Guerras sucias, democracias hipócritas

Publicado el 03 octubre 2016 por Ntutumu Fernando Ntutumu Sanchis @ntutumu

Hay cosas que uno se imagina y que incluso llega a intuir basándose en informaciones de aquí y de allá; sin embargo, cuando te las muestran así, sin tapujos, con pruebas, testimonios y a plena luz del día, resultan demoledoras. A continuación no sólo relato mis impresiones sobre la obra del reportero de investigación Jeremy Scahill y su extraordinaria labor destapando una parte de las guerras sucias en marcha; también recuerdo que éstas vulneran la legalidad internacional y contribuyen a una paradoja insoportable, la de las democracias hipócritas.

Tras el visionado de la película documental Guerras sucias (2013), dirigida por Richard Rowley y protagonizada por el periodista estadounidense Jeremy Scahill, son dos las ideas que me surgen: por un lado, que resulta imprescindible verla de nuevo para captar todos los detalles y entramados (por la complejidad de los mismos); y por otro, que el mal no tiene fronteras, que es como un virus que copa sistemáticamente los gobiernos y que sólo una transformación de las razones que sirven de guía (de facto) para la sociedad internacional –hacia unas alejadas de las instrumentales– podría interrumpir el descenso de la humanidad al infierno moral al que se dirige.

Guerras sucias relata el desarrollo de la exploración llevada a cabo por Jeremy Scahill a raíz de la indagación inicial que realizó en torno a un ataque sobre cinco civiles en Afganistán. A medida que el reportero conoce más casos, y a través de diversas entrevistas, acaba descubriendo la existencia de un cuerpo especial secreto, el Mando Conjunto de Operaciones Especiales (JSOC en inglés), y el grado de arbitrariedad de sus actuaciones. Movido por la curiosidad y la indignación por el rastro deirregularidades que se asocian al nombre de este cuerpo, Scahill nos descubre en este documental un enorme entramado de operaciones secretas –entre ellas la que celebró la muerte de Osama Bin Laden– alrededor de todo el mundo, sin fronteras, sometimiento a la legislación internacional o rendición de cuentas. En este sentido, es muy significativo el subtítulo del libro que acompaña a esta película-documental: “el mundo es un campo de batalla”.

La obra muestra ejemplos de un modus operandi que creeríamos más propio de la SA o la Gestapo nazis como son: el primer ataque que muestra el documental, el realizado sobre una familia afgana, en mitad de la noche y mientras estos festejaban en su hogar; el llevado a cabo sobre una tribu yemení sin ningún tipo de justificación de carácter militar o estratégica, aduciendo la dudosa cercanía de un objetivo terrorista y terminando con la vida de una anciana rodeada por sus nietos (siendo estos gravemente heridos); el relacionado con el ciudadano estadounidense Anwar al-Awlaki; y, por último, el más preocupante por su extrema arbitrariedad, el del hijo de al-Awlaki, un niño aparentemente normal asesinado de manera preventiva ante su posible radicalización fruto de la muerte de su padre. Arriesgarse a que éste buscase venganza hubiera sido un riesgo innecesario, debieron argumentar.

La idea que plantean tanto la película como el libro es la de la suspensión del Derecho de guerra, y por tanto de la arbitrariedad, más allá de los horrores de principios del siglo XX y las dos Guerras Mundiales. Y con «suspensión del Derecho de guerra» –aclaro para la audiencia menos especialista en el tema– no me refiero a la suspensión del derecho a hacer la guerra, sino la suspensión del derecho internacional público destinado a evitar los abusos durante los procesos bélicos. Hago referencia, por ejemplo, a la vaga presencia, en la política exterior de EEUU durante estos últimos años, del principio que compele a restringir el uso de la fuerza y promocionar el “arreglo pacífico de controversias” (Cap. VI de la Carta de Naciones Unidas). Hablo también de la defensa de la existencia de derechos únicamente fundados en una interpretación interesada de la legislación internacional, como es el caso del derecho al ataque preventivo tan duramente criticado por pesos pesados del panorama político internacional como Kofi Annan, y que tienen los hechos relatados por Scahill como consecuencia inevitable. La edición en castellano del libro (2013) dice así en la Nota para el lector (la negrita es mía):

“Lo que sigue es el relato de cómo Estados Unidos terminó por aceptar el asesinato como elemento central de su política de seguridad nacional. Es también un relato de las consecuencias que semejante decisión ha tenido para personas de innumerables países de todos los confines del planeta y para el futuro de la democracia norteamericana.

Este libro narra la historia de la expansión de las guerras encubiertas de EE.UU., del abuso del «privilegio ejecutivo» y de la protección de los secretos de Estado por parte de la presidencia de ese país, y de la aceptación del uso de unidades militares de élite que no responden de sus actuaciones ante nadie más que ante la Casa Blanca. Guerras sucias revela igualmente la continuidad con la que se ha manifestado a lo largo de las diferentes administraciones presidenciales (tanto republicanas como demócratas) un particular modo de pensar desde el que se concibe «el mundo como un campo de batalla»”.

A medida que conozco más y mejor los modus operandi no sólo de los EEUU y su doctrina del shock, sino también de Israel, la propia UE frente a los refugiados o sus Estados miembro por separado (como España), pienso que resulta imprescindible que la democracia hipócrita deje de ser una de las dos –hipócrita o democrática– puesto que juntas forman una paradoja insoportable. ¿Cómo podemos permitir que se conjuguen hechos tan dispares como son las ejecuciones sumarias o la retención ilegal e infrahumana y la elección de representantes políticos? ¿Qué valor tiene mi elección de representantes democráticos si estos optan por, permiten o no dificultan las políticas de un gobierno que claramente atenta contra lo vivo (humanos o animales) y lo inerte? En mi humilde opinión, ninguna.

Si exijo el fin de uno de los dos elementos –el de hipocresía o el de democracia– no es porque desee el fin de la democracia (sí el de la hipocresía), sino porque anhelo que, al menos, no se viole impunemente el honor de esta palabra que evoca el gobierno del pueblo. No, no concibo llamar democrático a un sistema que excluye interesadamente; no, no lo concibo si su bienestar es construido sobre la explotación, la guerra ilegal o el terror.