Los soberanistas catalanes parece que aprendieron la lección y, con pasos y provocaciones calculados, no quieren que su “destino”, una nueva relación con el Estado y que resumen en ese supuesto “derecho a decidir”, se decida, precisamente, en las Cortes españolas, donde recibirían la misma respuesta que ya obtuvo el expresidente vasco. En un alarde de “ingeniería política” –tan irregular, imaginativa y tramposa como la financiera-, y tras varias diadas de mentalización popular para sumar adeptos, emprenden una serie de iniciativas que aparentan actuar desde la legalidad para incumplir lo que compendia la legalidad –la Constitución- y adoptar acuerdos antidemocráticos en nombre de una democracia a la que subvierten. Con algo menos del 48 por ciento de los votos conseguidos en las últimas elecciones autonómicas, lo que les confiere una mayoría exigua en el Parlamento catalán, los soberanistas del Junts pel Sí -una amalgama formada por dos partidos opuestos, Convergencia Democrática de Cataluña y Esquerra Republicana-, apoyados por los antisistema de la CUP (Candidatura de Unidad Popular), aprueban una resolución con la que iniciar los trámites, sin negociación ni acuerdo con el Estado, que conduzcan a la secesión y declarar unilateralmente, de este modo, la República independiente de Cataluña. Todo un disparate legal, sin viabilidad en el contexto europeo e internacional ni en la configuración territorial nacional, pero coherente, en parte, con los deseos emocionales de la mitad de la población de aquella Comunidad.
La brecha de este desencuentro se agranda, encima, con una cierta sensación de agravio al percibir que, desde el Gobierno central, no se acaban de transferir todas las competencias que podrían administrar las Comunidades Autónomas ni se actualizan los recursos pertinentes para su desarrollo, según criterios y necesidades de éstas. Antes al contrario, el Ejecutivo de Mariano Rajoy hace lo imposible por “homogeneizar” el mapa competencial autonómico, recentralizando o controlando desde Madrid muchas materias que pertenecen al ámbito competencial de los gobiernos autonómicos, con el pretexto de defender la “unidad de España”. De esta manera, la política educativa, la sanitaria, la de medicamentos, la fiscal, hasta la de transportes o la “policial” constituyen caballos de batalla en los enfrentamientos que las autonomías mantienen con el Gobierno central, siendo el más importante y recurrente de ellos el del modelo de financiación autonómico, siempre supeditado al control de Hacienda y a la agenda coyuntural del Gobierno (que lo utiliza como arma de negociación), como esa imposición de “ajustar” el déficit a costa de rebajar servicios públicos y dejar sin recursos, por ejemplo, la Ley de Dependencia que aplican en gran medida los gobiernos regionales.
Esta “guerra” de nacionalismos, ocupados en defender sus respectivas particularidades en contra del interés general, se olvida que están condenados a cohabitar en un país plural en el que caben todas las singularidades, sin que ello implique privilegios sobre los demás, y que han de contribuir a mantener la cohesión social, no la división y la fractura de la sociedad. Cegados por el enfrentamiento, estos nacionalismos no exploran las salidas existentes para resolver, mediante la negociación y el diálogo, la actual situación crítica, en el marco del respeto a la legalidad y preservando las mutuas diferencias. No hay razones, en un Estado social y democrático de Derecho que reconoce y ampara las distintas sensibilidades de las autonomías y regiones, para la ruptura traumática y la violación de la ley, máxime cuando la misma Constitución y los Estatutos contemplan los procedimientos legales para su reforma y modificación, pudiendo acordarse una estructura federal del Estado, sin necesidad de partirlo ni segregarlo. Todo es posible con voluntad de diálogo y lealtad a las instituciones y al orden constitucional. Pero nada es posible desde la intransigencia y el desacato a la legalidad. Tanto aquí como en Japón, Australia o Estados Unidos. También en Cataluña, donde sólo resta el sentido común y la sensatez.