apenas un deshecho de la sociedad que no merecía de la existencia, y menos aún del tiempo y la consideración de un dinosaurio como aquél. 
Pero, conforme pensaba en esto, un torbellino de rabia se avivaba en mi interior: ¿Qué derecho tenía aquel dinosaurio a presentarse así en mi despacho?. Y, ¿qué razones tenía semejante carcamal para mirarme con tal desprecio?.
Hinché el pecho con orgullo, y levanté la cabeza decidido a enfrentarme a él. Cuál fue mi sorpresa cuando, al mirar en su dirección, no vi sino mi despacho vacío, apenas un rastro de papeles levantados y un aroma rancio a sudor, nada ajeno, por otro lado. ¿Dónde estaba?. ¿Había sido, acaso, imaginación mía?.
Me tambaleé hasta mi escritorio y me dejé caer sobre la silla, aturdido. Sabía que mi mente no habría sido capaz de inventar tal ocurrencia, por lo que me estrujé el cerebro hasta que sentí un agudo dolor en la sien. 
De repente lo vi. Allí, entre la montaña de papeles desordenados que poblaban mi mesa, sobresalía el pico de una carta pulcramente cerrada, el sobre que había visto sostener al dinosaurio. La abrí con ansia y, con manos temblorosas, la mantuve a la luz de la ventana.
Como dije al principio, aquel dinosaurio no podía traer nada bueno. Tenía que haber escapado nada más lo vi, cerrado el despacho con dos vueltas y lanzado la llave al río. Tenía que haber corrido hasta que mis músculos no resistieran más, huido al rincón más lejano del mundo, donde no conociera a nadie, y nadie esperara nada de mí. Claro que, esto lo tenía que haber hecho hace mucho, mucho tiempo. 
Todo esto pensaba mientras, asqueado, estrujaba mi finiquito entre las manos, dándome cuenta de que aquel dinosaurio era malditamente real, y yo, otra simple víctima machada entre las fauces del depredador, otra más, tan sólo otra más, triturada entre dientes afilados y sangre reseca.
Imagen tomada de: metalonmetalblog.blogspot.com