Fotografía: Joaquín Ferrer
Carlos y Lucía
Nada más despertarse, antes de pensar en nada, incluso antes de decidir qué hacer, buscaba un café. Lo preparaba a ciegas, tanteando más que otra cosa, sin el esmero de cuando uno está ya bien despierto. El aroma la iba poniendo en el mundo, contándole las aristas de la realidad, la rutina inevitable. Se lo tomaba a sorbos muy lentos y el día iba creciendo conforme el café le iba entrando. Luego se componía para salir. Unas chanclas azules, un pantalón corto cualquiera y una blusa de tirantes. Metía en el bolso el móvil y rumiaba la idea de hacer algo diferente. No ir al mercado para llenar la despensa, no mirar en el cajero el saldo de la cuenta, no volver a casa pensando si dedicarles unas horas a limpiarla y ordenarla un poco. De lo de Carlos hacía ya un mes. No fue un mes dramático. Ni siquiera echó en falta su presencia en la cocina, esos minutos primeros del día en que los dos bebían café, sin hablarse apenas. De Carlos le encantaba que no la tuviese en cuenta a todas horas. De hecho fue lo primero que le gustó de él: esa indiferencia cómoda, ese estar sin que molestase o agradase su presencia. Incluso se amaban sin el ardor que se imagina en los amantes. Una mañana, una de mucho frío, en el que buscó su cuerpo en la cama, sin encontrarlo, razonó que Carlos se había marchado. Hay cosas que una sabe, hay evidencias que no pueden ser en modo alguno explicadas. No se dijeron nada entonces, cuando buscaron el piso y dieron el visto bueno a sus grandes ventanales, desde donde se veía la calle, las terrazas ocupadas por cientos de turistas, el hervir melódico de los coches atareados en desaparecer y dejar que otros ocupen su lugar en el mundo. Tampoco ahora. La primera vez que se preparó el café sin él no reparó en lo sola que estaba. Podía ser un error, una licencia narrativa, como le gustaba decir. En su ausencia, podría terminar de escribir la novela inacabada, pensó Lucía. De seguir sin escribir, le decía Carlos, acabarás olvidando la trama, se te difuminarán los personajes, no sabrás nada, no habrá quien la entienda cuando te la publiquen. Al terminar el último sorbo de café, Lucía sacó el portátil, encendió un cigarrillo - cosa que jamás hacía estando él en casa - y buscó la carpeta. Café. Le pareció un título irrelevante la primera vez, pero fue ganando peso. Le encantaba esa brevedad. De un modo que no entendía, esa palabra deshilvanada, un poco hueca, sin asidero del que prenderse, decía más que un título rimbombante, de los que se quedan de momento en la cabeza y hacen que los lectores se inclinen a abrirlo y leerlo. Esa mañana Lucía no salió de la cocina. Escribió lo suficiente como para tomar el timón de la novela y admitir para sí que no se le volvería a escapar nada. No pensó en Carlos en todo ese día.
CarlosTodo lo que vino después lo recuerdo vagamente. Sí entonces fue importante, si me molestó e hizo que sintiese pena o dolor o todas esas cosas tan dramáticas con las que ella llenaba su novela, no lo es ahora. Fue la llave la que lo contó todo, la puerta que no se abre, el olor a café detrás, el timbre inútil y Lucía adentro. Bajé al bar de enfrente. Me senté en la mesa de siempre. Miré a las ventanas. Las cortinas estaban descorridas y Lucía se movía arriba y abajo. No sé si me vio, no se saben esas cosas. Es posible que no dejara de verme, pero ni una sola vez la descubrí buscando la mesa, percatándose de que yo andaba ahí, esperando no sé qué respuestas. Tampoco tenía preguntas. Nos queríamos sin la certeza de que lo hiciéramos. Uno de esos amores modernos, decían los amigos. Lo extraño es que durase tanto.
LucíaEsa mañana hice dos cosas importantes. La primera, cambiar la cerradura. Después le envié un whatsapp. Nada patético. Unas sencillas instrucciones de cómo recuperar sus cosas. Elena fue comprensiva. No hizo preguntas, no se hacen preguntas. Solo me dio un beso y me deseó suerte con la novela. Cuando vi el doble punteado azul, borré el contacto.
CarlosElena fue un encanto. No hizo falta que me consolara. Yo venía ya conforme. Cogí la maleta y le dije adiós en la puerta. Me besó con ternura. Le pedí que no dejásemos de vernos, pero Elena y Lucía son íntimas. Los íntimos hacen un sitio numantino y no hay quien entre. Mientras colocaba la ropa en los armarios, en los cajones, sonó el teléfono. No era Lucía. Ni siquiera Elena. Uno siempre recuerda el último beso, no los cien que dio antes. Los hombres somos así.
JuanMe pareció bien llamar a Carlos. Siempre que empiezo una relación pienso en cómo las malograron los otros, todos los otros que estuvieron antes de mí. Y Lucía tuvo dos, que me confesara. De Carlos me confesó lo educado que era. Quizá lo dejó por educado. Yo podré caer en otros defectos, pero no brillo por tener una educación refinada. No la tengo. No me la dieron. O no la quise. Lucía busca en mí lo que no tiene. De entrada yo no leo. No va a encontrar un lector en casa. Ella tampoco se interesa por los deportes. Se puede vivir bien así. Sin compartir aficiones. Mis padres lo hicieron toda la vida.
LucíaTodavía está en casa un pendrive de Carlos. Tiene unas fotos de cuando estuvimos en Lisboa. Fueron unos días bonitos, la verdad. Ni me acordé de mi novela. Mientras él dormía en el hotel, yo paseaba la ciudad. Le despertaba después, bien entrada la mañana, con café humeante. Lo bebíamos en la terraza. La ciudad invitaba a esa pereza consentida de no decir mucho. Recuerdo las tardes en la habitación. No era un amante festivo, como dice Elena del suyo. Carlos es de los pocos hombres que no exigen cama. La aceptan, cuando llega; la disfrutan, incluso mucho si se tercia, pero no es algo que le entusiasme, ni que eche de menos. En Lisboa fue un amante estupendo. Eso es mucho más de lo que podría decir del resto del tiempo en que vivimos juntos.
CarlosSigo sentándome en la terraza frente a la casa. Las persianas están echadas a veces, pero a Lucía le costaba dejar que el día lo iluminara todo. Las abría a media mañana y a veces cuando caía la tarde. Hoy no parece que esté. Ojalá baje un día y me mire y tenga que acercarse. No sabe eludir un saludo. Tampoco cuenta con que yo vaya a subir. Sabe de sobra que no me gusta empezar las cosas. Basta que baje. La invitaré a un café. Le preguntaré cómo va la novela.
Elena
Lucía no entiende la vida, no con lo que ha sufrido. No sé la de novios que ha tenido. Cinco. Siete. A todos los largó y siempre me tuvo cerca para lo que quiso. No es que yo sea experta en consolar a nadie, cuando ni yo me consuelo, haciendo la falta que me hace, pero las amigas están para eso. Para lo que quiera. Cansa que no pare. A algunos les toma uno cariño. Carlos era el menos ruidoso. A mí me encanta la gente que no se deja notar. De los demás no puedo expresar afecto alguno. A Juan, el último, el que se ve venir, le imagino menos duradero que los otros. Se adivina ya en la primera conversación. Yo creo que si termina la novela de una puñetera vez, si la acaba y se la publican, Lucía se echa un novio serio, de los de boda y planes de futuro, pero no le veo las ganas. Se distrae, la distraen. Igual es ésa la vida que le gusta y la novela le sirve para justificarlo todo.
Carlos
Me acaba de llamar un tal Juan. Dice que Lucía está libre y que le toca a él probar. No lo ha dicho así, pero casi. Me pregunta cosas íntimas, que yo rehuyo responder, pero hace lo que yo no supe: planea las cosas, les da un protocolo que no es perjudicial nunca, Lucía estará entusiasmada un mes. Irán a Lisboa, por qué no. Luego se ensimismara con el café, en la cocina. Le molestará que le hablen. Y por nada del mundo, le he dicho a Juan, minusvalores la novela que está escribiendo. Lleva toda la vida escribiéndola. Hay novelas muy largas.
Joaquín
Me han dicho que tenga cuidado las veces que salgo a la calle con mi cámara. Comprendo que a la gente no le guste que no se les pida permiso para fotografiarlas. Las cosas se ven distintas desde este lado, y no siempre tiene uno la habilidad de hacer ver los motivos. Los míos no precisan una explicación, pero estaría dispuesto a darla. Ayer vi a un pareja en una terraza. Se daban la espalda, pero pensé que se conocían y el gesto, darse la espalda, era una especie de escena ensayada o de acto final de una tragedia o de una comedia ligera. A mí no me interesan las historias de las cosas que veo. Me limito a registrarlas. Adoro ese registro, minucioso a veces; impulsivo, otras. En esa ocasión me coloqué frente a la cristalera del local y disparé. No creí que estaba haciendo nada maravilloso, aunque hay ocasiones en que, antes de darle al clic, aprecio el prodigio que tengo delante y rezo para que nada se pierda. Admito que a veces doy con instante y con el encuadre y con la luz. No sé. No es cosa de contar ahora cómo se hace una buena foto. Esta no lo fue. Me gustó verme ahí detrás, en el cristal, duplicado. Como si los conociera. Como si la historia que estaba a punto de inventarme pudiese ser cierta y me incluyese a mí. Como en una película de Antonioni.
Lucía
Café no sale. Se atranca. Parece que avanza, pero no hay movimiento. Tampoco yo avanzo. No me muevo. Estamos los dos. Mi novela y yo. Los demás vienen y se van, pero al final somos los dos. Carlos, por lo menos, se preocupaba por Café. Dicho así, Café, parece que, en lugar de una novela, hablo de un perro. Hoy un hombre nos ha hecho una foto. El hombre que estaba a mi lado no lo sabe, pero él será quien me ayude a terminar la novela. Son cosas que se saben. Se lo estoy diciendo a Juan. Le estoy diciendo que no vuelva a casa. Un whatsapp corto: "No vuelvas a casa, Juan. Le mandaré las cosas a Elena". Ella siempre comprende, siempre acata. Uno de estos días me dirá bien claro lo que piensa.
Joaquín
Ella me ha mirado. Parece reprenderme. Él sigue a lo suyo. Lee en su móvil. Creo que está a punto de venir y pedirme que borre la foto o que haga lo que se me ocurra con tal de que no la tenga. Lo haría. Por supuesto. No razonaría con ella. No podría hacerle entender que no puedo dejar de fotografiar lo que voy viendo. Y que no dejo de ver cosas. La realidad está ahí para registrarla. Lo que no se guarda, se pierde, le diría. Ahora se me acerca.
Lucía
Alguien me hizo una foto. Alguien con barba canosa y una camisa blanca. En realidad nos la hizo a los dos. Disparó en el momento en que yo decidía que Juan no seguiría conmigo. En el momento en que el hombre sentado a mi espalda contestaba el teléfono. En ese instante. La fotografía no lo cuenta. Cómo podría hacerlo. No lo cuenta, pero yo lo sé.
Alberto
Le dije por teléfono que en un mes la novela estaría acabada. La daría al corrector de la editorial, dejaría que hiciesen con ella lo que les viniese en gana, pero Azúcar debía estar en las librerías. Me faltaba darle unos retoques, nada, poca cosa. Hacer que alguien desaparezca definitivamente, hacer que alguien regrese y ya no se marcha. Muchas novelas terminan así. Con gente que va y que viene. Que uno se aleje puede ser tan buen final como que otro se acerque. La literatura es un misterio. De ahí su belleza.
Elena
Hace un año que no sé nada de Lucía. Tendrá quien lea lo que escribe. Quizá le baste tener un lector privado, uno que esté siempre dispuesto a sentarse y a escuchar sus historias. A mí hace un año que no me cuenta ninguna. Estarán todas en los libros.