Al invadir Irak para derrocar a Saddam Hussein y crear una democracia que contagiara el próximo Oriente y el norte de África, Bush y Blair cometieron el error de levantar una inesperada caja de Pandora: las fuerzas autodestructivas que asolan el islam.
Carlos Hernández, uno de los periodistas que acompañaron al juez Santiago Pedraz a Bagdad como testigos en la investigación por de la muerte en 2003 del cámara de Telecinco José Couso, ha vuelto horrorizado: los iraquíes están matándose entre ellos enloquecidamente.
Volvió la separación por sexos y se recuperan las actitudes religiosas más integristas, perseguidas por aquella dictadura que asesinaba a sus súbditos rebeldes, pero que amordazaba los salafismos y los odios seculares entre las tribus.
Hernández lo contó en El Mundo: “Aquí siguen muriendo cada día decenas de hombres, mujeres y niños. Los locos iraquíes se matan entre ellos. Se odian desde siempre, y como bestias salvajes que son (sic), se dedican a mutilar la vida de su vecino”.
Lo que no explica es que esta violencia, más que tribal, es un enfrentamiento entre la secta sunita, mayoritaria en casi todos los países musulmanes, y la chiita, mayoritaria en Irak.
Tampoco dice que estas sectas llevan matándose desde poco después de la muerte de Mahoma por la legitimidad de su linaje.
Aparte, dentro de las mismas doctrinas, los salafistas suelen matar a los menos fanáticos. Saddam Hussein y su dictadura habían impuesto un manto de terror entre todos, y mantenía así una paz relativa.
Las actuales revoluciones norteafricanas se dan en países mayoritariamente sunitas. Pero ahora, sin un fuerte poder dictatorial, veremos pronto que hará el renacimiento de los salafistas.
Hernández no explicó estos conflictos religiosos, quizás para ser políticamente correcto: está feo mostrar las entrañas del mundo islámico.
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