A la hora de expresarnos, tanto de manera oral como escrita, abusamos de las abreviaciones, los neologismos, los latiguillos, las modas y hasta de la desidia que nos hace cometer faltas de ortografía e ignorar tildes y otros signos de puntuación. En no pocas ocasiones, ni siquiera sabemos colocar bien una coma. Y no se trata de convertirnos en académicos de la Lengua, puesto que no es cuestión de adquirir una formación especializada, sino de prestar más atención, para sacar el máximo provecho, a nuestra forma de comunicación, para corregir y evitar usos descuidados. También, para valorar que el uso correcto del idioma facilita la comprensión de lo que deseamos expresar sin equívocos ni malentendidos. Comprender y dominar el instrumento del idioma nos allana el acceso a otras formas de conocimiento que también se estructuran de manera ordenada y regido por normas. Nos habitúa a pensar o reflexionar respetando la lógica de lo complejo. Porque en comunicación, saltarse las normas gramaticales es renunciar al dominio de la herramienta más portentosa que disponemos, como es el idioma, y a ser claros como el agua cada vez que deseamos manifestar aquella otra virtud que nos distingue de los animales, la capacidad de razonar, para expresar nuestros juicios, ideas o emociones. Por eso, si descuidamos el idioma, empobrecemos nuestra capacidad de comunicación, limitamos esa facultad exclusivamente humana de hablar y entendernos de manera racional y renunciamos a transmitir nuestros pensamientos y experiencias, a los demás y a uno mismo, de manera fidedigna.
Mucha gente que acostumbra a escribir sin tildes o acentos en las redes sociales, acaba aceptando hablar de igual forma, de manera plana y monótona, obviando los signos de puntuación que nos ayudan a entonar un enunciado sin asfixiarse en el intento. Olvidan cómo enfatizar la pronunciación o la escritura de cualquier frase, con lo que leer un poema o recitar un diálogo se convierte en una tarea verdaderamente ardua. Si a ello añadimos el mal uso de las letras (k y c) al expresar un fonema e ignoramos si “haber” o “a ver” se escriben o no con hache, o nos empeñamos en utilizar los infinitivos para formular imperativos (cerrar por cerrad) y confundimos cuando hay ahí un ¡ay! de ¡cuidado!, que no echamos de menos (también sin hache), comprenderemos entonces que la pobreza en el uso del idioma denota una despreocupación intelectual que no se asume en otras actividades del individuo. Sin embargo, en aquella con que nos presentamos ante los demás y usamos para interrelacionarnos con ellos, cual es el lenguaje, no parece importar que la utilicemos de manera incorrecta y descuidada.
Creemos que dominamos el idioma materno de forma innata sin necesidad de conocer la estructura lingüística ni la gramática que condiciona su uso correcto. Las nuevas tecnologías parecen fomentar el deterioro de la lengua al obligarnos elaborar textos amputados más que abreviados, circunscritos al empleo de pocos caracteres. Si ambas amenazas no son vencidas por la voluntad de no ceder al declive y empobrecimiento de nuestro idioma, un bien tan preciado como la mayor riqueza que se pueda atesorar, difícilmente podríamos “hablar en plata” en español y siempre estaríamos condicionados por nuestra desidia e ignorancia comunicativa. No sabríamos expresar con rigor y claridad lo que pensamos, lo que queremos y las dudas que nos plantea la existencia. Participaríamos de forma activa en “atrofiar” ese don que nos distingue de los animales: la lengua como instrumento racional de comunicación.