Guang Xi contempló las luces de la ciudad desde el Taipei 101 y trató de imaginarse el tipo de vida que llevarían todas aquellas personas. Quizá serían más felices que él que, en aquel momento, sentía cómo el odio culebreaba por sus entrañas obligándolo a contener, a duras penas, el deseo de acabar con ella. La odiaba tanto, que no sabía cómo sería capaz de enfrentar el futuro sabiendo que todavía estaba viva.
— ¿Wu Guang Xi?
Se volvió y compuso una sonrisa para la joven que, elegantemente vestida, se acercaba a él con pasos pequeños, pero firmes. Llevaba un sobre marrón en la mano y le sonreía a su vez. Aquella situación era incómoda para ella tanto como para él. Se conocían desde niños, habían acudido a la misma universidad, se habían confiado sus más íntimos secretos y, al final, se había posicionado del lado de aquella arpía.
— ¿Los has traído tú?
No quería dar vueltas alrededor de formalidades que no los llevarían a ningún sitio y tampoco deseaba alargar aquello más tiempo.
— Ella no quería verte. Tiene miedo.
Guang Xi rio con incredulidad y se pasó una mano por la cara, incapaz de ocultar el enfado.
— ¿Y tú la crees?
— No veo por qué no. Es mi amiga. Ella no me mentiría.
— ¿Y yo sí?
La joven se encogió de hombros sin saber qué decir. Guang Xi cogió el sobre marrón, se dirigió hacia la mesa de caoba que dominaba el lujoso despacho, buscó su sello y lo estampó en los papeles de divorcio, justo al lado del de su esposa que, al parecer, tenía mucha prisa por irse con aquel tatuado monitor de yoga con el que llevaba seis meses engañándolo. Pero la versión oficial era que Guang Xi había sido infiel de forma reiterada a lo largo de los siete años de matrimonio, que se había negado a tener un hijo y que adoraba la compañía de prostitutas.
Tomó aire lentamente y lo expulsó del mismo modo tratando de tranquilizarse. Luego metió los papeles en el sobre y se los tendió a la que había sido su amiga. En aquel momento sintió el deseo de mostrarle las fotografías que delataban a su ahora ex esposa, pero decidió no hacerlo. No por protegerla a ella, sino porque aquello sería inútil. Por su ex había perdido a sus amigos y gracias a eso había descubierto que, en realidad todo aquel tiempo se había engañado a sí mismo creyendo que no estaba solo. Le quedaba el consuelo de saber que, tarde o temprano, aquella perra pasaría por lo mismo.
A pesar de los intentos de su antigua amiga por iniciar una conversación civilizada con él, Guang Xi le dio la espalda y se volvió de nuevo hacia las luces de Taipéi. Dar la espalda a la mujer en la que más había confiado equivalía a hacer lo mismo con la otra en la que también había confiado. Las odiaba a ambas y no estaba seguro de no perder los estribos si se volvía hacia ella. Contemplar las luces lo ayudaba a abstraerse de aquella dura realidad y a contener el rencor sordo que parecía haberse instalado en la boca de su maltrecho estómago. Quería gritar, insultar a alguien, matar a la mujer que lo había engañado y deleitarse con el tacto de su sangre, pero todo lo que podía hacer era permanecer en aquel despacho oscuro, contemplando las vistas nocturnas desde aquella ventana y escuchar los pasos de su antigua amiga que se alejaban por el pasillo, llevándose con ella su pasado y lo que alguna vez había sido. Porque ahora, justo ahora, no era mucho mejor que una bestia contenida por una frágil cadena.