Toda civilización donde la riqueza es un objetivo, esto es, desde el principio de los tiempos, exige esclavos que trabajen para sostener dicha riqueza. Lo único que varía de un tiempo a otro es la manera en que se rigen las relaciones entre las élites y sus esclavos.
Giorgo Agamben ha rescatado para la era de la globalización el concepto de homo sacer. En el derecho romano, esta era la figura de quienes no constaban como ciudadanos dentro de la ley y, por tanto, cuyas vidas no tenían valor alguno, pudiendo ser asesinados sin que ello constituyera motivo de delito. Pero no podían ser sacrificados, pues no eran dignos de los dioses.
En esta era, es el ser humano expulsado de su contexto social y cultural, convertido en un objeto desechable al que se puede eliminar, física o mentalmente, sin que ello suponga una causa punible. Para Žižek, el homo sacer actual se identifica con cualquiera que sea el objetivo de la ayuda humanitaria: “aquel que habiendo sido privado de su humanidad plena es cuidado de una manera paternalista”. Desde familias desnutridas del Tercer Mundo hasta viudas desahuciadas por impago en Grecia o España.
(“Aquellos para los que no hay lágrimas que derramar“)
En esta interpretación de la historia de la humanidad, la propaganda ha sido una de las grandes herramientas para manipular a la opinión pública en cualquier tipo de sociedad, sobre todo desde que la sociedad eligió ser manipulada al estilo de la novela Un mundo feliz de Huxley, “no-viviendo” en la ilusión por miedo a vivir en la realidad y ser consciente de sus auténticas circunstancias:
En la sociedad consumista tardo-capitalista, como le gusta llamarla a Slavoj Žižek, lo cotidiano es una ficción de la que se ha expulsado todo lo que perturba el bienestar. La vida adquiere la consistencia de un fraude en el que los ciudadanos se comportan como actores que interpretan los guiones creados por los anuncios de televisión.
La ficción se vive como realidad. Y lo Real se almacena como ficción.
Los elementos desagradables se empaquetan en películas con etiqueta hollywoodiense: catástrofes, violencia, corrupción, vicios, etc. Al mismo tiempo, los horrores del Tercer Mundo son imágenes proyectadas por la televisión que no conectan con la realidad cercana. Lo macabro se concibe como ingrediente de lo fantástico o de lo muy lejano, pero nunca de lo cotidiano.
(“Aquellos para los que no hay lágrimas que derramar“)
De hecho, los países democráticos exigen una propaganda mucho más sofisticada que otros regímenes, una técnica que dejó de ser exclusiva de los tiempos de guerra en la década de 1920 y se adhirió a los usos y costumbres de la vida cotidiana.
El documental Psywar (Guerra Psicológica), dirigido por Scott Noble, hace un recorrido por la historia de aquel país en función de la evolución de la propaganda y su paso del ámbito militar al civil, convertida en publicidad y relaciones públicas. Si bien el británico Adam Curtis se adentró en el mismo tema desde una perspectiva “científica”, al centrarse en las investigaciones con que el psicoanálisis contribuyó a la causa manipuladora, Noble comienza con algunos ejemplos de la propaganda bélica contemporánea, relacionados con las invasiones de Irak y Afganistán, para luego centrarse en los aspectos políticos de la misma y retroceder a la época de los padres de la constitución americana para buscar el rastro de un pensamiento pre-capitalista que pueda servir de hilo conductor a través de dos siglos de historia.
Este pensamiento habría surgido durante los primeros años de vida de los Estados Unidos, en la década de 1780, cuando tuvo lugar una ola de motines protagonizados por una masa endeudada cuya agresividad era proporcional a su desesperación, sobre todo después de que a los pequeños propietarios se les embargaran sus tierras y éstas fueran a parar a manos de los más ricos terratenientes de la época.
Ante la magnitud de las revueltas, se anularon numerosos artículos para proteger a los grandes propietarios que estaban siendo amenazados por el pueblo. Cita Noam Chomsky a James Madison, uno de los redactores de la Constitución de 1786, para quien el objetivo primordial de todo gobierno debía ser acabar con lo que consideraba la “tiranía de la mayoría”, es decir, asegurarse de que los opulentos estuvieran protegidos de la masa y fueran, en su condición de caballeros altruistas, los garantes de la riqueza de la nación.
Según Chomsky, era ésta una postura que se basaba en la ingenua idea de que los más ricos no tendrían motivo para estar preocupados por sus propios intereses al tener la vida resuelta, y de esta manera podrían concentrarse en el beneficio de la gente.
La idea que sobre la democracia se tenía hasta la década de 1920 era que un grupo de élite tenía la capacidad de representar al resto de ciudadanos, ignorantes de los asuntos políticos e incapaces de tomar decisiones racionales. Podían elegir a aquellos que decidirían en nombre del pueblo, pero el pueblo no podía tomar decisiones por sí mismo.
Esto lo resumió Walter Lippman al decir que el público debía ser espectador interesado en las cuestiones políticas, pero no participante en las mismas.
Walter Lippmann, periodista y “consejero informal” de varios presidentes de Estados Unidos, subrayaba, ya en 1921, la importancia de explotar los entornos de confianza para el éxito de la “opinión pública”. En su libro Public Opinion, se repite la idea de que la opinión pública, aunque creada en las alturas, sólo puede tener éxito como tal si el mensaje es visto como propio de la persona e importante para su entorno. Para ello, es necesaria una relación de confianza. La ficción tiene que descender los escalones que separan el poder de la base que lo sustenta.
En este camino, ha de impregnar los escenarios sociales en que se mueven los ciudadanos, donde estos discuten y opinan entre iguales, donde se mezclan las ideas, se juzga, se rechaza y se acepta la vida en su aspecto emocional y de relaciones humanas. Como dice Lippmann, esos ambientes donde el mensaje pierde su origen y se usa la expresión “dicen que…”.
Gracias a esas entradas del estilo “la gente dice…”, “hay quien cree…”, el mensaje ya no se muestra creado por oscuros y desconocidos intereses, sino que forma parte del pueblo, de sus voces discrepantes y libres, de la democracia. Nadie, en esa fase del proceso, se cuestiona si su origen es impuesto o si es posible que la intensidad de los debates se calcule para que los temas se ajusten a una desconocida escala de prioridades, donde unos asuntos desaparecen hoy pero mañana resultan increíblemente importantes para todos.
(“Desinformación e ignorancia: rumbo a la distopía“)
En esta labor, fue fundamental la participación de Edward Bernays.
Edward Bernays fue sobrino de Sigmund Freud y el creador del concepto “relaciones públicas”. Comenzó trabajando para el gobierno estadounidense durante la I Guerra Mundial. Para contrarrestar el descrédito que suponía entrar en una guerra lejana, Bernays propuso el eslogan de que la intervención era necesaria para lograr un mundo más seguro y demócrata. El presidente Wilson se convirtió así, de la noche a la mañana, en un héroe de masas que luchaba por un mundo libre.
Tras el éxito de la propaganda bélica, Bernays decidió usar aquellas técnicas de disuasión verbal en los asuntos de paz, y, puesto que el término “propaganda” se asociaba a la guerra, sustituyó el término por el de “relaciones públicas”. Por aquella época, las corporaciones tenían un problema con el sistema de producción masivo, y era la superproducción. Cuando la gente tenía lo que necesitaba, dejaba de comprar. Había que cambiar los hábitos y la manera en que la gente entendía la obtención de productos, hasta entonces desde un punto de vista práctico.
(“De cómo nos engañaron“)
Según el documental de Noble, John Edgerton, presidente de la Asociación Nacional de Fabricantes, consideraba que el acortamiento de la jornada laboral podía fomentar el radicalismo: “Si la gente tuviera tiempo de detenerse y pensar, podría también tomarse el tiempo de repensar su postura ante la vida”. Había que distraerla, y tal sería la misión del trabajo, por un lado, y del ocio convertido en pasatiempos superficiales para evadir y distraer, por otro. Aunque Edgerton se mostraba contrario al tiempo de ocio, éste resultó fundamental para convertir a la población en esclava feliz del sistema.
El presidente Hoover, elegido en 1928, compartía tales conceptos, y consideraba que había que convertir a los ciudadanos en máquinas de felicidad en constante movimiento tras la búsqueda de sus deseos, los cuales serían creados por la nueva ciencia de la publicidad.
Era la nueva “democracia de las masas” basada en el yo consumista: una sociedad estable y dócil que se sentía feliz por poder consumir productos, no por la sensación de necesidad que había imperado hasta entonces, sino por el deseo y asociación de los bienes materiales con determinados valores preestablecidos.
Se procedía a estimular las necesidades del yo irracional y así el poder podría seguir haciendo a sus anchas, de manera que se perpetuaba el eterno juego que siempre ha mantenido a unos pocos elegidos en la cumbre y al resto en la base y sin posibilidad de generar cambios, aunque en esta ocasión la ilusión de que esto último sí era posible garantizaba una mayor estabilidad.
De esta forma, el futuro de la economía estaba asegurado gracias al nuevo ímpetu consumista, y la política se sentía segura al haber canalizado la libertad humana hacia derroteros materialistas e inofensivos para el poder, puesto que las fuerzas humanas estarían puestas en saciar el apetito o frustración inmediatas, pero nunca se preocuparía, debido a la incapacidad para atisbarlas, por las verdaderas causas de tal frustración, relacionadas con la falta de una auténtica libertad.
(“De cómo nos engañaron“)
En el fondo, lo que se esconde detrás de toda publicidad es la imagen tradicional de la felicidad, basada en las relaciones sociales y el contacto con la naturaleza, sólo que identificada con productos y marcas los cuales, se da a entender, son el vehículo hacia esa plenitud vital. El capitalismo se erigió así en el mediador entre el hombre y su propósito de vida, como toda religión que ha buscado gobernar a los seres humanos a lo largo de la historia, estableciendo las normas de conducta y convirtiéndose en la voz autorizada de un ser superior al que todos deben obedecer.
Quien controla los medios y el lenguaje, controla la mente de las personas. No necesita usar la violencia física para reprimir la libertad del ser humano. La mejor manera de acabar con el dominio de la propaganda es comprender cómo funciona y conocer a quienes se esconden detrás de toda publicidad, cuáles son sus intereses y hacia dónde se dirigen realmente sus actividades.
Y tal cosa depende, únicamente, de cada cual. Y las consecuencias de elegir el estado de bendita ignorancia, también.
[...] las democracias degeneran en tiranías por un proceso de renuncia voluntaria al pensamiento individual a cambio de un ideario hedonista, puesto que en un estado de libertinaje el pueblo sólo piensa en un caudillo que solucione sus disconformidades y encumbra a quien mejor le sirva en ese sentido exclusivo. “De la extrema libertad sale la mayor y más ruda esclavitud”.
(“Desinformación e ignorancia: rumbo a la distopía“)
- PsyWar (2010):