Guerra y paz - Liev Tolstói

Publicado el 06 septiembre 2022 por Elpajaroverde
«Como el mecanismo de un reloj, la máquina militar, una vez iniciado el movimiento, no puede ser detenida hasta que llegue a su término; e igualmente, antes de que les llegue el turno, las piezas que no han sido puestas en marcha permanecen inmóviles. Traquetean en sus ejes las ruedas, se traban sus dientes; los pesos chirrían y giran rápidamente, pero la rueda vecina permanece quieta e inmóvil, y se diría que puede seguir así cientos de años; pero, si una palanca hace presa en ella, la rueda, obediente a ese girar sucesivo, se pone en marcha ruidosamente y acaba incorporándose a una acción común cuyos fines y resultados ignora. Y como en el reloj, cuyo complicado movimiento de incontables ruedas y ejes no produce más que el deslizamiento imperceptible y regular de la aguja que indica el tiempo, el resultado de todos los complicados movimientos humanos de aquellos ciento sesenta mil rusos y franceses —con todas sus pasiones, deseos, arrepentimientos, humillaciones, sufrimientos, exaltaciones de orgullo, de miedo y entusiasmo vino a ser tan sólo la pérdida de la batalla de Austerlitz, llamada la batalla de los tres Emperadores: es decir, un lento desplazamiento de la aguja de la historia universal sobre la esfera de la historia de la humanidad».

Como el mecanismo de un reloj, la trama de la novela que os traigo hoy, una vez iniciado el movimiento, no puede ser detenida hasta que llegue a su término; e igualmente, antes de que les llegue el turno, las piezas que no han sido puestas en marcha permanecen inmóviles. Traquetean en sus ejes las ruedas, se traban sus dientes; los pesos chirrían y giran rápidamente, pero la rueda vecina permanece quieta e inmóvil, y se diría que puede seguir así cientos de páginas; pero, si una palanca hace presa en ella, la rueda, obediente a ese girar sucesivo, se pone en marcha ruidosamente y acaba incorporándose a una acción común cuyos fines y resultados ignora. Y como en el reloj, cuyo complicado movimiento de incontables ruedas y ejes no produce más que el deslizamiento imperceptible y regular de la aguja que indica el tiempo, el resultado de todos los complicados sucesos acontecidos en aquellas 1600 páginas, con todas las pasiones, deseos, arrepentimientos, humillaciones, sufrimientos, exaltaciones de orgullo, de miedo y entusiasmo que contienen vino a ser tan sólo —y tan mucho— la gran novela que es Guerra y paz: es decir, un desplazamiento de la aguja de la literatura rusa sobre la esfera de la historia de la literatura universal.

Poner nombre y apellidos al artífice del engranaje y puesta en marcha de la máquina militar es harto complejo. Hacer lo propio con el maestro relojero de Guerra y paz es mucho más sencillo y todos, además, podemos hacerlo. Responde al nombre, patronímico y apellido de Liev Nicoláievich Tolstói. Hacer la analogía entre el mecanismo oculto de la máquina militar y de esta novela y el de las vidas y destinos humanos es más que oportuno —por más que vaya a prescindir para ello de hacer uso nuevamente de la cita inaugural de esta entrada— y Tolstói, al igual que otros muchos, no tendría ambages para señalar a Dios como titiritero entre bambalinas (el que no comulgue con esta creencia puede sustituir a Dios o la palabra divinidad por la que se ajuste más a sus ideas o convenga más al contexto y seguir leyendo esta novela sin problemas). A lo que no osaría, por imposible además de equivocado, sería a señalar a nadie como responsable tanto del movimiento inicial como de los posteriores de la máquina militar, pero no por ello escatimó en páginas para disertar sobre las fuerzas que la ponen y continúan en marcha.

Podría decir que Guerra y paz es una novela en la que se narran las idas y venidas de varias familias de la aristocracia rusa. Podría decir que es una novela histórica sobre la invasión napoleónica de Rusia (curiosa la ya existente invasión cultural francesa en la alta sociedad rusa, la cual queda patente en esta novela con la intromisión del idioma galo en numerosos diálogos cuya traducción se ha tenido a bien incluir en notas en la magnífica edición de Mario Muchnik que he elegido para leer). Podría decir que es una novela que paulatinamente va cediendo espacio a una mezcla entre disertaciones filosóficas y ensayo por parte de su autor (aviso de que de los personajes de la novela nos despedimos en la primera parte del epílogo, no vaya a ser que algún incauto como yo, que no la haya leído y se anime a hacerlo, se quede esperando reencontrárselos en la segunda y última parte). Podría decir todo eso y más sin mentir y, sin embargo, no estaría diciendo completamente la verdad, y es que, en palabras del propio Tolstói, «Guerra y paz es lo que el autor ha querido y podido expresar, en la forma en que está expresado». Ahí, con un par, señor Tolstói, podríamos pensar, pero, bien mirado, tiene toda la razón: lo que comienza siendo una novela convencional termina por descubrirse como la personalísima obra del considerado uno de los mejores autores de la literatura universal. Y esto no solo respecto a las mencionadas e innumerables páginas en las que se prodiga como analista y narrador de crónica de guerra, sino también a sus toques de ironía que salpican la trama y a la casi imperceptible moralidad que en algunos pocos puntos de la misma dejan entrever su forma de pensar.

Guerra y paz contiene los excesos que caracterizan a las extensas grandes obras. No es que le sobren páginas como a esos mamotretos de novelas que se rellenan con paja como si fueran a venderse al peso. Ahora bien, ¿podría decirse lo mismo en menos páginas? Tal vez, pero no se podría haber dicho de la misma manera. ¿Podrían haberse suprimido personajes, pasajes o escenas? Me duele pensar en ello, pues de ser así no podría dejar de sentir la mutilación de esta novela. Además, no deja de ser admirable que una novela de tamaña extensión no se haga aburrida en ningún momento. En cuanto a su concepción, dudo que Tolstói la tuviera íntegramente orquestada en la cabeza cuando comenzó su redacción. Creo, más bien, que lo que tuviera esbozado en un primer momento fue cobrando vida a lo largo de los cinco años que tardó en escribirla. Y no es que haya pillado al autor en ningún renuncio, sino que, a mi entender, esta obra carece de la perfección que nace de la premeditación y goza, en cambio, de la imperfección que no es demérito sino virtud. Y para explicarme mejor voy a recurrir al bueno de Amalfitano, personaje de esa otra extensa, grandísima e imperfecta novela, en este caso de Roberto Bolaño, que es 2666 , el cual se lamentaba de que «Ya ni los farmacéuticos ilustrados se atreven con las grandes obras, imperfectas, torrenciales, las que abren camino en lo desconocido. Escogen los ejercicios perfectos de los grandes maestros. O lo que es lo mismo: quieren ver a los grandes maestros en sesiones de esgrima de entrenamiento, pero no quieren saber nada de los combates de verdad, en donde los grandes maestros luchan contra aquello, ese aquello que nos atemoriza a todos, ese aquello que acoquina y encacha, y hay sangre y heridas mortales y fetidez».

En Guerra y paz también hay sangre, heridas mortales y fetidez. No podría dejar de haberlas en una novela en la que tienen lugar varias batallas campales. Las hay, por tanto, en sentido literal, pero también en el figurado, como las hay en toda persona real y por tanto en todo gran personaje literario. 

Cruzando el río Berezina el 17 de noviembre de 1812, de Peter von Hess. Trabajo en dominio público.


No voy a detenerme en esa guerra y en esas batallas; conocidas son y al que le interesen no le faltará dónde informarse. Tampoco quiero ni me atrevo a hacerlo en las reflexiones que Tolstói desgrana en este libro, por muy interesantes que me hayan parecido y mucho que las haya disfrutado. Ni siquiera quiero esbozar nada de su trama, de los amores, decepciones, amistades y enemistades, duelos, etc. que se suceden en sus páginas; yo me enfrenté a esta novela desde la ignorancia y al que no la haya leído ni la conozca a grandes rasgos quisiera ofrecerle la misma experiencia. Sí quiero, en cambio, porque, además, me resulta inevitable, pararme en esos grandes personajes que ha regalado León Tolstói a la literatura universal. No en todos, por supuesto, pues sería imposible por numerosos, pero cómo hablar de Guerra y paz sin hablar de los Bolonski, de los Rostov o de, iba a decir, los Bezukhov, pero de esa familia apenas tenemos de representante el bueno de Pierre, aunque ese solo, nuevamente, sea inmenso. A todos ellos los acompañamos desde la juventud a la edad adulta y vivimos con ellos su evolución. Conocemos sus pensamientos a través del magnífico trabajo de introspección que de ellos realiza el autor, sus sufrimientos, contradicciones, desazones y luchas internas que no son otros que los que podemos vivir cualquiera de nosotros en determinados momentos de nuestras vidas. Protagonizan esas escenas que, para todo lector de Guerra y paz, y sin tener que ser necesariamente para cada uno de ellos las mismas, resultan míticas e inolvidables.

Cómo olvidar la ambición de gloria por parte del Andréi Bolonski, el cual, «pese al cariño, al amor que siento por muchas personas —mi padre, mi hermana, mi mujer— que son los seres más queridos por mí, y por terrible y contrario a la naturaleza que parezca, [...] entregaría a todos sin vacilar por un solo momento de gloria, de triunfo sobre la gente, por ganarme el amor de unos hombres a los que no conozco ni conoceré jamás, por el amor de esos hombres». Cómo no recordarlo después tendido en el campo de batalla bajo un inmenso cielo como nunca había visto antes que le ofrece paz y revelación. Cómo no comprender a Nikolái Rostov cuando se le cae la venda del amor ciego que siente por su emperador y se da cuenta de la inutilidad de la guerra. «¿Para qué, pues, aquellas piernas y aquellos brazos amputados, para qué tantos muertos?» Cómo mantenerse indiferente ante su reprochador discurso a un soldado crítico que no es más que un intento de autoconvencimiento y que dice así: «¿Cómo puede juzgar qué habría sido mejor? [...]¿Cómo puede juzgar los actos del Emperador? ¿Qué derecho tenemos a razonar? ¡Nosotros no podemos comprender ni los fines ni los actos de Su Majestad! [...] Nosotros no somos funcionarios diplomáticos. Somos soldados y nada más [...]. Si nos dan la orden de morir, hay que morir; y si nos castigan es porque somos culpables. No nos toca juzgar. [...] ¡[...] si nos metemos a discutir y a razonar, nada será sagrado para nosotros! Por ese camino llegaremos a la negación de Dios, a negarlo todo [...]. Nuestra misión es cumplir con nuestro deber y no pensar: eso es todo». Cómo no desear por momentos que Natasha Rostov no se hubiera enamorado, que no hubiera conocido el sufrimiento, preservando así para siempre a esa chiquilla de alegría contagiosa que irradia ganas de vivir y con la que todo es fácil. Cómo no escuchar, a poco que nos concentremos, su grácil voz cantando. Cómo ignorar su innata perspicacia. Cómo no querer inmortalizarla asomada a la ventana, asombrada y entusiasmada ante la magnífica luna de una noche única y queriendo echar a volar. Cómo no compadecer al reivindicativo Pierre Bezukhov convertido en un gentilhombre de esos que antes despreciaba. Cómo no entristecernos viéndolo entregado a ese ocio disoluto con el que combate la percepción de la falsedad que lo rodea. Cómo no coincidir con él en su descubrimiento primero y su reconocimiento después de «esa fuerza misteriosa, despiadada, que obliga a los hombres, pese a su voluntad, a matar a sus semejantes». Cómo no alegrarnos por él cuando, tras tanta búsqueda infructuosa de un sentido a su vida, alcanza la paz al sentirse libre de ataduras y al aprender «que todas las desgracias no provienen de la falta, sino del exceso». Cómo no admirarse ni dejar de maravillarse ante tal cúmulo de sentimientos y experiencias humanas concentrados en una misma novela.

Napoléon y Alejandro I en una cita en Tilsit, ilustración en dominio público de Aleksey Kivshenko para el libro de
León Tolstói Guerra y paz. Fuente: 
http://fotki.yandex.ru/users/nilsky-n/view/321963/?page=0#preview


Los seres humanos, aun en tiempos de paz, nos vemos asolados por períodos de guerra y bendecidos por períodos de paz. Fluctuamos entre ambos, entre la inhibición que nace del convencimiento de la inutilidad de nuestros esfuerzos y la acción dirigida a que las cosas cambien a mejor, entre la reclusión interna que nos lleva a vivir para uno mismo y el ofrecer lo mejor de nosotros a los demás. Y aunque no es descabellado pensar que uno u otro estado está ligado a nuestras diferentes etapas vitales, no es menos cierto que en una misma etapa podemos experimentar ambos. Así, somos como el príncipe Andréi, quien al contemplar un viejo roble de sus propiedades lo descubre diferente a cómo lo contempló días atrás al pasar por el mismo lugar. Es el mismo roble bajo la misma primavera. Es el Andréi que regresa el que dista del que partió.
«En el borde del camino se erguía un roble, quizá diez veces más viejo que todos los abedules del bosque, diez veces más grueso y el doble de alto que cualquier abedul. Era un roble gigantesco de dos brazas de circunferencia, de ramas rotas desde hacía mucho tiempo; el tronco, de corteza quebradiza en diversos puntos, cubierto de viejas y abultadas excrecencias. Con sus brazos enormes y retorcidos, dedos asimétricos y divergentes, parecía, entre los sonrientes abedules, un viejo monstruo ceñudo y desdeñoso. Sólo él no quería someterse al encanto de la estación y no quería ver ni el sol ni la primavera.“La primavera, el amor, la felicidad… —parecía decir el roble—. ¿Cómo no os fatiga ese engaño estúpido e insensato de siempre? ¡Todo es lo mismo y todo es engaño! No hay primavera, ni sol, ni felicidad. Mirad esos abetos ahogados y muertos, siempre solitarios; miradme a mí, extiendo mis dedos torcidos, rotos, tal como han nacido de mi espalda, de mis costados han crecido, y aquí estoy sin creer en vuestras esperanzas y engaños.”El príncipe Andréi miró varias veces ese roble, durante su recorrido por el bosque, como si de él esperara algo. Las flores y las hierbas crecían a sus pies, pero el roble sombrío e inmóvil, deforme y obstinado, se mantenía erguido entre ellas.“Sí, el roble tiene razón —pensó el príncipe Andréi, —mil veces razón—. Que los demás, los jóvenes, caigan de nuevo en ese engaño; pero nosotros conocemos la vida, ¡nuestra vida ha terminado!” Y en el alma del príncipe Andréi ese roble hizo surgir nuevas ideas carentes de esperanza, pero gratamente tristes. Durante el resto del viaje pareció pasar de nuevo revista a toda su vida para llegar a la conclusión de antes, consoladora y resignada, de que no debía comenzar nada; debía vivir así hasta el fin de sus días, sin hacer daño, ni inquietarse, sin desear nada».

Primer baile de Natasha Rostov, ilustración en dominio público
de Leonid Pasternak para la novela de León Tolstói Guerra y paz.
Fuente:
http://fotki.yandex.ru/users/lyu5981/view/625127/?page=0#preview

«“Sí, aquí, en este bosque se alzaba el roble con el cual estaba de acuerdo —pensó el príncipe Andréi—. Pero, ¿dónde está?”, se preguntó mirando a la izquierda del camino.Y sin él mismo saberlo, sin reconocerlo, admiraba el árbol buscado. El viejo roble transformado por completo, desparramadas en cúpula sus ramas de un verde oscuro, se esponjaba gozoso a la luz del sol vespertino. Ya no se veían meciéndose levemente sus dedos deformes, ni sus excrecencias, ni la desconfianza y el dolor de antes. Hojas jóvenes, jugosas, de tierno verdor, sin nudos, se habían abierto paso a través de su dura corteza centenaria. Parecía imposible que de aquella ruina germinase esa nueva vida. “Sí, es el mismo roble”, pensó el príncipe Andréi, y sin causa alguna se sintió inundado de un súbito sentimiento de alegría y renovación. Recordó en un instante todos los minutos decisivos de su vida: [...]: todo lo recordó de pronto.“No, la vida no acaba a los treinta y un años —decidió con resolución y definitivamente el príncipe Andréi—. No basta con que yo sepa lo que ocurre en mí; deben saberlo todos [...]. Es necesario que todos me conozcan; que mi vida no sea para mí solo, que no vivan ellos tan al margen de mí, que mi vida se refleje en todos y que ellos participen de ella”».

Y, sí, ciertamente participamos de la vida, pero no de la vida de Andréi sino de la vida en general y con mayúsculas. Somos partículas. Somos efímeros, meros instantes. «Vive mientras tengas vida, mañana morirás, lo mismo que yo, hace una hora, podía haber muerto. ¿Vale, pues, la pena atormentarse, cuando la vida no es más que un segundo en comparación con la eternidad?» Es fácil decirlo. Difícil es no caer en alguna ocasión en ese tormento. Las guerras terminan, pero otras comienzan. Los seres humanos mueren, pero otros nacen. Todo ello escapa de nuestro control. De los tres mecanismos de relojería de los que os hablaba al principio de esta reseña: guerras, vidas humanas y la novela que nos ocupa, tan solo el de esta última seguirá en movimiento sin preocuparse de la finitud de su tiempo. Pocas certezas se pueden tener en una vida incierta por naturaleza, pero si algo me atrevo a augurar es que, más allá de que la que aquí escribe y los que tenéis a bien leerme exhalemos nuestro último aliento, Pierre, Andréi y Natasha seguirán viviendo. En cuanto a León Tolstói, que lleva lo suyo muerto, tiene el no sé si para él demérito de haber alcanzado la gloria, y por ende la eternidad, por novelas como esta. 

«Después de la comida, a petición del príncipe Andréi, Natasha cantó acompañándose con el clavicordio. El príncipe, de pie junto a la ventana y sin abandonar la conversación de las damas, la escuchaba. En medio de una frase quedó en silencio y notó que atenazaban su garganta unas lágrimas inesperadas cuya posibilidad no conocía. Miró a Natasha, que seguía cantando, y algo nuevo y feliz removió su ser. Se sentía a un tiempo feliz y triste. No tenía razón alguna para llorar, pero las lágrimas estaban a punto de brotar. ¿Por qué? ¿Por su amor de otros tiempos? ¿Por la pequeña princesa Lisa? ¿Por tantas desilusiones?… ¿Por sus esperanzas en el porvenir?… Sí y no. La razón principal de aquellas lágrimas era la contradicción terrible, vivamente sentida por él, entre su anhelo de algo infinitamente grande e indeterminado y la sensación de que él era un ser limitado y corpóreo, como también ella. Esa contradicción lo afligía y alegraba mientras la oía cantar».

Kutuzov en la conferencia de Filii decidiendo la rendición de Moscú a Napoleón, óleo de Aleksey Kivshenko. Trabajo en dominio público. 


Ficha del libro:Título: Guerra y pazAutor: Lev TolstóiTraductora: Lydia Kúper FridmanEditor: Mario MuchnikEditorial: El AlephAño de publicación: 2010 (1867)Nº de páginas: 1899ISBN: 978-84-7669-967-6Si te ha gustado...¿Compartes?      ↓