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A finales de 1822 un barco de colonos escoceses llega a Poyais, su nueva patria, un paraíso en el Caribe en el que brotaban sin esfuerzo el maíz, el azúcar y el tabaco. Durante la travesía por el Atlántico habían tenido tiempo de leerse el extenso “folleto publicitario” que, encargado por Gregor McGregor, príncipe del nuevo país, se les daba información detallada sobre su destino.
Pero al divisar tierra algo no cuadraba, estaba claro que había un error. Aquello no era Saint Joseph, una elegante capital al estilo europeo, sino Black River, una playa caribeña, hermosa pero vacía. Vaya contratiempo. Algunos se quedan en la playa mientras una expedición busca el lugar correcto. Hasta que se dan cuenta de que a quilómetros a la redonda solo había arena, selva, mosquitos y malaria.
Poyais era un país imaginario salido de la mente de un gran embaucador, su falso cacique, Gregor MacGregor. La estafa había sido de las grandes, aquellos colonos no eran los únicos engañados por MacGregor.
Tragedia en la playa de Poyais
Ya había otros barcos en camino hacía Poyais, aquel nuevo país en el territorio de los indios misquitos, entre las actuales Honduras y Nicaragua. Los autóctonos poco tenían y poco podían compartir con los embaucados. Y menos aún podían hacer para proteger a los recién llegados contra la malaria y la fiebre amarilla. Así que aquello fue un desastre.
Unos meses después, en abril de 1823, una nueva expedición de estafados llega a bordo del Kinnersley Castle. Vienen con dólares de Poyais, que amablemente MacGregor les ha cambiado por libras esterlinas antes de partir. También traen consigo, ufanos, sus títulos de propiedad sobre supuestas tierras fértiles, tan valiosas como los dólares. La realidad es que habían perdido todo su dinero.
Y unas 180 personas –hombres, mujeres y niños– perdieron también la vida.
El resto fue rescatado, en estado lamentable la mayoría, y trasladado a Belice, donde algunos ya no tuvieron tiempo de recuperarse. Unos 50, desahuciados, ni siquiera se embarcaron, fueron dejados allí en la playa. Desde Belice se envió un barco para dar aviso a Inglaterra de que aquello de Poyais, tan de moda, no era más que una trampa mortal.
Ingenuos, pero no tanto
Aquellos colonos no eran los únicos timados, MacGregor también había conseguido engatusar a muchos inversores en Londres, la capital mundial de las finanzas, e incluso a un banco. Tal cantidad de estafados no se explica solo por ingenuidad o codicia, tiene que haber un ambiente que lo favorezca.
En primer lugar, Poyais no es el primer proyecto de este tipo que ponía en marcha el exmilitar escocés, sino más bien la culminación de una trayectoria profesional de años sobre la que volveremos más adelante. No se lo pierdan, que el tipo da para serie de tele.
Pero, sobre todo, hay que tener en cuenta el contexto geopolítico del momento. Inglaterra emerge como la mayor potencia del planeta, Londres es el centro mundial del dinero y hay mucha gente dispuesta a invertir para hacerse rica. A la vez, el imperio español en America se descompone y surgen nuevos países que intentan financiarse con bonos de deuda pública, incluso antes de ser reconocidos como tales, como es el caso de Venezuela o Perú.
Estas nuevas repúblicas americanas están pagando un interés del 6% por sus bonos, el doble de lo que ofrecían los bonos ingleses. Era un riesgo, ya que esos países podían colapsar -o, más improbable, ser reabsorbidos por España– pero tampoco era una inversión descabellada. Además, la oportunidad de relaciones comerciales directas con esos nuevos países, con enormes riquezas por explotar, era un cebo muy apetecible.
Y a algunos de esos inversores el principado de Poyais les sonaba tan creíble como las nuevas repúblicas de Colombia o Chile.
Gregor MacGregor, ese espectáculo
Toda esta situación era un caramelo para nuestro amigo Gregor, unemprendedor que se había pasado la mayor parte de su vida “pensando fuera de la caja”. Había nacido dentro del Clan Gregor, el de Rob Roy, lo que le proporcionaba cierta pátina de prestigio de serie. Con 16 años ingresa en el ejército y aunque su familia tenía más pedigree que dinero, hace un esfuerzo y le compra un buen puesto. Así funcionaba el ejército británico en aquel tiempo.
Pero eso solo es el principio. MacGregor es un joven entusiasta que quiere hacer carrera militar, así que se entusiasma muy fuerte con María Bowater. Triunfa el amor y se casan. Gregor aporta al matrimonio su saber estar y su desenvoltura entre la alta sociedad; María aporta la alta sociedad. Bowater es rica, hija de un almirante y con familia en el Parlamento. MacGregor había conseguido por fin la financiación necesaria para cumplir sus sueños.
Y quizás, tal vez, eso ayuda a que se reconozcan los méritos militares de Gregor, entre los que destacaban elegantes uniformes a medida y multitud de insignias. También le da tiempo de participar en la Guerra de Independencia española (1808-1814). Sobre su desempeño en batalla hay opiniones de todo tipo, desde considerarlo un militar profesional válido hasta quererlo lo más lejos posible.
Al final triunfa la segunda opción y lo echan del ejército, lo que no impide que a su regreso a Inglaterra los salones londinenses sean ojipláticos espectadores de sus hazañas. Tenía que ser un espectáculo verle contar sus aventuras, desplegando en directo su verdadero talento.
Pero dura poco. Al año de su despido del ejército su mujer muere. Adiós a la posición y al dinero. Vuelta al punto de partida.
La aventura americana
Aunque no vuelve de vacío, MacGregor ya tiene un bagaje, conocimiento militar y la ambición intacta. Las guerras de independencia de las colonias españolas en América son su siguiente proyecto. Llega a Venezuela, alardea sobre su pasado militar, se hace con el mando de un batallón de caballería y consigue su primer éxito militar.
Después, siguiendo el “método MacGregor de ascenso militar”, se casa. Esta vez con Josefa Aristeguieta, prima de Simón Bolívar. Para ser justos, los ascensos van acompañados por algunas victorias en batalla. Como aquella de Florida, en la isla de Amelia: un islote semivacío que fue abandonado por el pequeño grupo de soldados españoles en cuanto vieron acercarse a MacGregor. Y él entró allí con sus huestes saboreando la gloria.
Amelia fue otro hito en la trayectoria profesional de MacGregor, un boceto de lo que hará luego en Poyais. Lo de Amelia fue un proyecto en dos fases:1) se autoproclama gobernante de Amelia, diseña una bandera y empieza pagar a los suyos con “dólares amelianos” de su invención; y 2) mientras sus soldados intentan resistir, él sale por patas en cuanto vuelven los españoles y desde las Bahamas encarga medallones conmemorativos erigiéndose en libertador de Florida.
Tras este episodio y otros en los que demostró su habilidad para huir de situaciones comprometidas dejando a sus tropas en la estacada y, a la vez, seguir engrandeciendo su leyenda con automedallas, la reputación de MacGregor en América digamos que se resintió un poco.
Tampoco ayudó que hubiera abandonado a su suerte a su mujer y su hijo en Jamaica. Así que, por lo que fuera, al primo de su mujer, Bolívar, no le quedaron muchas ganas de volver a verlo: lo declaró traidor y ordenó que se le ahorcase si aparecía de nuevo por allí.
Pero ni Simón Bolívar pudo él: no se pierdan el final de esta historia.
Parada con los misquitos
Por suerte o por astucia, sus andanzas en América llegaron a Inglaterra únicamente por boca del propio MacGregor, que reemplazó algunos episodios poco edificantes por hechos alternativos con esos toques heroicos y coloristas que él sabía darle a su trayectoria profesional.
Antes de su vuelta se había pasado por “La costa de los mosquitos”, que en realidad debería decirse “misquitos”, el nombre de sus habitantes, mezcla de indígenas y esclavos africanos. Allí, MacGregor, a cambio de unas cuantas joyas, consiguió que George Frederic Augustus I, el rey de aquello, le firmara la propiedad de un amplio territorio, que sería el reino de Poyais.
El mérito de MacGregor estuvo en conseguir que el rey fuera capaz de firmar algo, dada la enorme cantidad de ron que acompañó la transacción. Más allá de eso, yo no le echaría al rey la culpa de nada: su cargo era totalmente simbólico –el territorio lo gobernaban los ingleses– y el enorme pedazo de tierra concedida era selva inhóspita, totalmente inhabitable.
Poyais se presenta en sociedad
Pero, ahora que ya conocen a Gregor, pueden imaginarse cómo se veía eso en su cabeza. Y cómo lo vendió cuando llegó a la metrópoli: los salones londinenses repletos de inversores tenían la suerte de encontrarse ante ellos al nuevo cacique de Poyais. Corría el año 1821 y un nuevo mundo se abría ante ellos: el mundo que les dibujaba MacGregor, el Messi de las reuniones sociales del momento.
Poyais era la culminación de su carrera y MacGregor les hacía un tour virtual por ese nuevo paraíso. Donde solo había selva y malaria él les mostraba su escudo, bandera (blanca con una cruz verde, igual que la “ameliana”), himno y uniformes del ejército de Poyais; así como estampas de su capital, Saint Joseph, con sus teatros, balnearios y elegantes edificios de estilo europeo. Y para los que querían más detalles, tenía hasta una Constitución y un legislativo dividido en tres cámaras, por si dos les parecían pocas.
Por si su talento narrativo no fuera suficiente, o porque no se puede estar en todas partes, publicó un libro con todas las bondades de “su” nuevo país: Sketch of the Mosquito Coast, including the Territory of Poyais, escrito por Thomas Strangeway. Como los lectores y lectoras más sagaces habrán sospechado, del tal Strangeways nunca se supo.
De vuelta a los colonos escoceses
El negocio marchaba, los bonos de deuda de Poyais al 6% se los quitaban de las manos, y MacGregor se vino arriba. Londres se le estaba quedando pequeño y los bonos y préstamos a cuenta de las riquezas de Poyais no eran suficientes para él. Así que se fue a Escocia, su tierra natal, a seguir ampliando el negocio.
A los escoceses les vende concesiones de tierras en Poyais. Si había tres cosechas de maíz al año, abundantes pastos, el tabaco ya casi salía liado de la mata y abundaban caza y pesca, muy tonto debías de ser para no dejar la gris Escocia y hacerte terrateniente en un clima caribeño con infraestructuras europeas. Hasta el oro era fácil de conseguir allí, sólo había que agacharse.
También logró que el banco de Escocia le imprimieradólares de Poyais, que MacGregor amablemente cambiaba a los colonos antes de su partida, en lo que se podría denominar la estafa que se muerde la cola o cómo robar dos veces a la misma persona.
Huida y bonus track póstumo
Sobre la tragedia de los pobres incautos en el selva de la inexistente Poyais ya escribí al principio. Al final, irremediablemente llegaron esas noticias a Inglaterra y, lo han adivinado, MacGregor se fue por patas. A París. Allí lo intentó de nuevo, pero acabó dando con sus huesos en la cárcel. Eso sí -hablamos de MacGregor- por muy poco tiempo y con menos cargos de los merecidos.
De vuelta a Inglaterra y luego a Escocia, siguió durante unos años intentando repetir la hazaña, en este caso vender un Poyais 2.0 un poco más descafeinado. Pero el momento Poyais había pasado y, además, los diarios se empeñaban en recordar la estafa cada vez que MacGregor lo volvía a intentar.
En 1838 murió Josefa Aristeguieta, su mujer, y él se fue para Venezuela aprovechando que Bolívar –que, recuerden, había pedido su cabeza– también había muerto años antes. A estas alturas supongo que no tendrán ninguna duda de que a su vuelta a Venezuela MacGregor se las ingenió para que sus episodios más vergonzosos se enterraran y resaltaran sus victorias.
Sobre Poyais imagino que nadie supo en Caracas.
En 1839 se convertía en venezolano con una pensión de general en la reserva y los honores de héroe de la independencia. Con dichos honores, y a pesar de ser protestante, fue enterrado en 1845 en la catedral de Caracas ante el presidente, los ministros y los altos mandos militares.
Aunque no puedo confirmarlo, estoy convencido de que dio ideas para su pomposo entierro, muy contrariado por no poderlo disfrutar. La verdad es que consiguió el broche perfecto para toda su obra.
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