La aceleración que espera afuera es más tenebrosa que la caverna de Platón, pues esta escondía al menos una promesa de luz y de verdad. Tanto ha castigado aquella nuestros corazones que ahora, atosigados y atolondrados, ya no sabemos clamar sosiego. ¿Cuándo nos convirtieron en sobrantes y reciclados? ¿Cuándo hicieron de nosotros velocímetros de nuestro cuerpo? Es algo que ni las mejores escuelas nos supieron explicar.
De niño, en las noches de tormenta, cuando los cristales recobraban su fragilidad en la casa del pueblo, la luz solía "irse" (así decía mi abuela, "ya se ha ido la luz", y lo decía porque sabía que tendría que volver), y nos quedábamos todos reunidos en torno a una vela que, por lo general, no tardaría en consumirse. La majestuosidad del momento radicaba en su poder para desplazar nuestras diferencias y protegernos de la oscuridad de las cosas. Una de aquellas noches, como digo, cuando el miedo más apretaba y miraba a mi abuela ensombrecida, pensé que si Dios existía tendría, a la fuerza, que estar hecho de luz.