A pesar de lo que han progresado mis dotes sociales, ¡hay quien me considera sociable!, no lo paso bien cuando tengo que hablar en público. Habitualmente evito los congresos y las reuniones médicas, por un lado no me gusta faltar al hospital y, por otro, tener que exponer en una sala llena de gente me genera tensión (como si fuera un examen). Sin embargo a veces no me queda más remedio. Si me veo en el brete, procuro hacerlo lo mejor posible. Me esmero para que mis presentaciones sean amenas; aunque quizá el modelo "monólogo del club de la comedia" no sea el más adecuado para tratar temas médicos. El año pasado, para mi debut escénico ante la Asociación de HHT me serví de un viejo maletín del que, a modo de chistera de mago, extraje todo el material necesario para la técnica de escleroterapia. Igual que un mago, mantuve al auditorio en vilo (si bien es cierto que contaba con la ventaja de su buena predisposición).
Este año, para la reunión de Bilbao, el presidente me comentó que había puesto mi charla después de la comida para que, a esa hora más propicia para la siesta que para la ciencia, la gente no se adormilase demasiado. Animar la sesión suponía una responsabilidad extra y no era cuestión de hacer el mismo número que el año anterior, por entretenido que resultase la primera vez. Además tenía mis dudas de que los de Seguridad del aeropuerto me fuesen a dejar pasar al avión armada con un arsenal de ampollas de cristal y un paquete de agujas, eso sí, finísimas. No obstante, en esta vida casi todo tiene solución, y en este caso vino en forma de paciente-mensajera. A pesar de todo, si pretendía no repetirme, tenía que hacer algo distinto para animar mi charla. ¿A qué recurrir? La respuesta la busqué en los libros, pero no de ciencia, sino de cuentos, que ni siquiera los niños pueden resistirse a ellos. Algunas ilustraciones clásicas son verdaderas obras de arte y busqué las más adecuadas para decorar mis diapositivas.
Seguramente no contase tantos datos científicos como sería deseable, opino que las estadísticas no le interesan a todos los públicos y, cuando se trata de hablar a pacientes, prefiero contar historias con las que se sientan identificados. La consulta está llena de anécdotas y de emociones. Los enfermos acuden con miedo y la mejor manera de ayudarles a controlarlo es lograr su confianza. Es el trato con cada uno lo que le enseña al médico cómo actuar, lo que no quiere decir que siempre acierte, se necesitan años de experiencia, al menos en mi caso. No solo se trata de transmitir seguridad sino también conseguir que no se sientan solos. Algo que no recalcan lo suficiente durante la carrera es que en Medicina lo más importante son los enfermos y aprender a ponerse en su piel es parte fundamental de la profesión.
Por eso, que sean los enfermos los que te sorprendan con un reconocimiento a tu trabajo, como hicieron en la cena de aquella Asamblea, es el mayor honor que puede recibir un médico. Es aún más emocionante cuando dicen que su vida ha cambiado a mejor gracias a ti. A pesar de mi verborrea, aún no he encontrado todas las palabras de agradecimiento que siento, aunque sí quiero decir que mi vida también ha cambiado a mejor gracias a ellos.