Hablar en sueños

Por Agora

Bueno, lo mío es curioso y triste. Ya ve, son cosas que pasan. Le juro que lo que más deseo en esta vida es casarme, tener un hogar, formar una familia. Pero me es completamente imposible. Y que conste que lo he intentado muchas veces. ¿Sabe? Soy bastante enamoradizo, y en mi juventud me ocurría a menudo que de pronto conocía a una chica y ¡flash!, ahí me tenía usted desplegando ese encanto que dicen que Dios me ha dado, y enseguida la invitaba a bailar, y más adelante la cogía de la mano y progresivamente iba intimando con ella hasta acabar sin dificultad en lo que usted y yo sabemos. Porque aunque ahora no pueda percatarse de ello, yo fui un mozo bien apuesto. No crea que me costaba salir con chicas, no. Podía elegir entre un amplio abanico. Pero como le digo, a mí me tira mucho lo de tener pareja estable, lo de compartir y avanzar en común, vamos, todo ese rollo tradicional, y desde pronto lo intenté. Siempre, señor, me salió mal, rematadamente mal.

Mi primera novia se llamaba Silvia. Teníamos pocos años y muy poca cabeza. Así que nos fugamos aprovechando la temporada de la fresa y compartimos un barracón diminuto pero bastante decente en el que me sentí feliz. ¿Sabe? A mí me parece que todo salió a pedir de boca, podría jurárselo, vamos. Trabajábamos duro, aprovechábamos cualquier momento para hacernos arrumacos, nos reíamos mucho y gozábamos haciendo el amor. Era como un verano de campamento, pero mejor. Así que ni aún hoy me explicó lo que pasó. Silvia fue cambiando, y cada día estaba peor que el anterior. Se mostraba cada vez más seria, más ausente. A veces, incluso, estaba agresiva y tenía que evitarla. No hubo ninguna explicación. Al regresar al pueblo dejamos de vernos, después dejamos de llamarnos, más tarde nos negamos el saludo y hoy paso por su lado como si no la conociera de nada. Qué cosas, ¿verdad?

Sin embargo, reconozco que esa primera vez no me paré a pensar demasiado en por qué la perdí. Más bien me sentía herido en el orgullo, claro. Yo lo había dado todo, había tratado de hacerlo lo mejor posible, y ella me rechazó sin contemplaciones. Pero me olvidé al poco tiempo. Dio la casualidad que conocí a otra chica, a Olga, y me dio otra vez el pálpito ese que se me dispara, y a los pocos días ya estábamos haciendo planes juntos. Se vino conmigo al chiringuito de Benidorm y nos buscamos un apartamento que había que verlo. Muy bonito. Y así estábamos, tan bien, trabajando como mulas, guardando dineritos y viviendo con tranquilidad el verano. Y, créame, volvió a pasar lo mismo. La misma tristeza, el mismo aire ausente, la misma irritación por naderías, el adiós sin más al llegar septiembre.

Así que me tuve que resignar a pasar el invierno solo en el bar del hotel del Pirineo. Cogí turno doble con el fin de, al menos, sacarle buena tajada y fue en esas noches tan largas y tan aburridas cuando comencé a plantearme que lo mío no era normal. Pero bueno, no sería el momento tampoco de pensar en por qué las novias no me duraban ni un asalto porque enseguida le puse el ojo a otra.

Fue Jasmine, la tercera mujer con la que conviví, la que me dio la pista. Me había quedado un tiempo trabajando en una fonda de comidas de la carretera de Valencia y ella entró como refuerzo de cocina. Le aseguro que quitaba el hipo sólo con verla y que te robaba el corazón en cuanto te miraba a los ojos. Y además era buena, tranquila. Vamos, ni me lo pensé, y al poco dejó la habitación del ático y se vino a la mía. Me gustaba tanto la voluntad con la que afrontaba la noche después de haber estado quince horas lavando platos, y esa manera de decir sí a todo lo que le proponía, y esa dulzura con la que me regalaba a todas horas. Era muy fácil vivir con Jasmine. Así que me planteé un nuevo reto: casarme, porque sabía que jamás me encontraría en mi deambular por la vida a una mujer como ella.

Las primeras semanas de nuestra relación fueron perfectas. Recuerdo que nos dieron unos pocos días libres y lo aprovechamos para hacer un pequeño viaje por la sierra, buscando paisajes, encontrando momentos maravillosos. Decidimos gastarnos algo de nuestros ahorros en un hotel de esos donde hay piscinas por todas partes, baños de frutas y perfumes, sesiones de masaje y belleza, en fin, que nos propusimos ser tratados a cuerpo de rey, que ya era hora de que los que sirven sean servidos. Yo me lo pasé de miedo, mire usted. Y a mí me parecía que ella también estaba disfrutando. No somos personas acostumbradas al lujo, y por eso creí que su entusiasmo era equivalente al mío. Pero una noche que Jasmine se durmió temprano, bajé al bar a tomarme una copa. La vista era espectacular, oiga. El gran bosque respiraba en derredor con su aliento verde y húmedo. Me quedé embobado un buen rato pensando en cómo pedirle matrimonio. Se me ocurrieron varias ideas, las sopesé, buscando la más original y emocionante. Cuando regresé a la habitación, sorprendí a Jasmine sentada al borde de la cama llorando a lágrima viva. ¿Qué te pasa?, le pregunté sorprendido. Ella me miró con esos ojos colmados de miel y me dijo entre sollozos: vámonos de aquí, por favor, quiero regresar a la fonda. De nada me sirvió preguntarle por qué. Pasamos el resto de la noche en vela. Yo inquiriendo, ella cerrada en banda, silenciosa, triste. Supliqué, me enfadé, volví a suplicar y a rogar una explicación a lo que estaba pasando. Pero no hubo manera. Sólo cuando llegamos a la fonda y le dijo al patrón que quería ocupar de nuevo su habitación del ático, se me acercó, me acarició la mejilla y murmuró como si le doliera: hablas en sueños.

Eso fue lo último que me dijo. Las restantes semanas de trabajo me esquivó sin disimulo. Ni podía hacerme el encontradizo, ni podía pedirle directamente que habláramos un rato, ni me abrió la puerta cuando a medianoche no lograba reprimir mi desesperación… Nada, oiga. Nada de nada. Una mañana se marchó muy temprano y jamás he vuelto a saber de ella. Aquí, señor, en el centro mismo del pecho, la llevo todavía. ¿Será que Dios me ha puesto en su lista negra? ¿O qué es lo que pasa conmigo?

Bien. Como comprenderá, tardé en recuperarme del golpe. Como un alma en pena rodé de un lugar a otro ganándome la vida y perdiendo la razón. Me fui a Suiza una temporada, de camarero. A ver si poniendo tierra por medio la cosa se arreglaba un poco. Pero ni por esas. Las canas me cubrieron la cabeza y me aficioné a beber más de la cuenta para superar las muchas noches de insomnio. Así que cuando conocí a Ivonne yo era ya otro hombre, un sujeto con más defectos que virtudes, un tipo amargado y poco de fiar. Pero resultó que a Ivonne le iba esa clase de hombres, los que dan una de cal y otra de arena, más arena que cal. Con Ivonne dejé que asomara el animal que todos llevamos dentro. La pegué,la engañé, la humillé, le di algunos ratos felices, muy pocos, porque enseguida volvía a ensañarme con ella sin motivo, por pura maldad.

Claro está que con Ivonne no conviví. Ni a mí me apetecía ni ella lo buscaba. Nuestras noches de pasión gravitaban entre botellas vacías, drogas, peleas y gritos. Siempre salía disparada de mi casa a media noche, llorando o insultándome con inquina. Por mí podía irse a la mierda, pensaba, pero siempre volvía y siempre acabábamos de la misma manera. Qué cruz de mujer.

Una noche de esas me pasé más de la cuenta con la ginebra y me quedé dormido. Mala cosa, señor. Una hembra como Ivonne es capaz de aprovechar para descuartizarte en un santiamén. Pero al despertar, la sorprendí con su cara pegada a la mía riendo como una loca. Serás cabrón, me espetó. Ya vuelve a empezar con sus chorradas, pensé. ¿Qué haces aquí?, le dije con tono desabrido. Todo me daba vueltas y rompí a vomitar sobre la alfombra. Lárgate, le grité. Pero ella continuó riendo a carcajadas señalándome como si yo fuese un animal ridículo y extravagante. Eres tan hijo de puta durmiendo como despierto, me dijo. Iba a contestarle una barbaridad cuando, recogiendo sus cosas, me soltó: hablas en sueños. Y dando un portazo salió de mi vida.

Me volví a España al poco tiempo. Me había salido un trabajo en una obra gigantesca en la Costa del Sol. Y hacia allá dirigí mis pasos con ánimo de conservar el mínimo de decencia que me quedaba. Voy a trabajar y sólo a trabajar, me decía, convencido. Pero, claro, usted comprenderá que eso de que hablo en sueños no me lo podía quitar de la cabeza. Y por más que le daba vueltas y más vueltas al asunto, no entendía nada. ¿Tan malo es hablar en sueños? Hay mucha gente que habla en sueños. ¿O no?

Decidí, por tanto, dejar de comerme el coco y continuar viviendo, que para eso hemos venido a este mundo, ¿no cree usted? Y no tardé mucho en poner orden a mi existencia, del trabajo a casa, de casa al trabajo, nada de beber, nada de drogarse, nada de mujeres. Pero ya le digo, al cabo de unos meses conocí a Elena, una chica joven y risueña que limpiaba en los chalés de la zona, y resolví hacer de tripas corazón e intentarlo otra vez, que soy muy cabezón y no me doy fácilmente por vencido. Ya me había convertido en un tipo experimentado en eso de cortejar, ya sabe usted. Así que no me resultó muy difícil aprovechar la segunda o tercera cita para pedirle a Elena que se viniera a dormir conmigo. La pobre llevaba una vida tan sosa y tan esforzada que era fácil divertirla. Sepa usted que aparte de la percha tengo una buena y chispeante conversación, un arma letal con las mujeres. Pues bien, sin demasiada ilusión pero con ganas de divertirme un rato, descorché una buena botella de champán, encendí unas velitas y puse una música suave. Nos dormimos al amanecer, sonrientes y satisfechos.

A la mañana siguiente no pude reprimir preguntarle si había hablado en sueños. Elena me miró con gesto serio. ¿Lo sabes?, me dijo. Pues no exactamente, le respondí. Algunas personas me lo han dicho, señalé buscando en sus ojos una respuesta. Sí, dijo Elena. Lo haces. ¿Y qué es lo que digo?, inquirí con desasosiego. Prefiero no hablar del asunto, concluyó.

No quise forzarla a que me contara. Decidí dejarlo para la siguiente noche, cuando charláramos distendidamente con una copa en la mano al vaivén de la música. Como ve, había recuperado el dominio de mí mismo y de ninguna manera iba a caer en los excesos que cometí con Ivonne. Así que cambié de tema y desde la ducha le dije a Elena que teníamos todo el domingo por delante y que la invitaba a comer pescado en la bahía. El chorro de agua no me dejó escuchar su respuesta. ¿O tal vez no la hubo? Vaya usted a saber. Cuando salí envuelto en la toalla Elena había desaparecido. Ni rastro, oiga.

Perseveré. En adelante me fui a la cama con cualquiera que se puso a tiro. Quería averiguar de boca de alguien qué es lo que yo hablaba en sueños. Estuve con una china que se esfumó en plena noche, cuando hacíamos un receso en el amor; con una abogada madura que al desnudarse tuvo un ataque de histeria de tal magnitud que despertó a todo el vecindario y reclamó la presencia de la policía; con dos prostitutas rumanas, muy jóvenes, descaradas, que me robaron el reloj y el poco dinero que tenía en el cajón; con una chica universitaria que se había pasado con las pastillas y que amaneció en coma; con una mujer casada que a cada caricia temblaba de miedo y de vergüenza y que se negó a dormir en mi casa; con una vecina de apartamento que se mudó al día siguiente sin previo aviso; con una adolescente sombría y amargada que se cortó las venas en mi bañera y me obligó a cambiar de aires por una temporada.

Ninguna pudo contarme nada. Pero no importa. Ya me he resignado a la certidumbre de que ni tendré hijos, ni me detendré en un lugar para fundar mi hogar, ni encontraré mujer que me dure más de una noche. Porque es imposible y lo mejor es que no hablemos más del asunto.

Manuel Jorques Puig