Querido Gustavo:
Mientras te escribo, el país desciende metido dentro de un inconmensurable tobogán, en el que vamos todos adentro caóticamente ordenados, de pies o de cabeza directo a un paraíso subterráneo prometido. El descenso me agobia porque el país es, al fin de cuentas, la casa que uno habita, aun cuando este lugar específico que uno llama país, por mera formalidad, no sea más que una maqueta mal diseñada y peor construida. El descenso me agobia, insisto, y por eso trato de asirme a los afectos y a los recovecos literarios para resistir el empuje hacia abajo en la ridícula procesión de los cuerpos contra la pared, los cuerpos contra el piso, los cuerpos contra el futuro. Nos empujan desde la superficie, ahora nuevamente habitada por dinosaurios. En Venezuela los dinosaurios no se extinguieron; es ése el verdadero secreto mejor guardado del Caribe, no nuestras montañas y mares, como rezaban los eslóganes publicitarios de otras épocas (no recuerdo si más felices, pero sí menos fatalistas).
Bajo estas condiciones te escribo, querido, afuera hay mucho ruido. Los dinosaurios pisan fuerte, ya lo sabes, alguna vez escribiste Bajo tierra, y sobre esa experiencia me gustaría que conversáramos, sobre la escritura subterránea. ¿Por qué decidiste explorar el vientre de una ballena descompuesta? ¿Acaso tu necesidad de buscar ciudades imaginarias te llevó a descender desde aquella ciudad superficial, cuya realidad pareciera estar sometida a la exposición de espejos deformantes? Bajo tierra nos indica que todo territorio urbano se hace de capas, lo mismo que las historias personales, y esas capas desvirtúan la quietud de lo que vemos, lo vuelven complejo. Lo imaginario también somos nosotros, entonces: tan frágiles como esos paisajes de edificios y avenidas.
También he leído versos tuyos en los que aparecen pálidas afirmaciones como “No es que mi ciudad haya sido destruida”; el verso en sí es casi una temerosa constatación del desastre, pero elaborado desde una natural negación como primera reacción ante la tragedia. Más adelante, el poema busca los trozos abnegados entre las ruinas de viejos cascotes. Si el optimismo nos dicta la idea de que el cataclismo no ha ocurrido, ¿cómo nos explicamos esa pila de escombros?
Gustavo, a veces me pregunto si en vez de quemar a Roma no hubiera sido preferible quemar a Nerón. La respuesta es bastante obvia, es que la falta de aire me hace escribir disparates, pero insisto: ¿por qué la ciudad parece sometida y sacrificada por un solo hombre, cómo llegamos a este descenso, hasta cuándo Nerón y sus excéntricos musicales? Otras veces me pregunto si acaso no somos internos de un psiquiátrico, cuya dirección está bajo la égida del doctor Caligari. No sé, no lo sé, pero de lo que sí estoy segura es de que al término de este viaje subterráneo, que además es diacrónico (boletos directos a siglos pasados), no saldremos a ningún país de las maravillas. Tal vez saldremos más adelante a la superficie, como lo hace Sebastián C. en Bajo tierra por la fuerza del agua, y miremos incrédulos y perturbados los destrozos causados por las pisadas de los dinosaurios, ojalá ya extintos. Es probable que ocurra (confío también pálidamente). Mientras tanto, Gustavo, al avanzar observamos, siempre, los cascotes que avanzan con nosotros. Por eso te pregunto, con otro de tus versos: ¿adónde van las ruinas?
Carolina
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Querida Carolina:
Antes que nada, disculpa la demora de mi respuesta. Últimamente sufro de jaquecas impiadosas que retrasan mis asuntos a niveles indeseables y me obligan a elaborar justificaciones bastante bochornosas. Las jaquecas me atacan sobre todo en las tardes, antes de la merienda (que nunca tomo), lo que interpreto como un problema vinculado a la glucosa, o en todo caso a mis años, que sin ser muchos no escasean ni faltan, y siendo pocos muchas veces se exceden. Claro que mis peores demoras no tienen que ver con mis hábitos epistolares, sino con otros asuntos, por ejemplo, el oportuno pago de la tarjeta de crédito, la cuenta de la luz eléctrica y el seguro médico, lo que trae como consecuencia que me endeude, me apague o me enferme, tres trastornos que se repiten con cierta frecuencia y de manera cíclica. Con esto no pretendo escamotear mi compromiso con tu amable carta, pero como me he criado en un país (Venezuela, para más señas) donde el servicio de correo postal es una de nuestras mejores ficciones, y como me dedico precisamente a cultivar ficciones, o cuando menos imaginarlas, ocurre que terminé adquiriendo, con el paso de los años y por aquello que llaman desviación profesional, ciertos hábitos reprochables. Además, la vida a orillas del Río de la Plata (lugar de mi domicilio actual, como bien sabes) obliga a mecanismos de sobrevivencia que aún desconozco del todo. En la búsqueda y afinamiento de esos mecanismos se me va buena parte de mis esfuerzos. Quizás allí se encuentre también el motivo de mis jaquecas, aunque la verdad lo ignoro. Pero en fin, ya me estoy justificando, así que basta, no quiero aburrirte con mis cuitas, no vaya a ser que te arrepientas de haberme escrito. Pasemos, sin más preámbulos, al siguiente renglón.
Me hablas de un tema de actualidad: los dinosaurios. Es un tema apasionante. En lo personal, cuando supe que mi ciudad, Caracas, había sido poblada por mastodontes, mi mirada hacia ella cambió. Enterarme de que fue un enorme campo de hielo durante la época de las glaciaciones, me hizo un fantástico click. Quizás he visto mucho Discovery Channel, es cierto, pero eso posibilitó una suerte de arqueología imaginaria, completamente antojadiza, sin duda, y a partir de entonces, junto con otras arqueologías no menos arbitrarias, nació Bajo tierra. De modo que uno hace lo que puede, según reza el dicho, y aunque en mi novela no hay tiranosaurios ni mastodontes, la verdad es que podrían haber estado allí, pues, como bien dices, los dinosaurios en Venezuela no se han extinguido. A mi juicio, sólo dejaron de ser gigantescos animales prehistóricos para convertirse en gigantescos hábitos mentales. Lo dinosáurico es simplemente una manera de mirar la realidad. También una enfermedad nacional, la dinosauriasis, y hasta un problema endémico que nuestros doctores Caligari no han podido combatir.
Durante años tuvimos a nuestro eminente Dr. Caligari, archiconocido médico psiquiatra que fue rector universitario y candidato a la presidencia y que ahora está tras las rejas por homicidio calificado. Haciendo un juego parecido al que hizo Philip Roth en su novela La conjura de América, creo que los venezolanos nos merecemos una ucronía que recree el hipotético triunfo del Dr. Edmundo Chirinos en aquel remoto 1988. Tener a semejante especialista de la siquiatra rigiendo los destinos de la nación; pensar en nuestro propio y vernáculo doctor chiflado despachando en Miraflores. Y por supuesto toda una población sometida a tratamientos de cura de sueño, sedaciones multitudinarias, lobotomías masivas o poderosos electro-shocks alimentados con megavatios provenientes de la Central Hidroeléctrica de Guri. Este tipo de relato, Carolina, nos hace falta.
Es que estamos rodeados. En el presente y en el pasado, en circunstancias reales o hipotéticas, sincrónicas o ucrónicas. Temo incluso la llegada de nuevos seres prehistóricos, mastodontes de nueva raza en un futuro no muy lejano. Para sobrevivir a este formidable parque temático habría que acudir a Harrison Ford y Steven Spielberg. Pero sólo contamos con Román Chalbaud. Yo estoy bastante lejos, a unos cuantos miles de kilómetros de distancia, en la tierra de los gliptodontes, pensando en nuestros mastodontes. Quizás por eso escribí Bajo tierra, como una manera de acercarme, por debajo, a lo que no podía hacer por arriba. Porque siempre he creído que el acertijo venezolano es, y por numerosas razones, un acertijo subterráneo.
Me preguntas a dónde van las ruinas. Es curioso, pero toda mi vida pensé que éramos un país de olvidadizos. Nos reclamábamos constantemente nuestra amnesia, ¿recuerdas? ¡Qué equivocados estábamos! Hoy Venezuela es el laboratorio mundial del pretérito (imperfecto). No hay nada que se venere más que el pasado (glorioso). Nos hemos convertido en ciudadanos de la nostalgia, en recordadores profesionales. Con tanta energía puesta en la reminiscencia y las efemérides ahora somos un pueblo de melancólicos y abatidos, pesimistas y hasta iracundos, cuando antes sólo éramos convenientemente escépticos o indolentes. Pues bien, para responder a tu pregunta, creo que las ruinas están con nosotros, nos acompañan, nos vigilan, nos rodean, y con frecuencia nos aplastan, igual que los dinosaurios redivivos.
Y ante la presencia de tantos fósiles reales y mentales, ante la fervorosa adoración de nuestras más preclaras reliquias yo me pregunto: ¿por qué no traer todo aquello de vuelta y con vida en vez de seguir rememorándolo? O en otras palabras: ¿por qué exhumar a nuestros héroes en vez de clonarlos? Creo que pudimos haber hecho mejor las cosas. Clonar a Zamora, por ejemplo, y asignarle un presupuesto. Clonar a Negro Primero y ponerlo al frente de una misión. O mejor: clonar a Bolívar junto con Manuelita y revivir esa tórrida historia de amor con guerra independentista al fondo. Claro, la Organización Mundial de la Salud se hubiese llevado las manos a la cabeza, o cuando menos hubiese impuesto una serie de trabas, obstáculos y requisitos imposibles de cumplir. Previendo esto, el alto gobierno prefirió la exhumación como vía expedita para el reencuentro. Pero a pesar de lo espectacular del episodio, a pesar de la inquietante puesta en escena, pienso que a todo eso le faltó narrativa, Carolina. Quiero decir, faltó inscribir aquella apoteosis en un relato eficaz. Sé que no hay que darle ideas a quienes les sobran, pero en mi humilde opinión hubiese sido preferible olvidarnos de los huesos y componer un producto cultural, por ejemplo, una telenovela, un teledrama decoroso, catódico y entretenido. ¿Qué mejor manera, digo yo, de subir el rating político? No hablo de un largometraje sino de una telenovela, insisto—por aquello de mayor tiempo en pantalla—, una historia de amor con guerra independentista al fondo. ¡Qué maravilla! Una ficción de lo real con máquina del tiempo incluida, que reconciliaría al gobierno con el público televidente harto de cadenas ciclópeas y hojillas sangrantes. Un Regreso al futuro en versión Quinta República. Una simple y pedestre, pero ante todo nuestra, telenovela histórica. ¿Dónde están los guionistas, Carolina?
Te confieso que en un momento dado tuve la certeza de que el país desaparecería de la faz de la tierra. Pensé que de un momento a otro sería abducido por invasores extraterrestres o absorbido por un conjunto de repúblicas de signo desconocido. Por suerte esa espeluznante idea paranoica ha dado paso a otras que podrían ser suscritas por Ray Bradbury, pero que por lo pronto no voy a referir, sobre todo porque muchos ya lo han hecho y bastante bien. Al margen de esto, lo que en realidad quería decirte, y con esto termino, es que ahora, hoy en día (no sé mañana) soy optimista. Creo que sacaremos la cabeza como aquel perro semihundido del cuadro de Goya. Creo que sobreviviremos a tanta prehistoria y a tanto desconcierto. Tengo fe en ello. No sé todavía de qué forma, pero sobreviviremos. No sé todavía porque tengo fe en ello.
Pero en fin. Dejemos esto hasta aquí y sigamos cultivando nuestro huerto. Salúdame a los amigos comunes y muchas gracias por escribirme. Si sabes de algún producto de última generación (o alguna planta milagrosa de los Andes) que combata eficazmente la jaqueca, por favor avísame. Quizás así no tarde tanto en responder tus cartas y evite fabricar justificaciones bochornosas.
Va un fuerte abrazo,
Gustavo
Ilustración: “Barrio”, Xul Solar