Tres personajes principales (y un invitado especial) conforman el eje sobre el que gira la novela Hablar solos, de Andrés Neuman. El primero es Mario, un hombre que se encuentra profundamente enfermo (de hecho, se encuentra apurando sus últimos días de vida) y que intenta construir un hermoso recuerdo final para su hijo, llevándoselo de viaje en el camión; el segundo es Lito, el chaval, que a sus diez años vive ignorando lo que ocurre a su alrededor e interesado únicamente por sus videojuegos y por mantener conversaciones casi jeroglíficas con su madre, usando mensajería electrónica; y el tercero es Elena, esposa del primero y madre del segundo, una profesora de literatura que se queda en casa mientras ellos dos emprenden su viaje de despedida. Como se puede observar, un triángulo en el que la enfermedad, el amor, la muerte y el futuro dejan su impronta e impregnan a los protagonistas.Pero he hablado también de un “invitado especial”, y éste no es otro que Ezequiel, el doctor que está tratando a Mario. Mientras padre e hijo se encuentran fuera, Elena decide acudir a la consulta del galeno para recabar informaciones mucho más precisas sobre el auténtico plazo de vida que le queda a su esposo y los cuidados que serán necesarios durante ese tiempo. Y de pronto, sin que ni los lectores acertemos a explicarnos racionalmentequé está pasando ni ella lo asuma emocionalmente, Elena se descubre coqueteando con el médico; y luego rozando sus labios de forma casi inconsciente; y más tarde cenando con él; y, por fin, metida en su cama, enzarzados en una refriega sexual donde pasión y sordidez se abrazan (y se abrasan). A partir de entonces se vierte otra luz sobre el triángulo amoroso inicial, porque Elena se debate entre la culpa y la inevitabilidad. Ya no desea a su marido, desde que la enfermedad lo está carcomiendo, pero lo sigue amando (o eso cree); y, por otro lado, no puede evitar el magnetismo turbio que Ezequiel ejerce sobre su cuerpo y sobre su mente. Es un desahogo extraño, súbito, potente, que la hace moverse entre lo irrefrenable y la vergüenza, entre el bochorno y el deseo: llama a Ezequiel por teléfono, trata de mantenerlo alejado, lo incita, lo rechaza, lo tienta, lo repele. Esa angustiosa situación alcanzará su punto crítico cuando marido e hijo regresen del viaje y deba elegir: o continúa con su aventura o la olvida para siempre.Con reflexiones muy notables sobre el amor y sus grandezas y miserias; con fragmentos literarios que Elena va leyendo en algunos libros y que Neuman incorpora magistralmente al tejido de la novela; y, sobre todo, con una prosa decantadísima, cuajada de hallazgos estilísticos y psicológicos, Hablar solos se eleva hasta el pedestal de las narraciones inolvidables.
Tres personajes principales (y un invitado especial) conforman el eje sobre el que gira la novela Hablar solos, de Andrés Neuman. El primero es Mario, un hombre que se encuentra profundamente enfermo (de hecho, se encuentra apurando sus últimos días de vida) y que intenta construir un hermoso recuerdo final para su hijo, llevándoselo de viaje en el camión; el segundo es Lito, el chaval, que a sus diez años vive ignorando lo que ocurre a su alrededor e interesado únicamente por sus videojuegos y por mantener conversaciones casi jeroglíficas con su madre, usando mensajería electrónica; y el tercero es Elena, esposa del primero y madre del segundo, una profesora de literatura que se queda en casa mientras ellos dos emprenden su viaje de despedida. Como se puede observar, un triángulo en el que la enfermedad, el amor, la muerte y el futuro dejan su impronta e impregnan a los protagonistas.Pero he hablado también de un “invitado especial”, y éste no es otro que Ezequiel, el doctor que está tratando a Mario. Mientras padre e hijo se encuentran fuera, Elena decide acudir a la consulta del galeno para recabar informaciones mucho más precisas sobre el auténtico plazo de vida que le queda a su esposo y los cuidados que serán necesarios durante ese tiempo. Y de pronto, sin que ni los lectores acertemos a explicarnos racionalmentequé está pasando ni ella lo asuma emocionalmente, Elena se descubre coqueteando con el médico; y luego rozando sus labios de forma casi inconsciente; y más tarde cenando con él; y, por fin, metida en su cama, enzarzados en una refriega sexual donde pasión y sordidez se abrazan (y se abrasan). A partir de entonces se vierte otra luz sobre el triángulo amoroso inicial, porque Elena se debate entre la culpa y la inevitabilidad. Ya no desea a su marido, desde que la enfermedad lo está carcomiendo, pero lo sigue amando (o eso cree); y, por otro lado, no puede evitar el magnetismo turbio que Ezequiel ejerce sobre su cuerpo y sobre su mente. Es un desahogo extraño, súbito, potente, que la hace moverse entre lo irrefrenable y la vergüenza, entre el bochorno y el deseo: llama a Ezequiel por teléfono, trata de mantenerlo alejado, lo incita, lo rechaza, lo tienta, lo repele. Esa angustiosa situación alcanzará su punto crítico cuando marido e hijo regresen del viaje y deba elegir: o continúa con su aventura o la olvida para siempre.Con reflexiones muy notables sobre el amor y sus grandezas y miserias; con fragmentos literarios que Elena va leyendo en algunos libros y que Neuman incorpora magistralmente al tejido de la novela; y, sobre todo, con una prosa decantadísima, cuajada de hallazgos estilísticos y psicológicos, Hablar solos se eleva hasta el pedestal de las narraciones inolvidables.